Tiene pocos meses de nacida y creo que es la mujer más joven que me ha rechazado.
Raphael y Delphine llegaron a Madrid a mediados de la semana pasada. Me encontraron desempleado, confundido, en calzoncillos y leyendo el libro de Roberto Saviano. Mi vida había dado varios vuelcos sustanciales en los últimos días: me habían echado del trabajo, había recuperado mi visión periférica (trabajaba mirando a la pared), comprendí lo sufrido que era estar en paro, perdí la noción de en que día de la semana estaba, y Verónica me había mandado un mensaje llamándome cabronazo por decir que tenía una foto suya. Le pedí disculpas, y le confesé, una vez más, mis ardores sabrosones pero ella, como ya es costumbre, ignoró mis proposiciones y me condenó a vivir pendiente de sus silencios.
Mis amigos franceses traían en brazos a su pequeña, a la que, en un arranque de creatividad rebauticé como Anita la Ranita después de ver sus fotos en Facebook, y quedar asombrado por lo enorme de sus vivaces ojos azules. Con los que me deslumbró en nuestro primer encuentro. No gracias, dije, cuando me la ofrecieron. Me da terror tener un niño en brazos, y por eso días antes había declinado también a sostener a Piero, el hijo de mi querido amigo Dario. No es grave, me dijo Delphine en su encantador español, le gusta estar parada todo el tiempo. Y Sol, aún viendo el terror en mis ojos me acercó a Anita y no me quedó más remedio que estirar los brazos y lo que nos pase pasará, lo que venga ya vendrá. La sujetaba de las pequeñas axilas y ella me clavaba sus ojazos azules, y, sonriente, parecía decirme ¿ya ves huevón? yo me paro sobre tus rodillas y tú quedas como campeón. Un segundo después vomitó algo blanco sobre mi pijama.
Después de una ducha de purificación caminamos en dirección al parque de El Retiro, que resulta que estaba bastante más cerca de mi casa de lo que yo creía. Subiendo por Menéndez Pelayo me imaginé a Bayly volando cual mariposa con flequillo hasta aterrizar sobre el asfalto, y no pude reprimir una malévola sonrisa. Anita, que me veía desde dentro de su carrito, fue cómplice de mi disfrute y momentáneamente se unió a mi celebración particular con una de esas sonrisas de bebé que hacen que todos los adultos saquen sus cámaras digitales para inmortalizar el momento. Sol y mis amigos, que caminaban a dos metros de nosotros, hablaban en francés de la reforma del sistema educativo en La France. Qué conversación más aburrida ¿no, Anita? le susurré, acercándome, y ella me respondió con un gugugú y un escupitajo que se escurrió por su mejilla derecha. Asumí que esos gestos significaban, estoy contigo mi hermano, estoy contigo.
Dentro del parque, Raphael retomó las riendas del carrito y yo volví al lado de Sol que parecía necesitar mi presencia. Le pregunté si le hacía ilusión tener un hijo, me respondió No sé ¿y a ti? No quise engañarla y le respondí que quizá sí, pero no con alguien que responde a preguntas tan importantes con un "No sé". No nos hablamos a lo largo de todo la avenida del Ángel Caído, ella se dedicó a interactuar con sus amigos y yo jugaba con las hojas secas del otoño. Un juego que inventé siendo un niño y que consiste en levantar con el pie una hoja, hacerla volar, y antes de que caiga al suelo, recibirla con el otro pie. Era más fácil hacerlo con diez años, con treinta y dos es más jodido y la gente que pasa se ríe un poco del gilipollas que juega con las hojas. Anita me veía desde su carrito y parecía querer aplaudir con sus manos gorditas y rosadas. Le guiñé un ojo, agradeciendo su aceptación.
Cuando la tarde acababa volvimos a casa y, ya amigos, Anita y yo nos sentamos en el sofá del salón. Le hablé de mis amigos lejanos, de chicas, del Ford Mustang, de George Harrison y del concierto de Oasis para el que tengo entradas. Ella jugaba con una cosa que parecía una representación plástica de un átomo y que dentro tenía bolas de colores que hacían las veces de cascabel cada vez que ella las movía. Imaginé que días antes mi trabajo era para mi como ese cascabel que yo movía cada vez que estaba aburrido, igual de inútil, igual de consolador cada fin de mes.
Mamá llamó y me contó que mi hermano estaba celebrando en casa su aniversario de boda, al que obviamente, no estaba invitado. Es que tienes visita pues hijito, me dijo mamá, disculpándolo, y yo le dije que no creía que fuera por eso, y que ahora que lo pensaba, él era el único que no me había llamado para darme el pésame por lo del despido y para interesarse por mi estado de ánimo. Ella disimuló como pudo y me habló de la cena de navidad, que ya está encima y preguntó si estaría en Madrid para cenar juntos. La toreé como pude y, minutos después de colgar, me llamó mi hermano para ver cómo estaba y cómo llevaba lo del despido, bien bien gracias, hablamos luego, que tengo visita.
Anita la Ranita se fue el martes a primera hora. Habíamos planeado comer juntos, pero Raphael confundió la hora de su vuelo a París y cuando se dio cuenta del error tuvieron que salir corriendo con el jersey puesto al revés y arrastrando la maleta a toda velocidad por la avenida Ciudad de Barcelona. Sol y yo despedimos a nuestros amigos, y vimos que Anita se había quedado dormida en el carrito y, para no despertarla, no le dimos el besito de la despedida. Creo que cuando la volvamos a ver será 2009, ya tendrá dientes y dirá algunas palabras en francés, pocas, como yo. Volverá a verme con sus ojazos azules y otra vez le susurraré Qué conversación más aburrida ¿no, Anita?, cuando sus padres y Sol hablen, me imagino, de la crisis del petróleo.
