Una mañana me levanté y decidí ser idiota. Me parecía la solución a todos mis problemas: con ello dejaría de pensar mucho, de evaluar situaciones, pros y contras y sopesar lo sopesable. Andaría por la viña del señor como los demás, sin preocuparme por las cosas y dejándome llevar por el torrente de catastróficas desdichas sin siquiera notarlas, como los caramelos que flotaban en el río de chocolate de Willy Wonka, o mejor, como el salmón noruego que nada feliz hacia la boca del oso. Atrás quedarían esas tardes filosofales con Miles Davis como soundtrack, en las que me revolvía en mi sofá de piel envejecida intentando reorganizar mi vida tras la hecatombe (que yo mismo provoqué, one more time, por pensar mucho) que supuso mi divorcio sin papeles. Recuerdo como si fuera ayer cuando, decidido a reorientar mi vida, con una taza de té inglés en la mano (of course) me planteé la salida de la auto-lobotomía.
Entonces, como aún no me curaba de mi dolencia, hice una lista de cosas que me podrían conducir al encefalograma plano y por consiguiente,a tener más amigos, salir más, conocer gente y ser tan feliz como ellos parecían ser. En el top de la lista apareció el Síndrome de Peter Pan, cuyo exponente más cercano era uno de mis amigos divorciados recientemente. Tenía cuarentaymuchos y se había hecho un perfil de Tuenti, estaba inscrito en bailes de salón nocturnos y salía de fiesta jueves, viernes y sábado a donde le invitaran. Sin filtros. Follaba siempre (o eso decía) y hasta había quedado con una piba en New York para ponerla mirando al Hudson. Que sí, que luego la piba esa era horrible, pero al menos eso sólo lo sabíamos sus amigos más cercanos; a ojos de los demás, el pibe era un winner transoceánico. Y eso es lo que importa ¿no?
Como a ese ya lo tenía muy visto, apunté a otro ejemplar al que pegarme buscando la simbiosis. El paso uno de mi plan fue mimetizarme al máximo con ese individuo y dejé de leer libros escogidos al azar en la biblioteca (no vaya a ser que en mis charlas frente a un whisky barato se me escapara alguna cita de Wilde, y mi nuevo coetáneo me hiciera el vacío por ir de culto) y me instalé en el Iphone la app de MTV para ponerme siempre realitys tipo Jersey Shore. Empecé a desarrollar jaquecas, sí, pero mi nuevo amigo se sentía cómodo en mi presencia. El plan iba viento en popa y cada vez más mis salidas sin sentido fueron siendo más frecuentes. Me invitaban a todo y yo decía que sí. Que hay una fiesta en casa de un tío al que no conozco: yo iba y hablaba de Gran Hermano, fútbol y la música de Pitbull con la seguridad de un tertuliano. Que había una despedida de una bataclana en ciernes a la que yo ya había descartado de mi álbum de cromos, iba, tras terminar de cenar con mis amigos y pasando de frases tipo "Italia está gobernada por tecnócratas, como Cibertron por los Decepticons" a "Vaya temazoooo uuuuuuu". (Acepto que en ese momento reculé, al ver a un becario quedarse dormido en el jardín de la clínica Ruber, cuando ni siquiera era medianoche, pero mi plan era uno y ya no me podía echar para atrás. Acojonado, volví a entrar en el Doblón y aún con la certeza del daño posterior, me pedí un Johnnie Walker con coca cola, como quien dice en un restaurante mexicano de mala muerte: "sí, échame chile, que yo controlo".)
