Sus tías eran las más peligrosas del barrio, y hasta los malotes les tenían miedo porque a su paso dejaban corazones rotos como si fueran hojas secas. Ellas solían llevarlo al colegio, y nosotros, niños de su edad, lo veíamos llegar siempre escoltado de ese par de gemelas rubias a las que hasta el viento parecía respetar dejando sus diminutas faldas quietas y libres de cualquier movimiento traicionero. Chaparrín se despedía entonces de sus tías, se acomodaba las gafas y entraba en el colegio feliz, seguro de haber escrito las poesías, y hecho los dibujos y cálculos que sus profesores le habían asignado el día anterior. Aún así, mientras se paraba en la formación (derechito, faltaba más), revisaba por si hubiera olvidado algo en casa en su mesita de estudio, al lado de su bote de crayolas y las plastilinas con las que no tan secretamente jugaba en uno que otro recreo.
Lo odiábamos. Su cabello castaño oscuro estaba siempre bien peinado y olía a frutas, a años luz de nuestras cabezas de choza despeinadas, apestosas e invadidas por algunos piojos traicioneros, que, en calidad de okupas, llegaron al colegio en la pelambre de Maribel y como buenos troyanos se esparcieron por donde se les dejó. Pero Chaparrín no tenía ni uno solo. Le pregunté (rascándome) alguna vez su secreto y me dijo que su mami le lavaba el pelo todos los días, primero con pulitón, después con jabón marsella y al final con shampoo Ammen y acondicionador Bonabell. Lo del acondicionador lo tomé como una exageración suya ante mi estúpida pregunta, hasta el día en que cuando volvíamos a casa vi a su madre haciéndole hola desde una esquina y levantando la botella de Bonabell como si hubiera ganado un Oscar a la mejor lavapelos.
Chaparrín tenía un nombre bastante común: Pablo; lo distinto en él eran sus apellidos italianos: Moratti Grosso, demasiado finos para mi chusco barrio. Por eso, cuando mis tíos supieron que mi amigo, la mierdita de niño esa con gafas, el enclenque mocoso que iba a todos lados con un libro, el que se agachaba cuando pasaba un avión, ése, era sobrino de las gemelas Grosso, nos invitaron a los dos (en un principio fue a él solo, pero no me traicionó y pidió que fuera yo también) a un clásico Alianza Lima - Universitario.
La señora Grosso (sólo la llamaba “mamá de Chaparrín” cuando no me oía) vino a casa a conocerme, antes de dejar que su primogénito y yo fuéramos a ese antro de malandrines que era Matute, y acompañado encima de dos muchachos que, no nos engañemos, vecina, no son de lo mejorcito del barrio. Mamá no defendió a mis tíos, dijo a la señora Grosso que eran unas balas perdidas, sí, pero que se dejarían despellejar antes de que me pasara algo malo, y por la misma razón, vecina, su hijo estará seguro. Chaparrín y yo hacíamos como que jugábamos con un He-Man que le había robado a Pepe y sonreíamos felices, sabedores ya de que con ese tecito compartido en la mesa de mi casa, nuestras viejas habían aceptado que fuéramos al partido.
Lo odiábamos. Su cabello castaño oscuro estaba siempre bien peinado y olía a frutas, a años luz de nuestras cabezas de choza despeinadas, apestosas e invadidas por algunos piojos traicioneros, que, en calidad de okupas, llegaron al colegio en la pelambre de Maribel y como buenos troyanos se esparcieron por donde se les dejó. Pero Chaparrín no tenía ni uno solo. Le pregunté (rascándome) alguna vez su secreto y me dijo que su mami le lavaba el pelo todos los días, primero con pulitón, después con jabón marsella y al final con shampoo Ammen y acondicionador Bonabell. Lo del acondicionador lo tomé como una exageración suya ante mi estúpida pregunta, hasta el día en que cuando volvíamos a casa vi a su madre haciéndole hola desde una esquina y levantando la botella de Bonabell como si hubiera ganado un Oscar a la mejor lavapelos.
Chaparrín tenía un nombre bastante común: Pablo; lo distinto en él eran sus apellidos italianos: Moratti Grosso, demasiado finos para mi chusco barrio. Por eso, cuando mis tíos supieron que mi amigo, la mierdita de niño esa con gafas, el enclenque mocoso que iba a todos lados con un libro, el que se agachaba cuando pasaba un avión, ése, era sobrino de las gemelas Grosso, nos invitaron a los dos (en un principio fue a él solo, pero no me traicionó y pidió que fuera yo también) a un clásico Alianza Lima - Universitario.
La señora Grosso (sólo la llamaba “mamá de Chaparrín” cuando no me oía) vino a casa a conocerme, antes de dejar que su primogénito y yo fuéramos a ese antro de malandrines que era Matute, y acompañado encima de dos muchachos que, no nos engañemos, vecina, no son de lo mejorcito del barrio. Mamá no defendió a mis tíos, dijo a la señora Grosso que eran unas balas perdidas, sí, pero que se dejarían despellejar antes de que me pasara algo malo, y por la misma razón, vecina, su hijo estará seguro. Chaparrín y yo hacíamos como que jugábamos con un He-Man que le había robado a Pepe y sonreíamos felices, sabedores ya de que con ese tecito compartido en la mesa de mi casa, nuestras viejas habían aceptado que fuéramos al partido.
