Dos soldados colombianos han sufrido graves quemaduras (creo que uno a muerto) por jugar a algo bastante estúpido: quemar algo al lado de alguien dormido y esperar a que este se despierte. ¿Hasta dónde llega la estupidez humana?
Tenía un primo que se divertía atando cohetes en la cola de su perro, Mamerto. Mamerto, fiel y cojudo al máximo, siempre volvía a casa después de su dueño lo castigara con esa infame travesura (que es más bien una putada), aunque, cada vez que se acercaban las navidades, el pobre perro huía de casa pero volvía a los dos días, magullado, sucio, apestando y con los ojos llorosos. No le habían enseñado a morder asi que no le quedaba otra que volver al suplicio con tal de asegurarse la comida.
Chumpi, mi amigo de infancia (ahora en el penal de mínima seguridad Sarita Colonia; un saludo Chumpi, si tienes internet en tu celda) coleccionaba cadáveres de pajaritos. Sí, macabro, y lo que es peor es que hubo un tiempo en que yo lo ayudaba a conseguirlos. Nos fabricábamos hondas de hule, y con un par de piedras nos plantábamos debajo de cualquier árbol, esperando a nuestra cantarina víctima. Cuando la veíamos llegar apuntábamos con la mayor concentración posible, “apunta a la cabeza” me decía el sádico “así si te desvías, al menos le das en el pecho”. A la voz de tres disparábamos y el ave caía medio muerta, seguramente víctima de una hemorragia interna, Chumpi saltaba feliz, y sanguinariamente victorioso y yo me lamía el dedo herido por culpa de la piedra que nunca llegó a despegar.
Yo, como mucho, me aficioné a cazar arañas en las siempre existentes telarañas del Callao. Era fácil. Cogía una paja de la escoba y me acercaba a la telaraña que más siniestra me pareciera, movía las redes como haciéndole cosquillas y a los pocos segundos salía, siempre de golpe, una araña que pensaba que ya estaba lista la comida. Mi intención era hacerlas pelear, pero nunca conseguí que se atacaran una a la otra, ni porque les construí un ring perfecto con una caja de fósforos, o les pusiera el soundtrack de Rocky II como música de fondo. Por eso, cuando descubrí su afán pacifista, me dediqué a alimentarlas: cazaba moscas dándoles un manazo cuando las veía volar cerca, y las dejaba aturdidas sobre la telaraña, esta vez las arañas sí encontraban comida y la llevaban lejos de mis ojos curiosos que nunca vieron lo que pasaba en la guarida. Hasta que se estrenó “Las dos torres”.
Por eso no entiendo a esos colombianos incendiarios, puede que se aburrieran en el campamento militar, pero, a mano, hay formas menos piromaniacas de divertirse. ¿no?
Tenía un primo que se divertía atando cohetes en la cola de su perro, Mamerto. Mamerto, fiel y cojudo al máximo, siempre volvía a casa después de su dueño lo castigara con esa infame travesura (que es más bien una putada), aunque, cada vez que se acercaban las navidades, el pobre perro huía de casa pero volvía a los dos días, magullado, sucio, apestando y con los ojos llorosos. No le habían enseñado a morder asi que no le quedaba otra que volver al suplicio con tal de asegurarse la comida.
Chumpi, mi amigo de infancia (ahora en el penal de mínima seguridad Sarita Colonia; un saludo Chumpi, si tienes internet en tu celda) coleccionaba cadáveres de pajaritos. Sí, macabro, y lo que es peor es que hubo un tiempo en que yo lo ayudaba a conseguirlos. Nos fabricábamos hondas de hule, y con un par de piedras nos plantábamos debajo de cualquier árbol, esperando a nuestra cantarina víctima. Cuando la veíamos llegar apuntábamos con la mayor concentración posible, “apunta a la cabeza” me decía el sádico “así si te desvías, al menos le das en el pecho”. A la voz de tres disparábamos y el ave caía medio muerta, seguramente víctima de una hemorragia interna, Chumpi saltaba feliz, y sanguinariamente victorioso y yo me lamía el dedo herido por culpa de la piedra que nunca llegó a despegar.
Yo, como mucho, me aficioné a cazar arañas en las siempre existentes telarañas del Callao. Era fácil. Cogía una paja de la escoba y me acercaba a la telaraña que más siniestra me pareciera, movía las redes como haciéndole cosquillas y a los pocos segundos salía, siempre de golpe, una araña que pensaba que ya estaba lista la comida. Mi intención era hacerlas pelear, pero nunca conseguí que se atacaran una a la otra, ni porque les construí un ring perfecto con una caja de fósforos, o les pusiera el soundtrack de Rocky II como música de fondo. Por eso, cuando descubrí su afán pacifista, me dediqué a alimentarlas: cazaba moscas dándoles un manazo cuando las veía volar cerca, y las dejaba aturdidas sobre la telaraña, esta vez las arañas sí encontraban comida y la llevaban lejos de mis ojos curiosos que nunca vieron lo que pasaba en la guarida. Hasta que se estrenó “Las dos torres”.
Por eso no entiendo a esos colombianos incendiarios, puede que se aburrieran en el campamento militar, pero, a mano, hay formas menos piromaniacas de divertirse. ¿no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario