Siento que el sueño al fin llega, en forma de una nube negra que me va a envolver poco a poco. Y en ese rollito de primavera que son las paredes se cuelan muchas imágenes, mientras con mi último resquicio de voluntad veo que el reloj marca casi las 3 de la madrugada. Al quedarme dormido, al fin, recuerdo las veces que tuve que esforzarme para no dormirme ante un estímulo más que somnífero. Aburrimiento.
Me aburría con mi profesor de Educación Cívica: un curso cuyo temario estaba lleno de deberes, derechos, ciudadanía, civismo, respeto a los símbolos patrios y a memorizar la constitución que no había sufrido grandes cambios desde los setenta, así que si aprendrías, como yo, bien todo la primera vez, los cuatro siguientes años esa clase era un eterno deja vú. Intentaba entonces no dormirme mientras mi profesor (bizco) hablaba sobre cualquier cosa y yo lo veía a través de mis gafas de miope, astigmata, estrábico y legañoso. Apoyado sobre mi mano izquierda, con los ojos fijos, pensaba en llegar algún día a jugar en Alianza Lima.
Me aburría con mi ex, la actriz quinceañera, después de follar. El urólogo me dijo, después de sorprenderse de ver a un veinteañero en su consulta, que lo mío no tenía cura, que el sentimiento de culpa nunca me iba a dejar disfrutar sexualmente de esta chiquilla apetitosa, porque, en el fondo, yo sabía que era una relación prohibida. Por eso, acostado a su lado, solo quería dormir mientras ella hablaba de su colegio y el viaje de fin de curso. La veía de arriba abajo y deseaba que fuera Shemi, y así no habría complejos que valieran y follaríamos como tenía que ser. Con mis ojos fijos en los suyos, soñaba con los de otra, verdes, y otra sonrisa.
Me aburría, también, con Verónica, y más de una vez estuve a punto de dormirme cuando ella hablaba. Me contaba cosas de su familia (blablabla), de su hermana (blabla), de su tío (blablebloblubla), de su casa (blebli), de su novio (blablablablablablablablablabla), de sus tetas (bla), de su pelo(blablablablabla), y hasta de sus uñas. Bla. Yo la miraba reprimiendo el mayor de los bostezos y soñaba con que se callara de una vez, que se diera cuenta de que yo no era su novio, que no estaba allí para hablar, y mi cerebro prefería dormirme antes de dejarme entrar en el "terreno de los amigos" del que no hay retorno. Ella se aburrió antes, y me dejó tirado en el balcón de la facultad de Química, yo, resignado, me fui a casa a dormir una siesta de seis horas.
Me aburría, más, con mi tia en Liverpool. Desconectaba tanto cuando ella hablaba, para ignorar sus continuas quejas, que sin darme cuenta me quedé dormido con los ojos abiertos más de una vez. Una en Queen Square y otra en un pub oscuro. Fue agotador, pero al menos soñé con un Yellow Submarine y con encontrar a Paul McCartney al doblar una esquina de Mathew Street.
Me aburría con mi ex, la actriz quinceañera, después de follar. El urólogo me dijo, después de sorprenderse de ver a un veinteañero en su consulta, que lo mío no tenía cura, que el sentimiento de culpa nunca me iba a dejar disfrutar sexualmente de esta chiquilla apetitosa, porque, en el fondo, yo sabía que era una relación prohibida. Por eso, acostado a su lado, solo quería dormir mientras ella hablaba de su colegio y el viaje de fin de curso. La veía de arriba abajo y deseaba que fuera Shemi, y así no habría complejos que valieran y follaríamos como tenía que ser. Con mis ojos fijos en los suyos, soñaba con los de otra, verdes, y otra sonrisa.
Me aburría, también, con Verónica, y más de una vez estuve a punto de dormirme cuando ella hablaba. Me contaba cosas de su familia (blablabla), de su hermana (blabla), de su tío (blablebloblubla), de su casa (blebli), de su novio (blablablablablablablablablabla), de sus tetas (bla), de su pelo(blablablablabla), y hasta de sus uñas. Bla. Yo la miraba reprimiendo el mayor de los bostezos y soñaba con que se callara de una vez, que se diera cuenta de que yo no era su novio, que no estaba allí para hablar, y mi cerebro prefería dormirme antes de dejarme entrar en el "terreno de los amigos" del que no hay retorno. Ella se aburrió antes, y me dejó tirado en el balcón de la facultad de Química, yo, resignado, me fui a casa a dormir una siesta de seis horas.