El día del clásico, busqué infructuosamente una camiseta de Alianza para ponerme. Mis tíos tenían las suyas, pero no las usaban desde que Marquinho las firmó una tarde que se lo encontraron en una cebichería de La Punta. Cuando salimos de casa Chaparrín estaba ya esperándonos, vestido de arriba abajo con el uniforme de Universitario, y a su lado, Chaparrón Bonaparte, su viejo, nos miraba con más pena que gloria. Mucho cuidado hijo, suspiró como toda despedida, y se esfumó caminando como intentando recordar algo importantísimo, hasta doblar la esquina. Subimos al micro que nos llevaría hasta Matute y de camino Chaparrín aprovechó para practicar un poco de suma de fracciones en un par de hojas sueltas que, una vez llenas hasta el último rincón, dobló cuidadosamente y las metió a su bolsillo para al bajar tirarlas en la que seguramente sería la única papelera de todo el distrito de La Victoria.
Disfrutamos como locos, Alianza ganó y Chaparrín pasó desapercibido en la tribuna Sur gracias a que mis tíos lo envolvieron con una enorme bufanda. Verlo era como ver una momia aliancista con gafas, asustada por haber resucitado en medio de un partido tan importante. Mis tíos hicieron todo el camino de vuelta cantando, Chaparrín y yo hablábamos, creo, de la última película de Superman, y por ambos lados nos flanqueaban más barristas de Alianza que dejaban sentir a los demás transeúntes su alegría pateando sus coches y tocándole el culo a sus mujeres. Hasta que, de un rincón magico, salió un patrullero y nos dispersó con dos disparos al aire. Chaparrín y yo corrimos hacia el sur, quizá porque nuestro hipotálamo estaba ya sugestionado tras noventa minutos saltando en ese punto cardinal, y los cabrones de mis tíos salieron disparados en dirección contraria. Vimos callejones, borrachos, callejeros, basura, cantinas, más basura, perros, semáforos malogrados, un par de putas, el Estadio Nacional y descubrimos que no estaba tan lejos del de Matute, ambulantes, un taller de bicicletas y otro de lunas, tiendas de ropa, chifas al paso, pollerías, cebicherías, anticucherías y una comisaría. Allí se metió Chaparrín, con toda la calma del mundo y me dijo sígueme.
Dos horas después estábamos en casa y cómo deja a sus hijos al cuidado de esos vagos, señora, suerte que aquí el chibolo se sabía la dirección completa señora, con código postal y todo oiga usté, y dice que esta bufanda es de uno de los no hallados, señora, y en cuanto vuelvan esos pendejos me los manda a la comisaría más cercana para aunque sea asustarlos, buenas noches señora, y esteee, esas señoritas que me abrieron la puerta son sus hijas, señora, con todo respeto, claro está.
Mis tíos aparecieron al día siguiente. Tuvieron que caminar hasta el paradero de combis y esperar al chofer que los conocía. Cuando supieron que estaba seguro en casa les volvió el alma al cuerpo, pero las gemelas Grosso no les perdonaron el incidente Chaparrín y los castigaron para siempre con el látigo de su desprecio. Como a todos los demás.
Disfrutamos como locos, Alianza ganó y Chaparrín pasó desapercibido en la tribuna Sur gracias a que mis tíos lo envolvieron con una enorme bufanda. Verlo era como ver una momia aliancista con gafas, asustada por haber resucitado en medio de un partido tan importante. Mis tíos hicieron todo el camino de vuelta cantando, Chaparrín y yo hablábamos, creo, de la última película de Superman, y por ambos lados nos flanqueaban más barristas de Alianza que dejaban sentir a los demás transeúntes su alegría pateando sus coches y tocándole el culo a sus mujeres. Hasta que, de un rincón magico, salió un patrullero y nos dispersó con dos disparos al aire. Chaparrín y yo corrimos hacia el sur, quizá porque nuestro hipotálamo estaba ya sugestionado tras noventa minutos saltando en ese punto cardinal, y los cabrones de mis tíos salieron disparados en dirección contraria. Vimos callejones, borrachos, callejeros, basura, cantinas, más basura, perros, semáforos malogrados, un par de putas, el Estadio Nacional y descubrimos que no estaba tan lejos del de Matute, ambulantes, un taller de bicicletas y otro de lunas, tiendas de ropa, chifas al paso, pollerías, cebicherías, anticucherías y una comisaría. Allí se metió Chaparrín, con toda la calma del mundo y me dijo sígueme.
Dos horas después estábamos en casa y cómo deja a sus hijos al cuidado de esos vagos, señora, suerte que aquí el chibolo se sabía la dirección completa señora, con código postal y todo oiga usté, y dice que esta bufanda es de uno de los no hallados, señora, y en cuanto vuelvan esos pendejos me los manda a la comisaría más cercana para aunque sea asustarlos, buenas noches señora, y esteee, esas señoritas que me abrieron la puerta son sus hijas, señora, con todo respeto, claro está.
Mis tíos aparecieron al día siguiente. Tuvieron que caminar hasta el paradero de combis y esperar al chofer que los conocía. Cuando supieron que estaba seguro en casa les volvió el alma al cuerpo, pero las gemelas Grosso no les perdonaron el incidente Chaparrín y los castigaron para siempre con el látigo de su desprecio. Como a todos los demás.
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