Mis
abuelos se separaron cuando mi padre era un niño. De esa separación nacieron
dos familias, y de esas dos familias varios puñados de medios hermanos, que, en
el mejor de lo casos, eran mis tíos de cariño. Entre esos tíos había de todo:
un ratero desafortunado, una cocinera experta, un periodista frustrado, una
cantante sorda, un crack en los estudios, un policía y hasta un hijito de mamá
que se pasaba pegado a la falda de mi abuela y que, según decían mis tías,
aprovechaba sus momentos de soledad para hacerse pajas furiosas viendo con amor
una foto mal cortada de Olivia Newton-John, que tenía pegada en el cabecero de
su cama.
Y
ese tío, el pajero, fue el que me llevó por primera vez a ver un partido de
Alianza Lima.
Él
en realidad quería llevar a mi primo Javicho, hincha confeso de Alianza Lima y
cuyo máximo sueño era jugar en Alianza, o, en el peor de los casos, pertenecer
al Comando Sur. Pero Javicho jugaba al fútbol con la eficacia de un canguro.
Entonces, Javicho se conformaba con saber
todo sobre los jugadores de Alianza. Sabía si
eran hijos de algún ex futbolista, si habían metido goles en la segunda
división argentina, o si Elejader Godos los había elogiado una tarde de radio.
Javicho, terminado el partido improvisado frente a la puerta de casa, en vez de
sentarse con nosotros a hablar, corría a ver mi tio, el pajero, a contarle cómo
había intentado imitar a tal o cual jugador. Todos adorábamos a Javicho, pero
mi tío más, era su hijo imposible con Olivia Newton-John.
Por
eso, cuando Javicho me dijo que mi tío lo iba a llevar al próximo partido de
Alianza en Matute, no me sorprendí. Me jodió, sí, porque llevaba pidiéndole a
mi padre que me llevara más o menos desde que nací. Así que, adolorido, esa
noche mientras cenábamos solté la bomba.
- - Javicho se va a Matute el domingo. Lo lleva
mi tío Dino.
- - ¿Ah sí? – respondió mamá, mientras me servía
más estofado.
- -Sí ¿por qué él va siempre a todos lados, y yo
no, má? – pregunté, para luego soltar mi envidia a tope: – Si encima es una
bestia en el colegio y su abuela tiene que ir cada dos por tres a hablar con
los profesores.
- -Hijo, no hables así de tu primo – me regañó –
no hay que ser envidioso.
Me
tragué el orgullo con las papas huayro del estofado. Terminé de cenar, leí un
poco y me quedé dormido mientras mi hermano menor me hablaba de no sé qué
estupideces suyas.
Al
día siguiente, cuando llegué a casa con otro 18 en inglés en la mochila que ya
ni enseñé, mamá me dijo que mi tío Dino me estaba buscando. Fui cagado de
miedo, pensando “ya verás, como sepa que fui yo el que le pintó bigotes a las
calatas de sus revistas”. Lo encontré preparándose un cebiche de jurel, con su
inseparable amigo Cabeza è Comba y, casi sin mirarme, me dijo “Dice tu papá que
tú también puedes venir al estadio, así que el domingo vamos Javicho, tú y yo”.
No supe reaccionar, me quedé helado. Ni siquiera tengo camiseta de Alianza ni
nada – pensé-, y eso seguro que es obligatorio para entrar, como la insignia
del colegio cuando toca desfilar o algo así. Miré a mi tío, al jurel, a mi tío
one more time, a los limones, a la cebolla morada, al rocoto, a Cabeza è Comba
y solté, desde el fondo de mi corazón de niño aliancista feliz e ilusionado:
- - Oe Combita ¿Tú no vas a Matute?
Y se
cagaron de risa. Combita era de la “U”.
El
domingo, a las 6 de la mañana, yo ya estaba listo y en la puerta. Javicho vino
a buscarme como a eso de las 2. Tenía la camiseta de Alianza, el short de
Alianza, las medias de Alianza y unas adidas negras con rayas blancas. Yo
parecía Nobita, el niño que acompaña a Doraemon y mamá me había planchado hasta
el calzoncillo. Mi tío nos subió al vuelo en un micro destartalado que tardó
más o menos unos cuatro días en llegar desde nuestro barrio del Callao hasta la
Victoria, y nos dejó como a 20 kilómetros del estadio. Cuando llegamos a la
puerta de la tribuna sur, que era la nuestra, yo ya no me parecía en nada al
niño peinadito que había salido de casa y Javicho tenía la camiseta tan empapada
de sudor, que parecía que había jugado tres campeonatos relámpago. Mi tío, piadoso, nos compró una botella de
agua de 10 cl. Para los dos. Entramos.
A
mí, Matute, me pareció inmenso. La gente cantando, el olor a árnica, el césped
verde en casi toda la cancha, el señor que iba pintando con cal las áreas, el
túnel desde donde se vería cómo salían los jugadores, en fin, todo era fútbol.
Me sentía el niño más feliz del universo.
- -Gracias tío Dino, por traerme – le dije, con
sinceridad y toda la educación que me habían dado mis padres.
- - De nada – respondió, sin mirarme – tu viejo
ha pagao la entrada, yo no.
Y
entonces vi como una bolsa llena de orines le explotó en la cabeza al señor que
estaba sentado a nuestro lado. Se rió su
mujer, sus hijos, mi tío, Javicho y todo el Comando Sur. Yo estaba cagado de
miedo. Cuál sería mi cara de espanto que mi tío Dino me dijo que no me
preocupara, que ya había pagado pato ese gordo, que la próxima bolsa de pichi
iría ya para otra zona, que ya nos habían bautizado.
Del
partido no recuerdo nada, imagino que por el miedo constante a ser golpeado por
algún otro excremento o a que las bengalas que explotaban a medio metro de
nosotros me volasen algún dedo de la mano, como a los niños que salen en las
noticias en Navidad. Al salir del estadio bajamos andando por una de las calles
principales, siguiendo a la marea de gente aliancista que iba cantando feliz, creo
que tras haber ganado el partido. Javicho y yo íbamos abrazados, moviendo la
boca sin saber la letra de las canciones, como hacíamos en el colegio con la
segunda estrofa del Himno Nacional, cuando de pronto una explosión enorme hizo
que todos corrieran en dirección contraria. Mi tío alzó en peso a Javicho y lo
tiró por encima de unos matorrales, yo, más ágil, hice lo mismo casi al mismo
tiempo que él y, agachados, esperamos a que pasaran los policías con sus bombas
lacrimógenas y patrullas barriendo contra todo y contra todos. En cuanto la
cosa se tranquilizó, nos subimos a nuestro micro y volvimos a casa. Papá me
esperaba en el paradero, mi tío le dijo que unos huevones le habían tirado un
botellazo a un patrullero y habían hecho la cagada, Papá asintió, me dijo anda
a la casa yo de acá te veo y yo dije “Gracias tío” y obediente, me fui. Mamá
estaba bajándole la basta a mi uniforme, cuando me vio llegar.
- - ¿Qué tal hijo? – me preguntó – hueles a
meado.
- - Mamá – le dije, abrazándola – ha sido el
mejor día de mi vida. Seré aliancista forever.
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