Cuando era niño, me daban miedo los libros de astronomía. Era muy duro para mi ver las fotos del espacio infinito, con el especial nivel de "acojonismo" cuando se trataba de fotos de familia, con todos los planetas ahí danzando alrededor del sol. Cerraba los ojos y me mareaba. No podía, el vértigo era muy hardcore. Era más fuerte que yo y cerraba el libro de golpe agudizando mi capacidad para memorizar que Plutón era el más pequeño de los planetas. Hoy, Plutón no existe, de vez en cuando ojeo libros de astronomía y he empezado a temer las fotos que me hacen en las fiestas de empresa. Allí, lo infinito, es la vergüenza propia y/o ajena.
Cuando era niño, mentía como un cabrón. Le dije a mamá que por cinco pavos me daban un coche que subía por las paredes, corría por el barro y frenaba cuando yo lo quería, con el dinero me compré cromos del álbum del Porqué de Las Cosas, y un cochecito de mierda, de plasticorro duro que ni siquiera tenía movimiento en las ruedas. Mamá lo vio y pidió que lo subiera por las paredes, lo hice, sin soltarlo y causando una carcajada general. Hoy, sigo causando carcajadas, pero porque me dejo engañar como a un chino, y por comprar coches, que se quedan tirados al lado de paredes, en el barro y en cualquier carretera.
Cuando era niño, mi pelo era diferente. Era como oscuro, pero sin ser negro, claro, sin ser marrón y ondeado, sin llegar a ser rizado. Mamá contrató a Maribel para que me lo cuidara y ella nos visitaba una vez al mes o cuando algún tutor del cole me mandaba una nota que decía "esos pelos, señora. Esos pelos". Siempre me cortaba con tijeras, cariño, y una historia de sus hermanos: cuidadores de cerdos alcohólicos adictos a los líos de faldas de bajo calibre. Hoy, las peluqueras me odian. Cuando digo eso de "solo las puntas, este lado menos, cuidado con las patillas, no, ese no es mi remolino, atrás no cortes tanto que pareceré futbolista, el agua está muy caliente, no me eches esa gomina barata porfa" me miran con infinito desprecio y hacen lo que le sale de los cojones. Yo me entrego a mis captoras mascachicles, les pago por desgraciarme el pelo y pienso en Maribel.
Cuando era niño, odiaba el alcohol. Mi abuelo olía a brandy, el otro a pisco. Mis tíos, cuando no estaban en la cárcel, bebían en la calle con sus amigos mientras nosotros jugábamos al fútbol. Las fiestas del barrio siempre acababan en peleas de borrachos y una vez uno lanzó una botella que explotó a dos centímetros de mi sien derecha. Papá se pillaba tales pedos que en el mejor de los casos lo encontrábamos tirado en la puerta de casa, pero la mayoría de las veces se le estropeaba el sónar y volvía, como en su época adolescente, a casa de la abuela. Hoy, el alcohol es mi amigo. Johnnie Walker baila siempre conmigo y mis compañías nocturnas, por lo regular beben más que yo. Alguna vez he estado bailando con una chica, me he ido al baño, he vuelto, y no he recordado quién era; entonces, he descubierto que era hora de volver a casa.
Cuando era niño y enfermaba de gripe, mamá me cuidaba como si estuviese paralizado. A mis manos llegaban platos de sopa de pollo, tazas con té, pastillas, cambios de ropa y libros para evitar mi aburrimiento. Ella me cambiaba el canal de la tele porque yo estaba demasiado débil y a veces hasta fingía interés cuando Optimus Prime era traicionado por Megatron, tras pelear en la presa de agua. En el colegio sabían que yo no mentía cuando decía que había estado enfermo y mis profesores me guardaban los deberes pendientes y alguna vez hasta postergaron una fiesta escolar. Era una estrella. Hoy, tengo infección de garganta por culpa del aire acondicionado, no me han atendido en la seguridad social en fin de semana y he bebido sopa de pollo de sobre; nadie me limpia la casa ni me da un nuevo pijama y en el trabajo me han pedido justificante porque no se creen eso de que me enferme después de volver de Malta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario