jueves, octubre 04, 2007

La nueva madrina del Mongo


El mongo se aburría en verano. Su viejo le había sugerido que al menos dibujara algo, o cantara o aprendiese a tocar guitarra; con tu pinta y tocando guitarra a las hembritas se le caerá el calzón solito, vaticinó. Pero el Mongo dudaba que la música lo ayudara en sus aventuras sexuales, además, él quería ser más un Slash que un Manzanero. Le pidió a su tío que le buscara un trabajo, allá por donde tú paras, seguro que hay chamba, le dijo, y el tio para sacárselo de encima le consiguió una chambita lavando carros en un barrio bien de Lima. El trabajo era fácil, lavaba un par de carros al día y el resto de las horas las pasaba en una librería de la avenida Petit Thouars. Hojeaba libros, comics, y todo lo que quisiera gracias a Gloria, la encargada, que le había agarrado cariño, y que cuando no lo veía llegar decía en voz baja, cómo se hace extrañar este flacuchento.

Una tarde en que el Mongo hojeaba un libro de dinosaurios, Gloria se acercó sigilosa y le ofreció un vasito de inka cola, pal calor, flaco que te veo sudar. Él agradeció tímidamente, y ella le dijo no leas acá parado, si quieres pasa a la oficina que ahí hay un sillón más cómodo. El Mongo dudó sólo un segundo, y un rato después ya estaba despatarrado en el sofá central, con su libro en una mano y el vaso de inka cola dejando marcas en la mesa de centro, heladito. De vez en cuando Gloria se acercaba a ver qué tal iba todo, y cuando el Mongo le decía que bien, flaca, muchas gracias, ella volvía a la librería para que Justino, su jefe, no le fuera a gritar por dejar todo abandonado.

Se hicieron amigos y ella le confesó que él le recordaba mucho a un ex marido suyo, porque aunque era muy joven (apenas tenía 25 años), ya se había separado hace un par de años, cuando el desgraciado ese se fue a la selva y se enamoró de una charapa, que le hizo ver las estrellas, la muy cachera. El mongo quería tener historias que contar, pero sólo le había metido la mano un par de veces a su amiga Mili, y la chica de la farmacia de vez en cuando se calateaba frente a él (sin dejarse tocar), así que prefirió quedarse callado y seguir comiendo el queque que tan amablemente le había dado su anfitriona.
Una tarde en que Justino se había ido a Ayacucho a ver a su abuelo enfermo, Gloria se armó de valor y le propuso al Mongo ser su nueva madrina de bautizo. Él dudó, como la primera vez, por un segundo, pero después le contestó que tú dirás, flaca. La cita era para el día siguiente a primera hora, antes de que él fuera a lavar carros, ella tenía la llave de la librería, se encerrarían hasta las 10 y la primera clase es gratis, flacuchento, ya después tendrás que invitarme anticuchos o regalarme doñapepas, como hace todo el mundo. El Mongo compró condones con sabor a fresa en una farmacia de la avenida Arequipa y casi no pegó ojo en toda la noche. Al día siguiente estaba a las 8 en la puerta de la librería. Gloria ya estaba dentro.

Estaba más nerviosa que de costumbre, su ex marido la había llamado esa noche porque la charapa lo había dejado tirado y ahora era un mar de dudas. El Mongo no se quería quedar en fa, y le dijo que al menos se calateara; ella se rió, se bajó los pantalones y le enseñó el límite entre el bien y el mal. El primer condón se rompió nada más abrirlo, el segundo se quedó enredado (nadie sabe cómo) en la rodilla de Gloria, y el tercero lo guardaron como recuerdo.
Nunca más lo intentaron, porque Justino volvía esa tarde y él se encargaba de cuidar las llaves, y porque el Mongo recordaba siempre la fea desnudez de su amiga librera. Poco a poco dejó los libros y los cómics, y cuando acabó el verano dejó también el trabajo y los carros sucios. Empezó la universidad, y alguien le regaló un walkman. Iba a clases con normalidad, pero siempre pensaba en ella, y en el condón enroscado en su rodilla. Hasta que un día, mientras aspiraba Sprite por una cañita, una niña apareció en su rango de visión y le pidió una silla, para poder comer tranquila mi torta de chocolate. Agarra esa, le dijo él, que nadie la usado; Seré su madrina, dijo ella, y él sonrió pensando en la mujer de los libros que había dejado atrás.

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