Raphael y Delphine llegaron a Madrid a mediados de la semana pasada. Me encontraron desempleado, confundido, en calzoncillos y leyendo el libro de Roberto Saviano. Mi vida había dado varios vuelcos sustanciales en los últimos días: me habían echado del trabajo, había recuperado mi visión periférica (trabajaba mirando a la pared), comprendí lo sufrido que era estar en paro, perdí la noción de en que día de la semana estaba, y Verónica me había mandado un mensaje llamándome cabronazo por decir que tenía una foto suya. Le pedí disculpas, y le confesé, una vez más, mis ardores sabrosones pero ella, como ya es costumbre, ignoró mis proposiciones y me condenó a vivir pendiente de sus silencios.
Mis amigos franceses traían en brazos a su pequeña, a la que, en un arranque de creatividad rebauticé como Anita la Ranita después de ver sus fotos en Facebook, y quedar asombrado por lo enorme de sus vivaces ojos azules. Con los que me deslumbró en nuestro primer encuentro. No gracias, dije, cuando me la ofrecieron. Me da terror tener un niño en brazos, y por eso días antes había declinado también a sostener a Piero, el hijo de mi querido amigo Dario. No es grave, me dijo Delphine en su encantador español, le gusta estar parada todo el tiempo. Y Sol, aún viendo el terror en mis ojos me acercó a Anita y no me quedó más remedio que estirar los brazos y lo que nos pase pasará, lo que venga ya vendrá. La sujetaba de las pequeñas axilas y ella me clavaba sus ojazos azules, y, sonriente, parecía decirme ¿ya ves huevón? yo me paro sobre tus rodillas y tú quedas como campeón. Un segundo después vomitó algo blanco sobre mi pijama.
Después de una ducha de purificación caminamos en dirección al parque de El Retiro, que resulta que estaba bastante más cerca de mi casa de lo que yo creía. Subiendo por Menéndez Pelayo me imaginé a Bayly volando cual mariposa con flequillo hasta aterrizar sobre el asfalto, y no pude reprimir una malévola sonrisa. Anita, que me veía desde dentro de su carrito, fue cómplice de mi disfrute y momentáneamente se unió a mi celebración particular con una de esas sonrisas de bebé que hacen que todos los adultos saquen sus cámaras digitales para inmortalizar el momento. Sol y mis amigos, que caminaban a dos metros de nosotros, hablaban en francés de la reforma del sistema educativo en La France. Qué conversación más aburrida ¿no, Anita? le susurré, acercándome, y ella me respondió con un gugugú y un escupitajo que se escurrió por su mejilla derecha. Asumí que esos gestos significaban, estoy contigo mi hermano, estoy contigo.
Dentro del parque, Raphael retomó las riendas del carrito y yo volví al lado de Sol que parecía necesitar mi presencia. Le pregunté si le hacía ilusión tener un hijo, me respondió No sé ¿y a ti? No quise engañarla y le respondí que quizá sí, pero no con alguien que responde a preguntas tan importantes con un "No sé". No nos hablamos a lo largo de todo la avenida del Ángel Caído, ella se dedicó a interactuar con sus amigos y yo jugaba con las hojas secas del otoño. Un juego que inventé siendo un niño y que consiste en levantar con el pie una hoja, hacerla volar, y antes de que caiga al suelo, recibirla con el otro pie. Era más fácil hacerlo con diez años, con treinta y dos es más jodido y la gente que pasa se ríe un poco del gilipollas que juega con las hojas. Anita me veía desde su carrito y parecía querer aplaudir con sus manos gorditas y rosadas. Le guiñé un ojo, agradeciendo su aceptación.
Cuando la tarde acababa volvimos a casa y, ya amigos, Anita y yo nos sentamos en el sofá del salón. Le hablé de mis amigos lejanos, de chicas, del Ford Mustang, de George Harrison y del concierto de Oasis para el que tengo entradas. Ella jugaba con una cosa que parecía una representación plástica de un átomo y que dentro tenía bolas de colores que hacían las veces de cascabel cada vez que ella las movía. Imaginé que días antes mi trabajo era para mi como ese cascabel que yo movía cada vez que estaba aburrido, igual de inútil, igual de consolador cada fin de mes.
Mamá llamó y me contó que mi hermano estaba celebrando en casa su aniversario de boda, al que obviamente, no estaba invitado. Es que tienes visita pues hijito, me dijo mamá, disculpándolo, y yo le dije que no creía que fuera por eso, y que ahora que lo pensaba, él era el único que no me había llamado para darme el pésame por lo del despido y para interesarse por mi estado de ánimo. Ella disimuló como pudo y me habló de la cena de navidad, que ya está encima y preguntó si estaría en Madrid para cenar juntos. La toreé como pude y, minutos después de colgar, me llamó mi hermano para ver cómo estaba y cómo llevaba lo del despido, bien bien gracias, hablamos luego, que tengo visita.
Anita la Ranita se fue el martes a primera hora. Habíamos planeado comer juntos, pero Raphael confundió la hora de su vuelo a París y cuando se dio cuenta del error tuvieron que salir corriendo con el jersey puesto al revés y arrastrando la maleta a toda velocidad por la avenida Ciudad de Barcelona. Sol y yo despedimos a nuestros amigos, y vimos que Anita se había quedado dormida en el carrito y, para no despertarla, no le dimos el besito de la despedida. Creo que cuando la volvamos a ver será 2009, ya tendrá dientes y dirá algunas palabras en francés, pocas, como yo. Volverá a verme con sus ojazos azules y otra vez le susurraré Qué conversación más aburrida ¿no, Anita?, cuando sus padres y Sol hablen, me imagino, de la crisis del petróleo.