Me aburría, más, con mi tia en Liverpool. Desconectaba tanto cuando ella hablaba, para ignorar sus continuas quejas, que sin darme cuenta me quedé dormido con los ojos abiertos más de una vez. Una en Queen Square y otra en un pub oscuro. Fue agotador, pero al menos soñé con un Yellow Submarine y con encontrar a Paul McCartney al doblar una esquina de Mathew Street.
Me aburro, y eso no tiene remedio, en las entrevistas de trabajo. Sentado con la espalda rectísima combato al sueño contando chicas baywatch corriendo por la arena. Chicas a las que veo desde mi Ford Mustang, of course. Mientras el entrevistador me pide que enumere mis principales defectos, hablo como un autómata y dejo que vea mi reloj Mont Blanc para que preste menos atención a mis respuestas. Me trago el bostezo que echo de menos por las noches cuando me pregunta por qué salí de mi último trabajo y no respondo lo que quiero (ambos nos aburrimos de trabajar con un gilipollas al lado), abro al límite mis ojos, y, como siempre, respondo lo que quieren escuchar. En el metro,de vuelta, me duermo.
Me aburro, como todos, en los aeropuertos. Y no puedo dormirme porque hay ladrones por todos lados esperando a que cierre los ojos para quitarme mi maleta de piel que Sol me regaló no sé por qué. En la maleta llevo, siempre, lo esencial para sobrevivir unos días: tres calzoncillos, camisetas, chiclets, mi revista Esquire, un pendrive con música de los Beatles y Led Zepellin, pasta de dientes (pero olvido el cepillo) un desodorante minúsculo que compré en Casablanca y muestras gratis de perfume Armani. Resisto, entonces, pensando que ya dormiré en el avión, pero al subir compruebo que entre la señalización de las salidas de emergencia, el saludo del piloto, el paso de los carritos que venden cervezas y cocacolas, el ofrecimiento de lotería y tarjetas telefónicas, el anuncio de que ya nos acercamos a nuestro destino, el carrito de los cojones again, y alguien anunciando que estamos ya en el aeropuerto de destino, es imposible dormir.
El rollito me envuelve totalmente y respiro aliviado sintiendo que al fin me voy a dormir. Cierro los ojos y, feliz, sé que tendré pesadillas porque desde niño programé mi subconsciente para que me deje los sueños bonitos para el día, y así los uso para desconectar de la realidad, que, no sé si lo he dicho ya, me aburre.
Me aburro, como todos, en los aeropuertos. Y no puedo dormirme porque hay ladrones por todos lados esperando a que cierre los ojos para quitarme mi maleta de piel que Sol me regaló no sé por qué. En la maleta llevo, siempre, lo esencial para sobrevivir unos días: tres calzoncillos, camisetas, chiclets, mi revista Esquire, un pendrive con música de los Beatles y Led Zepellin, pasta de dientes (pero olvido el cepillo) un desodorante minúsculo que compré en Casablanca y muestras gratis de perfume Armani. Resisto, entonces, pensando que ya dormiré en el avión, pero al subir compruebo que entre la señalización de las salidas de emergencia, el saludo del piloto, el paso de los carritos que venden cervezas y cocacolas, el ofrecimiento de lotería y tarjetas telefónicas, el anuncio de que ya nos acercamos a nuestro destino, el carrito de los cojones again, y alguien anunciando que estamos ya en el aeropuerto de destino, es imposible dormir.
El rollito me envuelve totalmente y respiro aliviado sintiendo que al fin me voy a dormir. Cierro los ojos y, feliz, sé que tendré pesadillas porque desde niño programé mi subconsciente para que me deje los sueños bonitos para el día, y así los uso para desconectar de la realidad, que, no sé si lo he dicho ya, me aburre.