Mi Chester me acompaña desde todas mis muertes. Como a mí, se le han saltado botones, y se la ha desgarrado la piel. Ha perdido relleno y color en la piel. Se le ha macerado el olor.
Alguna mancha ha quedado en él, como en mí, como se quedan las manchas de lluvia en las gárgolas de Notredame. Si buscas bien, en mi Chester, puedes ver cada etapa de nuestra vida juntos: un té a medias y un sudor compartido, un gemido en la noche y una tarta esponjosa, una moneda sin gastar y una vida extra sin usar en el juego.
En mi última Refundación, que bien podría haber garabateado Asimov hasta arriba de cocaína, decidí, hace meses repintar las paredes y cambiar muebles, y libros, y discos y películas y, en menor medida pero igualmente impactante, mi peinado noventero: pasé de Filipo Inzaghi a Beckham de M30. La pintura de las paredes pasó de blanco sucio a blanco impoluto, de azul cobalto a azul cielo, de crema oficina de Hacienda a crema oficina de catequesis. Vendí algo de Ikea y tiré mesas de mierda que alguien (quizá yo, nunca lo recordaré) recogió del contenedor una tarde de aburrimiento o nostalgia de tiempos de escasez. Vendí mis libros de Manfredi y compré otros de Taschen, regalé a Vargas Llosa y eché de menos mi colección García Márquez (abandonada en Lima), compré libros de bebés y los puse 3 días después a la venta en wallapop. Vendí un lote de singles en vinilo por 30 euros y con eso pagué el transporte de una librería (sólo el transporte, la librería me costó un huevo y la mitad del otro) en madera de nogal a una ricachona de Nuevos Ministerios que tenía un salón tan grande que en él cabía un carrusel en el que jugaban sus nietos cuando la visitaban los domingos. Las películas viejas que me regaló mi última suegra las tiré directamente a la basura.
Pero el Chester no se toca.
Él, como yo, atónito, veía como estos seis últimos meses me cambiaban la vida. Como mi recién adquirida afición a engañarme desparecía de a pocos, y mi voluntad de hierro volvía con fuerza, pero dudando, como un toro que sale del redil en la Feria de Otoño. Otoño que este año, gracias al cambio climático, llegaba con 3 meses de retraso. Mi Chester, ya cubierto con la manta de invierno como yo, decidió que la barra de sonido ya no nos gustaba, que el cuadro de Biarritz ya no tenía razón de ser, que esas tazas con iniciales mejor al trastero. Decidió también que la planta nueva molaba, pero si se moría pues nada, ¿qué le ibamos a hacer?, que esos sujetalibros eran de lo mejor que había en casa, que el mueble de cocina fue el mejor aporte que pudo haber en estos meses.
Ahora, con la calefacción puesta, mi Chester es como siempre el mejor refugio. Al lado izquierdo he puesto el tocadiscos, para poder escucharlo desde cerca. El lado derecho se queda vacío y poco a poco va recuperando su forma y olor original. Se enfría y lo dejo que se enfríe. Será así, le digo a una amiga mientras compartimos un té, las cosas no se pueden forzar. Mételo a wallapop, me aconseja.
Sonrío como Giuliano Gemma cuando lo amenazaban por la espalda en Texas, sin perder la mirada de mi bebida. ¡Ni de coña!, sentencio, y sigo pensando en las cosas que quedan por cambiar tras mi última muerte.