El Mongo tenía que ir a casa de la Flaca a eso de las tres, no llegues tarde Mongo, o llegamos tarde al cine, le dijo ella cuando la dejó en la puerta del colegio. Parecía que al fin, después de mucho sufrimiento, podría ver la película que había escogido, y después si había tiempo caminarían por el malecón para disfrutar del frio de Lima. Se quedó el pobre Mongo contando los minutos durante toda la mañana, y después de releer un poco a Borges y escuchar por enésima vez el Appetite for Destruction, preparó las armas para el combate: un poco de perfume por aquí, otro poco de gel por allá, la mejor camisa y las Le Coq Sportif de la suerte. Llegó a casa de la flaca 20 minutos antes, por esa puntualidad enfermiza que lo hacía ser más inglés que los ingleses. Ella, no sólo no estaba lista, sino que además ni siquiera estaba en casa, ha tenido que salir un rato, le dijo la hermana pequeña, es que mi papá necesitaba una corbata para esta noche, y ha ido a comprarla, me dijo que la esperes nomás. El Mongo se sentó en el sofá de la pequeña casa, incomodísimo, los cuadros con fotos del matrimonio de los padres de la Flaca combinados con retratos de santos y una copia barata de la Ultima Cena, eran su único paisaje. Sobre la mesa de centro había una revista de decoración y un periódico de esos de cincuenta céntimos, casi siempre escritos con palabras fáciles y con grandes fotos. La hermanita pasó como un rayo, pero no le ofreció nada de beber, el Mongo, que ya tenía cierta confianza ganada en esa casa, fue a la cocina y se sirvió un vaso de limonada fria, pensando a ver si viene rápido ésta, que aquí me siento como si estuviera en la casa de un cura, con tanto santo mirándome. No aparecía nadie, y los minutos seguían pasando, el Mongo dio un par de vueltas al salón, prestando especial atención a una foto de la Flaca, calatita a gatas sobre una toalla, con dos meses de nacida.
Desde la calle llegó un ruido extraño, como de gatos atropellados, era una mujer que cantaba a través de un megáfono y que además vendía plátanos, de la isla. La Flaca no llegaba nunca, y el Mongo ya empezaba a sentirse enfermo entre tanta religiosidad. La hermanita veía una telenovela mexicana en la tele y cuando el Mongo intentaba hablarle, para matar el tiempo, ella le hacía shhtt sin despegar la mirada del televisor. La puerta de la habitación de la Flaca estaba abierta, el Mongo vió en ella una vía de escape y en menos de dos segundos estaba ya despatarrado en la cama con olor a jazmín, y compartiendo almohada con Winnie the Pooh. Debajo de la almohada había un libro, y él, creyendo que no había nada de malo, lo abrió. Cuando quiso dejar de leer ya era demasiado tarde, en esas páginas la flaca contaba con lujo de detalles las veces que se habían acostado juntos, que si hoy me tocó aquí, que si hoy le chupé allá, el Mongo, ya picado, siguió leyendo. Páginas después descubrió, con poca sorpresa, que no era el único beneficiario de ese cuerpo adolescente, pues los amigos de la flaca, previa selección natural, habían sucumbido también a los encantos de esta recién descubierta Mata-Hari. Y uno que otro profesor.
¿Qué hago? Se preguntó. Si se lo digo, fijo que hace un escándalo, si no se lo digo, me sentiré un cojudo, ¿o no? ¿Cómo escondes un diario bajo la almohada, so imbécil? Salió de la habitación pasmado, pensativo, y se derrumbó sobre el sofá sin siquiera ver a la hermanita, sentada al lado. Los santos le dieron paz y tramó un plan genial, sabedor ya de que todas esas promesas de amor eterno y exclusivo eran sólo palabras de adolescentes de hormonas hirvientes.
La Flaca llegó quince minutos más tarde, él la besó y salieron a pasear. Ya no tengo ganas de caminar, le dijo, y ella, extrañada, preguntó ¿ entonces, qué hacemos? Fueron a casa del Mongo, y se encerraron en la habitación durante horas, ya no tuvo miramientos, ahora ella era, también, una más del montón. A ver si vuelves a escribir que tu profesor dura más que yo.
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