Las resacas de garrafón eran tremendas y me hicieron descubrir algo que jamás había experimentado (ni siquiera al beber una botella completa de whisky de 12 años, junto a mi hermano y mi tío, el ingeniero): la depresión post-party. Tirado en mi cama y temblando de miedo pensaba en las cosas que había dejado atrás, todas esas caminatas fructificantes en el Retiro, esos cafés con buena conversación, esas películas en el Instituto Francés, las tardes en el Thyssen. En fin, mi vida anterior ya no existía, pero tampoco la soledad del ente exclusivo. Ahora yo era muchos y todos mis nuevos amigos decían que eso era normal. Que de eso se trataba la vida, que había que beber sin desenfreno y pagando precios exorbitados por esa felicidad sociable. Mi cara era un poema los viernes por la mañana y mi cuenta corriente mostraba los signos de delgadez del buen soltero derrochador. Mi nevera pasó de tener verduras frescas a Aquarius y comencé a cenar arroz con atún de lo cansado que estaba a diario. Mis noches de cenas con amigos tipo suplemento dominical de El País ya eran historia. Eso no era guay, era de viejos. Lo "In" es quedar fuera y gastarse el dinero que no tienes en restaurantes con lucecitas violetas para luego beberte algo en un bar a juego. ¡Oh, qué feliz era!
Y digo "era" porque mi dicha se ha acabado. La careta se me cayó y mis antiguos amigos me han descubierto. No sé si fue porque alguno encontró este blog de escritos espasmódicos, o si en alguna noche de juerga en Huertas mi complejo de listillo quedó al descubierto en medio de esa sencillez suya que yo tanto añoraba. Nunca lo sabré, pero la cronología fue más o menos así:
- Dejé de ir a una cena, porque echaban una película genial en el canal Plus (dije que "había quedado", total, a Iván siempre le funcionaba esa excusa), al viernes siguiente hubo otra y la que suele organizarlas pasó de invitarme. Meses después me enteré que la cena era para presentarnos a su nuevo novio, del cual estaba orgullosa hasta el paroxismo. Aunque ella no supiese lo que significaba esa palabra.
- Volví a leer libros de Chesterton y a ver películas de Lars Von Trier.
- Asistí a un cumpleaños y me fui a los 20 minutos. Prometí a uno de los asistentes indicarle mi posición para que se me uniera, pero la cobertura era mala y mi mensaje le llegó dos horas después. Esa noche bebí un whisky bueno, en un sitio bueno, pero cuando vi que la compañía era mejorable en gran medida por la idea de volver a casa me despedí de todos como un gentleman y me fui (sospecho que aquí se gestó de verdad mi muerte, tenía que haberme largado como un patán, que eso está mucho mejor visto).
- Desempolvé mis discos de jazz. Recordé la diferencia entre Ella Fitzgerald y Nina Simone y lo que es peor: lo comentaba.
- Asistí a un brunch, propuesto por una amiga. Y a petición suya, invité a un tercero. La conversación pasó de fútil a agresiva cuando el tercero empezó a atacarme más de la cuenta. Mi gesto cambió y sentí vergüenza ajena sobretodo por cómo le miraban los de la mesa de al lado, que incómodos ante la sarta de palabrotas por segundo, dejaron su brunch a medio terminar y se llevaron a sus niños a un lugar mejor.
Entonces, me hundí. Volví a casa en metro comentando con mi amiga el incidente. Usando palabras adultas y sin grado de alcohol en la sangre. Me tumbé en mi sillón y, pensé que ese tipo de amistad no me gustaba. Eché de menos a Susana, agradecí haber conocido a Dario y valoré, como nunca a Arturo y a Sol. Como un autómata, abrí un libro de Sartre y leí " Exister, c'est être là, simplement". Sonreí, me serví una copa de vino y bloqueé en el Whatsapp a aquellos que ya no me servían. Llamé un amigo de verdad, le conté todo y me espetó una verdad como un puño: "no puedes cambiar lo que eres, si vas de tonto, tarde o temprano te descubrirás". Ese hijo de la grandísima puta (perdón por el exhabrupto, son rezagos de mis compañías pasadas) tenía razón, y di entonces el experimento por terminado. Podéis contar conmigo para la próxima Noche en Blanco.
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