jueves, noviembre 27, 2008

Anita, la ranita


Tiene pocos meses de nacida y creo que es la mujer más joven que me ha rechazado.

Raphael y Delphine llegaron a Madrid a mediados de la semana pasada. Me encontraron desempleado, confundido, en calzoncillos y leyendo el libro de Roberto Saviano. Mi vida había dado varios vuelcos sustanciales en los últimos días: me habían echado del trabajo, había recuperado mi visión periférica (trabajaba mirando a la pared), comprendí lo sufrido que era estar en paro, perdí la noción de en que día de la semana estaba, y Verónica me había mandado un mensaje llamándome cabronazo por decir que tenía una foto suya. Le pedí disculpas, y le confesé, una vez más, mis ardores sabrosones pero ella, como ya es costumbre, ignoró mis proposiciones y me condenó a vivir pendiente de sus silencios.

Mis amigos franceses traían en brazos a su pequeña, a la que, en un arranque de creatividad rebauticé como Anita la Ranita después de ver sus fotos en Facebook, y quedar asombrado por lo enorme de sus vivaces ojos azules. Con los que me deslumbró en nuestro primer encuentro. No gracias, dije, cuando me la ofrecieron. Me da terror tener un niño en brazos, y por eso días antes había declinado también a sostener a Piero, el hijo de mi querido amigo Dario. No es grave, me dijo Delphine en su encantador español, le gusta estar parada todo el tiempo. Y Sol, aún viendo el terror en mis ojos me acercó a Anita y no me quedó más remedio que estirar los brazos y lo que nos pase pasará, lo que venga ya vendrá. La sujetaba de las pequeñas axilas y ella me clavaba sus ojazos azules, y, sonriente, parecía decirme ¿ya ves huevón? yo me paro sobre tus rodillas y tú quedas como campeón. Un segundo después vomitó algo blanco sobre mi pijama.

Después de una ducha de purificación caminamos en dirección al parque de El Retiro, que resulta que estaba bastante más cerca de mi casa de lo que yo creía. Subiendo por Menéndez Pelayo me imaginé a Bayly volando cual mariposa con flequillo hasta aterrizar sobre el asfalto, y no pude reprimir una malévola sonrisa. Anita, que me veía desde dentro de su carrito, fue cómplice de mi disfrute y momentáneamente se unió a mi celebración particular con una de esas sonrisas de bebé que hacen que todos los adultos saquen sus cámaras digitales para inmortalizar el momento. Sol y mis amigos, que caminaban a dos metros de nosotros, hablaban en francés de la reforma del sistema educativo en La France. Qué conversación más aburrida ¿no, Anita? le susurré, acercándome, y ella me respondió con un gugugú y un escupitajo que se escurrió por su mejilla derecha. Asumí que esos gestos significaban, estoy contigo mi hermano, estoy contigo.

Dentro del parque, Raphael retomó las riendas del carrito y yo volví al lado de Sol que parecía necesitar mi presencia. Le pregunté si le hacía ilusión tener un hijo, me respondió No sé ¿y a ti? No quise engañarla y le respondí que quizá sí, pero no con alguien que responde a preguntas tan importantes con un "No sé". No nos hablamos a lo largo de todo la avenida del Ángel Caído, ella se dedicó a interactuar con sus amigos y yo jugaba con las hojas secas del otoño. Un juego que inventé siendo un niño y que consiste en levantar con el pie una hoja, hacerla volar, y antes de que caiga al suelo, recibirla con el otro pie. Era más fácil hacerlo con diez años, con treinta y dos es más jodido y la gente que pasa se ríe un poco del gilipollas que juega con las hojas. Anita me veía desde su carrito y parecía querer aplaudir con sus manos gorditas y rosadas. Le guiñé un ojo, agradeciendo su aceptación.

Cuando la tarde acababa volvimos a casa y, ya amigos, Anita y yo nos sentamos en el sofá del salón. Le hablé de mis amigos lejanos, de chicas, del Ford Mustang, de George Harrison y del concierto de Oasis para el que tengo entradas. Ella jugaba con una cosa que parecía una representación plástica de un átomo y que dentro tenía bolas de colores que hacían las veces de cascabel cada vez que ella las movía. Imaginé que días antes mi trabajo era para mi como ese cascabel que yo movía cada vez que estaba aburrido, igual de inútil, igual de consolador cada fin de mes.

Mamá llamó y me contó que mi hermano estaba celebrando en casa su aniversario de boda, al que obviamente, no estaba invitado. Es que tienes visita pues hijito, me dijo mamá, disculpándolo, y yo le dije que no creía que fuera por eso, y que ahora que lo pensaba, él era el único que no me había llamado para darme el pésame por lo del despido y para interesarse por mi estado de ánimo. Ella disimuló como pudo y me habló de la cena de navidad, que ya está encima y preguntó si estaría en Madrid para cenar juntos. La toreé como pude y, minutos después de colgar, me llamó mi hermano para ver cómo estaba y cómo llevaba lo del despido, bien bien gracias, hablamos luego, que tengo visita.

Anita la Ranita se fue el martes a primera hora. Habíamos planeado comer juntos, pero Raphael confundió la hora de su vuelo a París y cuando se dio cuenta del error tuvieron que salir corriendo con el jersey puesto al revés y arrastrando la maleta a toda velocidad por la avenida Ciudad de Barcelona. Sol y yo despedimos a nuestros amigos, y vimos que Anita se había quedado dormida en el carrito y, para no despertarla, no le dimos el besito de la despedida. Creo que cuando la volvamos a ver será 2009, ya tendrá dientes y dirá algunas palabras en francés, pocas, como yo. Volverá a verme con sus ojazos azules y otra vez le susurraré Qué conversación más aburrida ¿no, Anita?, cuando sus padres y Sol hablen, me imagino, de la crisis del petróleo.

jueves, noviembre 20, 2008

P.Y.T.



La conocí cuando, como dice mamá, todavía no sabía ni limpiarme la nariz, y, se podría decir sin ningún miramiento, que simple y llanamente, me folló.

Yo solía jugar con mis amigos en cualquier parque, acera, calle, basural o pampa que hubiera disponible en el barrio. Ellos llegaban con la pelota, y nos poníamos a dar patadas hasta que a alguna remendada zapatilla se le saltaban los puntos de sutura o la noche temprana limeña (a eso de las 6 de la tarde al sol ya le entraba el sueño) nos mandaba a todos a casa. Calculo, mal como siempre, que yo tendría 14 años y ella 23. Era amiga de mis tíos malotes y, como todas sus amigas, estaba buenísima, y su reputación, como diría Arjona, eran las seis primeras letras de esa palabra. En esos días, en que Optimus Prime dominaba el mundo, y Vicky la Robot era la mujer de mis sueños, mis fuerzas se iban en perseguir sin éxito a Magaly, mi amiga rubia que años después engordó como una foca. Mis amigos me dijeron ya no riegues esa flor y por eso, cuando me convencieron a punta de escupitajos y chicles pegados en el pelo, decidí dejar a la gringuita para mejor ocasión y me fui, con ellos, a una de esas fiestas que mamá me había prohibido con ahínco, puros palomillas, decía, ¿qué vas a sacar yendo a esos antros?.

No necesitaba más argumentos, además, yo sabía que a esas fiestas de luces no iba, precisamente, la crema y nata del barrio. Aún así, y sin que sirviera de precedente, seguí a mis amigos a la fiesta haciéndoles prometer que nunca más me arrojarían al río Rímac y que además me devolverían la pelota que con tanto trabajo había robado a Gino. Sí, si huevón, me dijeron, pero espéranos a las nueve en la puerta del Santa Ángela. El Santa Ángela Merici era un colegio parroquial que inculcaba a sus alumnos el valor de la cristiana, lo bonito que era el mundo visto desde los cristales tornasolados de la iglesia, y que, los fines de semana y fiestas de guardar, alquilaba sus canchas de basket para hacer fiestas y vender alcohol a menores de edad. A las nueve, a las nueve, dije y corrí a casa a planchar mi ropa fiestera.

Hice de todo hasta que el reloj de la iglesia marcó la hora indicada: di mil vueltas al parque, y me encontré cinco soles; fui hasta la casa de Magaly y vi desde abajo su ventana, imaginando que de la nada saldrían unos mariachis y cantaría eso de mujer abre tu ventana para que escuches mi voz; volé hasta la cebichería del barrio y pregunté por Pepe, el bajó, hablamos, y tuve una coartada; caminé lentamente hasta el Santa Ángela y comprobé que mis amigos no habían acudido a la cita. Así me encontró ella, vestido y alborotado.

Dijo mi nombre, estás muy guapo, y yo sonreí, temblando de frío y seguro de que mi colonia se había esfumado ya. Me cogió de la mano y yo, hipnotizado por mi primera sirena, me dejé llevar. Subimos por Morales Duárez, por los jardines que años más tarde un alcalde gay tiraría para ampliar la carretera, y en uno de esos jardines, nos escondimos. O mejor dicho, ella me escondió, como las arañas esconden a las moscas que van a desangrar. Desde mi ubicación podía ver claramente la casa de enfrente, y mientras Ella-Laraña iba destejiendo mis ropas vi a un hombre fumar plácidamente en el segundo piso, quizá pensando en el duro día que había tenido en su trabajo. En la ventana de al lado, una abuela sacudía unas mantas, alumbrada por una débil luz, y en la de más arriba una grácil jovencita, a la que encontré bastante atractiva, se peinaba como diciendo espejito, espejito.

Ella-Laraña saltó sobre mí y encajé a la perfección. Asombrado estaba de que las cosas fueran tan fáciles. No sé por qué, me vino a la mente el cuento de la liebre y la tortuga, y, minutos después, cuando ella seguía moviéndose y blanqueando los ojos, me vino también el de la cigarra y la hormiga. Pero no recordé las moralejas. Gritó como una loba herida, y apoyó sus dos manos (que hasta entonces movía como un ahogado que quiere llamar la atención de los que están en la playa) sobre mis inexistentes hombros. Pesas, le dije, y ella me besó en la boca justo antes de separarse de mí. Este secreto que tienes conmigo nadie lo sabrá, chibolo, me dijo, y sacó de su bolso un cigarro que sirvió para explicar el sabor a ruda de sus labios. Me acomodé la ropa y dejé a Ella-Laraña patas arriba, en su madriguera, casi dormida. Volví al Santa Ángela y encontré a mis amigos en la puerta. Le hemos visto una teta a la hermana de éste, dijo uno, con tanta emoción que se le cortaba la respiración, y tú, ¿por qué has llegado tarde?
Los vi entonces como los niños que eran, y respondí con la verdad: es que estaba cachando. Me miraron con los ojos como platos y, segundos después, estallaron en contagiosas risas. Y así entramos a la fiesta de luces, riendo y seguros de poder tocarle el culo a alguna, que para eso son las fiestas ¿no?

A Juliette.

martes, noviembre 18, 2008

Hoy corren malos tiempos, ya lo sabes buen amigo


Fue un viernes cualquiera, tal y como lo esperaba. Al menos tuve tiempo a recoger mis cosas y despedirme de los que quedaban en la empresa, no como Jonathan que llegó un lunes en taxi porque se le había jodido el coche y se encontró con la carta de despido encima de la mesa. Lo mío fue bastante mejor, casi un alivio, podría decirse.

- La empresa ha decidido eliminar tu puesto de trabajo. Lo sentimos, es la crisis, las ventas han bajado, blablablabla.
- Ya lo sabía. Sólo me preguntaba cuando pasaría.
-¿Y cómo lo sabías? - jodida, le hubiera encantado ver mi cara de desolación- nadie lo sabía.
- A ver, cualquiera con dos dedos de frente nota que esto se va a pique, que las ventas bajen un 40% no es normal. Además vi al japo que vino a dar collejas a Ángel la semana pasada.

Es raro comprobar cuanta gente te aprecia, y más aún en estas circunstancias. Rafa no sabe qué decir, me mira con los ojos anegados, estás bromeando, ¿verdad?, pero le enseño los dos cheques del finiquito y se llena de rabia, desolación, confusión. Mi otro compañero también, hemos tenido altibajos pero pasábamos más tiempo juntos que con nuestras familias, aunque no lo quieras la costumbre es muy fuerte y no ver mi cara sudamericana cada mañana seguramente que dejará un vacío en su maño point of view. Rocío se acerca también, dame tu móvil, pide, y yo, atento a mi público femenino, la complazco.

- Hombre, nosotros parecemos más afectados que tú.
-Lo sé, Mercedes, pero en estos momentos no siento pena, ni nada que se le parezca. Es una putada, pero al menos me voy con varios miles de euros.
- Ah si, eso. Si quieres puedes hacer revisar el finiquito por un abogado...
- No, thanks. Por dinero nunca he discutido, terminemos esto rápido porfa, he quedado para comer a las tres.

Roldán me dice que a Adán también lo han echado, pero que con él no se han reunido como lo han hecho conmigo. Le han dejado el cheque en la mesa y si te he visto no me acuerdo. Mi jefe me paga un café y se lo acepto aunque odio el café de la máquina porque sabe horrible. Si Dario, mi amigo italiano, bebiera esto, seguro que sufriría una parada cardiorespiratoria. Llega Julio también (y pienso que le importo más que Adán, y me da un poquito de alegría), te llamo para ir al Bernabeu, me dice, te tomo la palabra maricón, respondo, y todos se horrorizan porque acabo de llamar maricón a la segunda persona más importante en la empresa.

- En este momento donde más valor tienes es en la competencia - dice mi jefe.
- No le des ideas, joder.
- No cerraré ninguna puerta, eso es obvio.
- Voy a por los cheques - dice la jefa de recurso humanos, que ha tenido una hija, y a la que le ha quedado un culazo de negra después del parto.
- Ya que bajas - digo, cogiéndola del brazo - súbete también unos boquerones y una caña.
- Para mí un cortado - dice mi jefe - que acabo de comer.
- Hombre, un vermú me vendría genial - la remata Mercedes.

Vacío mis cajones y con cada cosa que meto en mi bolsa siento, aunque no lo crean, como si me quitara un gran peso de encima. Es verdad que quedarse sin trabajo es una putada, pero yo estaba desesperado por salir de esta empresa en la que cada día comprobaba que no tenía futuro alguno, y que hacía que cada mañana me costara más levantarme para ir a trabajar. La única ilusión que tenía era poder escribir en los miles de ratos libres que tenía, y eso hacía que no sintiera que, ese día, había perdido tiempo valioso de vida.

Bajo al parking (me he colado) después de despedirme de los que quedaban y cuando voy a entrar a mi coche veo a mi compañero que baja sudoroso las escaleras. Te has dejado esto, me dice, y me da los regalos que Luismi y él me daban de vez en cuando: dos llaveros del Real Madrid, un perro RFID y un muñeco vudú con el traje típico de Aragón. Gracias, brother, buena suerte. Arranco y me voy escuchando Free Falling. Me siento Jerry Maguire.

Ya en casa, y después de contarle a Sol la noticia decido hacer una última broma a mis compañeros. Abro mi correo y escribo: por favor, no le enseñes este mail a nadie, sé que puedo confiar en . He olvidado algo importantísimo en el tercer cajón de mi escritorio, es una foto de Verónica. Está desnuda. Por favor, escóndela y no se la enseñes a nadie, ya te llamaré y quedaremos para que me la des. Mil gracias.

Cierro el correo y me río a carcajadas. Los gilipollas deben estar buscando la foto hasta el día de hoy. J' suis le diable et m'habille en Prada.Cursiva

martes, noviembre 11, 2008

A Huacho me fui


Tengo zapatos negros y calcetines blancos, me peino como Chayanne en el vídeo de “Completamente enamorados” porque una flaca me dijo que me parecía, y yo, huevón al cubo, le creí. Escucho doble nueve porque toda la gente de Miraflores escucha doble nueve. Yo no vivo en Miraflores pero paro por ahí, camino por sus calles. A veces, cuando me siento derrochador, me tomo una cocacolita en alguna cafetería de Shell, ¿quiere alfajores con su gaseosa joven?; no señora la cocacola nomás. Me he comprado unas Nike viejas en la cachina, de esas con un bolita en la lengua que sirve para llenar de aire las suelas y poder saltar mejor cuando juegas al basket. Pero no juego al basket. Tengo medias Nike también, compradas en el mercado central, o sea, más falsas que cachetada de payaso. Un tío me trajo un levi’s de segundamano que compró en Miami, y no me lo quito ni para dormir, y encima, una camiseta negra de Queen, porque, si no le he dicho antes, soy fan a muerte de Queen, el namber güan.
Un patita del barrio dice que sabe más de Queen que yo. Habla inglés y por eso le gusta humillarme preguntando ¿cuál es tu canción favorita? ¿Bohemian Rapsody?¿y esa en qué disco está? Yo casi nunca le respondo, es un huevón, se cree lo máximo porque habla inglés y va a la universidad. Todos los idiotas que conozco van o han ido a la universidad. Sus viejos viven en Roma y le mandan Cd’s que él escucha a todo volumen en su aiwa nuevecito, haciendo retumbar las lunas de todo el barrio. Ojalá revientes, huevón.

Me he comprado una gorrita de los Bulls, pero no sé si juegan al baseball o qué. Se la vi a uno por la tele y dije yo también tengo que tener una, y se la compré a un ambulante del Callao. Aproveché para comprarme otro polito de Queen, y un casette pirata con los best of, que me han dicho que significa lo mejor, así que deben estar todas las canciones que me gustan, que son esa de los campeones y A Huacho me fui, que no se llama así, pero es así como yo la pronuncio. Mis amigos se matan de risa cuando canto esa canción, y algunos me llaman Mercury de Huacho, que es mejor que Chayanne de Bocanegra. Ese apodo me lo puso el huevón ese que sabe inglés y por eso se cree la mamá de los pollitos. Sal de acá, oye.

Me gusta su hermana, se viste bien, la mejor forma de acercarme a ella es a través de él. Le regalaré un CD de Queen. No, mejor se lo pido a un amigo y se lo enseño nomás, no me alcanza la plata para más.
He acertado, lo ve y pregunta, tú has escuchado esto, y yo que creía que eras loco Greatest Hits. Sonrío para caerle bien, pero a los cinco minutos se aburre y se va. Su hermana se demora un poco más y se aburre de mi a la semana. Mi amigo me pidió el CD que me prestó, algo de la ópera o no sé qué. Yo sigo sentado en la puerta de mi casa, dejándome crecer un bigotito a lo Freddie. Escucho doble nueve a todo volumen para que la gente crea que sólo escucho doble nueve y cuando veo pasar al idiota junto a su hermana los saludo, y pienso que algún día también yo sabré inglés y nadie podrá burlarse de que sólo sé dos canciones de Queen. Porque si no lo he dicho antes, soy fan de Queen, el namber güan.

lunes, noviembre 10, 2008

El Hijo de Chaparrón Bonaparte


Sus tías eran las más peligrosas del barrio, y hasta los malotes les tenían miedo porque a su paso dejaban corazones rotos como si fueran hojas secas. Ellas solían llevarlo al colegio, y nosotros, niños de su edad, lo veíamos llegar siempre escoltado de ese par de gemelas rubias a las que hasta el viento parecía respetar dejando sus diminutas faldas quietas y libres de cualquier movimiento traicionero. Chaparrín se despedía entonces de sus tías, se acomodaba las gafas y entraba en el colegio feliz, seguro de haber escrito las poesías, y hecho los dibujos y cálculos que sus profesores le habían asignado el día anterior. Aún así, mientras se paraba en la formación (derechito, faltaba más), revisaba por si hubiera olvidado algo en casa en su mesita de estudio, al lado de su bote de crayolas y las plastilinas con las que no tan secretamente jugaba en uno que otro recreo.

Lo odiábamos. Su cabello castaño oscuro estaba siempre bien peinado y olía a frutas, a años luz de nuestras cabezas de choza despeinadas, apestosas e invadidas por algunos piojos traicioneros, que, en calidad de okupas, llegaron al colegio en la pelambre de Maribel y como buenos troyanos se esparcieron por donde se les dejó. Pero Chaparrín no tenía ni uno solo. Le pregunté (rascándome) alguna vez su secreto y me dijo que su mami le lavaba el pelo todos los días, primero con pulitón, después con jabón marsella y al final con shampoo Ammen y acondicionador Bonabell. Lo del acondicionador lo tomé como una exageración suya ante mi estúpida pregunta, hasta el día en que cuando volvíamos a casa vi a su madre haciéndole hola desde una esquina y levantando la botella de Bonabell como si hubiera ganado un Oscar a la mejor lavapelos.

Chaparrín tenía un nombre bastante común: Pablo; lo distinto en él eran sus apellidos italianos: Moratti Grosso, demasiado finos para mi chusco barrio. Por eso, cuando mis tíos supieron que mi amigo, la mierdita de niño esa con gafas, el enclenque mocoso que iba a todos lados con un libro, el que se agachaba cuando pasaba un avión, ése, era sobrino de las gemelas Grosso, nos invitaron a los dos (en un principio fue a él solo, pero no me traicionó y pidió que fuera yo también) a un clásico Alianza Lima - Universitario.
La señora Grosso (sólo la llamaba “mamá de Chaparrín” cuando no me oía) vino a casa a conocerme, antes de dejar que su primogénito y yo fuéramos a ese antro de malandrines que era Matute, y acompañado encima de dos muchachos que, no nos engañemos, vecina, no son de lo mejorcito del barrio. Mamá no defendió a mis tíos, dijo a la señora Grosso que eran unas balas perdidas, sí, pero que se dejarían despellejar antes de que me pasara algo malo, y por la misma razón, vecina, su hijo estará seguro. Chaparrín y yo hacíamos como que jugábamos con un He-Man que le había robado a Pepe y sonreíamos felices, sabedores ya de que con ese tecito compartido en la mesa de mi casa, nuestras viejas habían aceptado que fuéramos al partido.

El día del clásico, busqué infructuosamente una camiseta de Alianza para ponerme. Mis tíos tenían las suyas, pero no las usaban desde que Marquinho las firmó una tarde que se lo encontraron en una cebichería de La Punta. Cuando salimos de casa Chaparrín estaba ya esperándonos, vestido de arriba abajo con el uniforme de Universitario, y a su lado, Chaparrón Bonaparte, su viejo, nos miraba con más pena que gloria. Mucho cuidado hijo, suspiró como toda despedida, y se esfumó caminando como intentando recordar algo importantísimo, hasta doblar la esquina. Subimos al micro que nos llevaría hasta Matute y de camino Chaparrín aprovechó para practicar un poco de suma de fracciones en un par de hojas sueltas que, una vez llenas hasta el último rincón, dobló cuidadosamente y las metió a su bolsillo para al bajar tirarlas en la que seguramente sería la única papelera de todo el distrito de La Victoria.

Disfrutamos como locos, Alianza ganó y Chaparrín pasó desapercibido en la tribuna Sur gracias a que mis tíos lo envolvieron con una enorme bufanda. Verlo era como ver una momia aliancista con gafas, asustada por haber resucitado en medio de un partido tan importante. Mis tíos hicieron todo el camino de vuelta cantando, Chaparrín y yo hablábamos, creo, de la última película de Superman, y por ambos lados nos flanqueaban más barristas de Alianza que dejaban sentir a los demás transeúntes su alegría pateando sus coches y tocándole el culo a sus mujeres. Hasta que, de un rincón magico, salió un patrullero y nos dispersó con dos disparos al aire. Chaparrín y yo corrimos hacia el sur, quizá porque nuestro hipotálamo estaba ya sugestionado tras noventa minutos saltando en ese punto cardinal, y los cabrones de mis tíos salieron disparados en dirección contraria. Vimos callejones, borrachos, callejeros, basura, cantinas, más basura, perros, semáforos malogrados, un par de putas, el Estadio Nacional y descubrimos que no estaba tan lejos del de Matute, ambulantes, un taller de bicicletas y otro de lunas, tiendas de ropa, chifas al paso, pollerías, cebicherías, anticucherías y una comisaría. Allí se metió Chaparrín, con toda la calma del mundo y me dijo sígueme.

Dos horas después estábamos en casa y cómo deja a sus hijos al cuidado de esos vagos, señora, suerte que aquí el chibolo se sabía la dirección completa señora, con código postal y todo oiga usté, y dice que esta bufanda es de uno de los no hallados, señora, y en cuanto vuelvan esos pendejos me los manda a la comisaría más cercana para aunque sea asustarlos, buenas noches señora, y esteee, esas señoritas que me abrieron la puerta son sus hijas, señora, con todo respeto, claro está.
Mis tíos aparecieron al día siguiente. Tuvieron que caminar hasta el paradero de combis y esperar al chofer que los conocía. Cuando supieron que estaba seguro en casa les volvió el alma al cuerpo, pero las gemelas Grosso no les perdonaron el incidente Chaparrín y los castigaron para siempre con el látigo de su desprecio. Como a todos los demás.

jueves, noviembre 06, 2008

Encuentros lejanos del tercer tipo


- Un día estuve a punto de morderte el culo.
- Será verdad.
- Of course flaca, es verdad. Fue el día que te ayudé a mover unas cosas, yo estaba agachado y tú acomodando bultos.
- Y te puse el culo en la boca ¿o qué?
- Más bien “o qué”. Fue pura casualidad. Una botella rodó hasta tus botas y cuando la recogía te tuve a tiro. Fueron segundos de ansiedad, ¿muerdo o no muerdo?
- Me parto, chaval.
- Ya, y yo ¿le hinco el diente o no le hinco el diente? Pero al final me cagué y miré a otro lado.

La habitación es gris perla, hay dos ventanas cubiertas con cortinas de tul, como las que se ponen en las cunas. Nadie puede ver desde fuera pero desde dentro la vista es perfecta: hay árboles, coches que pasan a velocidad luz y, lejos, cuatro edificios altísimos que cortan el horizonte. En las mesas de noche hay chocolates y vino, lamparitas que sudan luz ámbar y un teléfono por si el señor necesita algo. Sobre la cama, un cuadro de Degas, con cuatro bailarinas de vestido blanco trazando una coreografía más perfecta que la que minutos antes se desarrollaba debajo de ellas.

- Creí que esto nunca se iba a dar.
- ¿Por?
- No sé, siempre guardaste tu distancia.
- Pero si eras tú el que decía que estaba enamorado hasta los huesos.
- Y lo estoy, pero eso no tiene nada que ver. Creía que yo no te gustaba, te lo pregunté mil veces y nunca dijiste que sí.
- Es que no quería problemas – pasa un dedo por su cara, y se le estremece el meñique izquierdo del pie derecho – soy una cagona.
- Eras, preciosa -le besa el cuello -, eras.

Han llegado en el coche de ella. Lo dejaron en el discreto parking del hotel a salvo de algún inoportuno vecino que pudiera reconocerlo. No había tampoco nadie en recepción, una máquina les dio un ticket y una llave al entrar y pagarán con tarjeta al salir. Nadie los vio, no hay testigos. Sólo ellos dos que ahora, felices, retozan bajo ese techo alquilado, sintiéndose vivos, deseados, guapos, sexys, y con la adrenalina fluyendo y algún otro cosquilleo en el pecho que no saben explicar. Quisieran arrepentirse pero saben que el único reproche que se hacen es no haber estado juntos antes, cuando el cuerpo y el cerebro lo pedían, pero las dudas y la caduca moral inculcada jodían la situaçao.

- ¿Por qué me miras así?
- Pienso en tu novia.
- Yo no pienso en tu marido, pienso en ti – responde incómodo y se separa un poco instintivamente.
- ¿No sientes nada de culpabilidad?
- No.
- ¿Cómo lo haces?
- Es un sueño, no hay nada de que arrepentirse.
- No es un sueño, tócame anda, tócame aquí, no soy un sueño.
- Sí lo eres. Aunque te toque y toque algo, seguramente estaré tocando una almohada ahora, y hace un rato habré tenido sexo con mi colchón.
- Que no, joder. No puedes estar tan seguro.

Sí lo está. Aprendió a reconocer los sueños cuando era niño, y mojaba la cama. Mamá le dijo que en los sueños la gente parece real pero no lo es. Que él en sueños era inmortal y así como podía volar y atravesar paredes, podía también decidir cuando dejaba de soñar y levantarse a mear al baño. No podré mami, dijo, pero ella le acarició la cabeza y le dijo duerme a mi lado y estaré en tu sueño, si ves que no puedes escapar yo te ayudo. No fue necesario, esa noche él sintió que el sueño se volvía raro y despertó a voluntad. Las primeras gotas de orina habían asomado, pero no lo suficiente para declarar la catástrofe de cada mañana. Orgulloso, se quedó en vela las horas restantes, hasta el amanecer.

- No importa, flaca, disfrutemos. Te voy a demostrar que esto es un sueño.
- ¿Cómo?
- Siéntate aquí – le dice, y la acomoda sobre él, acoplando cóncavo y convexo – ahora, tendrás un orgasmo entre nubes.

Y la habitación desaparece y vuelan como Alladin sobre una nube blanca hasta llegar a ver la ciudad como una inmensa y horrible maqueta reseca con cientos de coches diminutos que cruzan serpenteantes carreteras marcadas por cartelitos azules. Ven un aeropuerto y polígonos industriales. Ahí está nuestro hotel, dice ella, casi en éxtasis, sin dejar de cabalgar y él, sonriendo, le quita los cabellos negros de la cara y le dice ¿ves como era un sueño?, disfruta, flaca, disfruta. Bajan encadenados a su cama y las bailarinas dejan su coreografía para recibirlos entre aplausos.

- Descansa – le dice, y la acuesta como se acuesta a una amazona herida.
- Estoy muerta, pero feliz – le responde, con una sonrisa hermosa y los ojos cerrados.
- Me voy, flaca, es hora de despertar.
- ¿Ya?¿Tan pronto? A veces sueño que no amanece, que nos perdemos.
- Eso es de Alejandro Sanz – le susurra, y mientras le lame el vientre remata:- hasta tus palabras son mías.
- Vale, vale, es un sueño. Pero antes que te vayas, hazme un favor, que no se cuando volverás a soñar conmigo.
- Dime
- Muérdeme el culo

Él sonríe de lado y tras cumplir con la petición de su onírica compañera se despide prometiendo decirle, en cuanto despierte, que ha soñado con ella, a su álter ego real.

- ¿Me darás detalles? O sea, no a mí, a mi yo real.
- No creo, tu yo real no es tan permisiva.
- ¿Entonces?
- Le diré que he soñado contigo, o sea con ella, y cuando pregunte qué soñé, le diré que es un sueño no apto para un niño de cinco años.
- ¿Y ella entenderá el mensaje?
- Claro, es muy lista, estoy seguro que lo entenderá.

lunes, noviembre 03, 2008

Patrón patrón, sirva usted más caña


Sol, mi hermana y yo compartíamos el espejo y el maquillaje como tres amigas íntimas que iban a su primera fiesta de halloween. Me quité todos los complejos homófobos que papá me había inculcado desde niño y disfruté al máximo ese momento de complicidad bañado en maquillaje blanco y negro. Mi hermana se delineó los ojos como una egipcia y Sol se dibujó una telaraña en la mejilla izquierda a modo de tatuaje-cicatriz. Yo estaba súper preocupado en definir de la mejor manera posible los contornos de mis ojos y lo que parecían ser sombras alrededor de los párpados. Cuando al fin, con ayuda de mi hermana, lo conseguí, me embadurné el resto de mi cara con maquillaje blanco. El doble de Gene Simmons estaba casi listo, aunque la peluca negra y sus cabellos demasiado alisados, me hacían ver como el miembro samurai descartado de Kiss, el número cinco. El resto de mi disfraz estaba hecho con trozos de lo que en vida fue el parasol de mi coche, cortado con suma habilidad y transformado en pecheras, calzoncillos, guantes y botas plateadas de plataforma. Era como el drag queen que papá siempre soñó (en pesadillas) que sería y que vio alejarse aliviado cuando supo que me había levantado a mis primas que no eran horribles (tres) y a alguna de sus medio hermanas. Éstas, por decir algo en mi defensa, jugaban con el rabo más que la Pantera Rosa, no nos engañemos.

Apagué las luces, y llené la casa de velas. Cubrí las caras de los Beatles en mi reproducción del disco Abbey Road con calaveras que dibujé en dos minutos y mi centro de mesa lo formaba una calabaza con dos velas naranjas en su interior. Los invitados empezaron a llegar. El primero fue el Nero, disfrazado de Jason y desbordante de alegría por haber ido, por primera vez, al Teatro Español. Me recomendó febrilmente que viera el musical Sweeney Todd al que había asistido con una amiga que, no hizo falta aclararlo, no era la China pues todos sabemos que ésta prefiere quedarse en casa a jugar a las cartas, los viernes por la noche. O cualquier noche.

Luego llegaron Chucky, su novia, y su retoño en brazos. Minutos después el diablo gordo (mamá) y un poco después la niña del exorcista, el padre Merrin y una bruja en minifalda, a la que bautizamos como La bruja de Casa de Campo; 30 mamada, 50 completo.

La música inundaba el salón y Gene Simmons samurai bailaba con quien quisiera pegársele. Sol preparó un cóctel explosivo que en primera instancia, y para no mezclar con mi whisky, rechacé. El Nero se bebía todo lo que había en la mesa y no llegué a tiempo para detenerlo cuando se zampó de un solo trago el ambientador que compramos en el Pottery Barn de la avenida Broadway. Muy fuerte, dijo, y su aliento olía a lavanda.

Ya iba por mi tercer cubata, según Chucky, cuando la Muerte, el Monje loco y su mujer hicieron su aparición. El Monje me vio desde lejos y gritó de alegría pues para nadie era un secreto que tiene el Lp Dynasty de Kiss y lo usábamos cuando yo era niño para asustar a los conejos de la abuela. Nos hicimos una foto juntos, pero la mujer del Monje huyó despavorida cuando la miré fijamente a los ojos y saqué la lengua a modo de saludo. No quiso mirarme durante el resto de la fiesta, pero le robé una foto con la complicidad de la Muerte, que sonreía divertida mientras nos bombardeaba de flashes.
Seguimos bailando y la música criolla se mezclaba con Bisbal, The Who y la banda sonora de La Profecía. La media luz ayudaba al anonimato y cuando llegaron los amigos de Sol me acerqué a saludar sin reconocer a Angie a quien creo que me habrán presentado unas trescientas veces, más o menos, y siempre olvido. Lo que queráis, les dije y señalé la mesa en la que el Nero seguía sirviéndose copas, escondido bajo la impunidad de su máscara. Suerte que este Jason no tiene una motosierra, pensé. Diablo gordo, como siempre, se adueñó de la casa y entraba y salía de la cocina con hielos, paté y lo que encontraba a su disposición. Sol me pidió que buscase su cámara, pues según ella, yo era quien la había perdido. Bebí un trago de su cóctel y entré en la habitación, buscando entre el montón de abrigos. Al sentarme, el mundo me dio vueltas y decidí recostarme hasta que pasase el mareo. Desperté a las diez y media del día siguiente.

En el sillón estaba el Nero, que como buen peruano no europeizado se quedó hasta las últimas consecuencias. Mamá y mi hermana también dormían, una en el sofá y otra en una colchoneta que tenemos para casos de emergencia. Todos los demás se habían ido ya, dejando tras de sí un rastro de botellas vacías, latas de cerveza, una fuente rota, discos de salsa usados como posavasos y una olla de sopa que, sin que nadie me dijera, supe que habría hecho mamá, a eso de las seis de la mañana. Sol me pidió que no la despertara, y me miré al espejo para ver cómo había quedado mi cara después de tanto jaleo. Tenía todavía restos del maquillaje y Gene Simmons me sonrió desde el reflejo, y me pidió que la próxima vez no combine los tragos porque nos perdemos lo mejor de la fiesta, asshole y I wanna rock and roll all night, babe. Han pasado dos días, y la cámara todavía no aparece, sospecho que en mi embriaguez la dejé junto a una botella de Bacardi y el Nero, cual aceituna en Martini, se la bebió y ahora dispara flashes cada vez que eructa.

martes, octubre 28, 2008

Greased Lightnin'


Sapo Gordo llegó al taller contento, rojísimo, y lleno de una conchuda vitalidad. Nos encontró barriendo la grasa con aserrín, y saludó efusivamente al profesor Palpa, encargado hasta fin de año de enseñarnos todititos los secretos de la mecánica automotriz. Después del abrazo, le dijo algo así como ahí te dejo a mi cachorro, y, posándose sobre sus cuatro patas se fue dando saltos y croando por los pasillos del colegio. No está demás decir que Sapo Gordo era nuestro ilustre director.

Chula y yo fuimos los escogidos para darle unos retoques al famoso cachorro, que no era otra cosa que un destartalado VW del 70. Hay que hacerle un afinamiento alumno, dijo el profe, porque aunque frente a él hubieran 15 personas siempre se refería a nosotros en singular: alumno; un afinamiento general. Lo primero que revisamos fueron las luces: las de paso, las de dirección y las de niebla. Éstas últimas estaban dañadas, y cuando lo reportamos recibimos un qué chucha, déjalo así nomás, alumno, como toda respuesta.
Chula descubrió, entonces, que la luz de las bujías estaba por encima de lo que mandaba el único libro de mecánica que había en todo el Politécnico (fotocopiado y con mil manchas de grasa) y nos pusimos a calibrarlas con el mayor esmero que dan los catorce años. Después, yo encontré demasiado acelerado el acelerador, muy carburante el carburador y poco frenadores los frenos. Chula apoyó mi veredicto con un movimiento del glande e hicimos lo que considerábamos necesario. Cuando Palpa venía a ver cómo íbamos le decíamos que todo ok, profe, sereno moreno, y él seguía inmerso en la preparación de las fiestas del colegio en donde, según se comentaba, por fin se atrevería a confesar su amor a la profesora de Biología, que estaba buena. Veías a Palpa cuando se acercaba el recreo y siempre estaba frente al espejo, quitándose las últimas manchas de grasa y lavándose las manos con Ariel. Tenía difícil la conquista, todos lo sabíamos, pues la de Biología se había encerrado una tarde con el de Literatura en el cuarto de las colchonetas y, según decían, se habían quedado allí por más de veinte minutos. Tiempo suficiente, Palpa, eso te pasa por tener un apellido tan raro y apestar siempre a petróleo.

Sapo Gordo venía saltando a vernos un día sí y el otro también. Lo quiero para el viernes, croac, que me voy a Chosica, croac croac, si sale bien se aseguran los primeros puestos al fin de año, alumnos, croaaaac; decía, y estirando su lengua atrapaba una mosca y tras comerla se iba relamiéndose del gusto.

Una mañana, al volver al colegio (nos escapábamos de vez en cuando a jugar al fútbol con la gente de Dulanto), Chula creyó que los cables del alternador estaban demasiado sucios y que, si los cambiábamos nos asegurábamos un sitio en el cuadro de honor del colegio. Me veía yo entonces recuperando el lugar que hasta el año pasado me correspondía y me fue arrebatado cuando alguien me delató y se supo que fui yo quien le tiro una mochila llena de libros, desde el cuarto piso, al pobre profesor de Arte (más conocido como el Amo del Calabozo). Mamá volvería a sonreír cuando mi foto adornara otra vez la orla de todos los años, y yo estaría feliz porque ella era feliz. Los cambiamos entonces, le dije, y Chula se metió al almacén y dos minutos después traía un nuevo matojo de cables.

Quitamos los viejos y los tiramos al montón de basura que los de primer año se encargaban de limpiar. Creo que el rojo va a acá, me dijo, y el amarillo al otro lado ¿no? Dije yo. Palpa, parecía sentirse satisfecho con su nuevo peinado Patrick Swayze de barriada, y ensayaba caritas triunfadoras con su espejo de mecánico. Conectamos los cables, la batería, y sonó el timbre de recreo. Nos quitamos la ropa de trabajo y debajo llevábamos lista ya la de jugar al fútbol. Jugamos un par de partidos en los que, como siempre, hice un par de goles, y cuando ya volvíamos al taller escuchamos la explosión.

Los policías escolares, grandes incomprendidos y entrenados para estos siniestros, hicieron lo que mejor sabían hacer: bloquear todas las salidas de emergencia hasta que el brigadier general ordenara que se dejase pasar al alumnado. Los profesores dejaron sus tazas de café bailando sobre las mesas y corrieron a refugiarse detrás del kiosko de la tía veneno, que a su vez, se comió los cuatro panes con atún que le sobraron, no vaya a ser que me los roben estos jijunas, dicen que dijo. La de Biología salió del cuarto de colchonetas acomodándose la falda seguida del de Literatura y cuando Palpa los vio disimuló lo mejor que pudo, pero mil pedazos de su corazón volaron por toda la habitación y Patrick Swayze se convirtió en Cantinflas. Chula y yo creíamos que todo el alboroto era culpa de Sendero Luminoso y no supimos lo que nos esperaba hasta que vimos a Sapo Gordo llegar con la camisa chamuscada y el pelo negro. Tosió y escupió algo negro sobre el patio central y con el dedito le hizo ven acá a Palpa, al que sólo le faltaba esa tarde que un perro callejero le meara en la pierna derecha.

Una semana después, nuestros padres aprobaban en consejo estudiantil el presupuesto de 345 soles con 87 céntimos asignado a la reparación del sistema eléctrico central del VW escarabajo propiedad de nuestro insigne director, don Máximo Giménez (alias Sapo Gordo) de matrícula BMN 1638, dañado involuntariamente por el alumnado cuando se hallaba en calidad de material docente. Fírmese, regístrese, publíquese y archívese. Chula y yo fuimos condenados a no tocar, nunca más, nada del taller y nuestras únicas herramientas en los dos años futuros fueron la escoba, el aserrín y el recogedor. Croac.

lunes, octubre 27, 2008

A ti venimos, en procesión


Es domingo y papá y yo estamos decepcionados porque nadie ha venido a jugar al fútbol. Sol nos acompaña a comer en un restaurante indio al que ya habíamos ido antes y, asombrada, comprueba que papá, como la mayoría de mi familia, sigue creyendo en santos y en dios. Que mi familia es todo lo contrario de lo que soy yo: un agnóstico intrascendente.

- Tu mamá ha estado ayer preparando las cosas de la procesión – me cuenta, fastidiado – moviéndose de arriba abajo y por la noche no se podía ni mover.
- Pero si me prometió que no haría nada de eso. Está mal de la espalda ¿no?
- Ya. Pero la culpa la tiene tu tía, que la inquieta, carajo ¿es que no puede hacer sus cosas sola?
- Eso también, – concedo y le digo al camarero que quiero el menú 2 – pero mamá, además, se apunta a todo. Quiere sentirse útil.
- ¿Qué procesión? – pregunta Sol.

La procesión es la del Señor de los Milagros, te he contado ya sobre ella, es la más famosa del Perú y la que más fieles arrastra. Tiene una versión desturronada en cada país en el que haya una colonia peruana, por muy pequeña que sea, siempre habrá una procesión. Yo paso, le digo a papá, y me sirvo un poco de cerveza, sabes que no creo en esas vainas. Él asiente, y respeta mi decisión, yo le digo que me parece bien que la gente siga con sus tradiciones, porque es eso ¿no? Una tradición. Sol nos mira, muda, esperando a que papá responda a la provocación, pero él no lo hace, y dice que después de comer acompañará a mamá en la procesión. Sonríe.

- ¿Cuándo dejaste de creer en dios? – pregunta Sol, y yo recuerdo el día en que preguntó “¿Desde cuándo eres fan de los Beatles?”.
- Es una larga historia – contesto, y hago una seña para que me traigan otra cerveza – larga y muy aburrida. Como una procesión.
- Ilústranos – me provoca papá -, que para eso estamos.

No resisto, no soy como él, tan frío. El camarero trae la cerveza y cuando la pone en la mesa parece cortar la cortina de aire que hay entre mi padre y yo.

- La primera vez fue cuando el cura me botó de la iglesia - me arranco -, creo que tenía diez u once años. Le pregunté que si era posible que una mujer que ha tenido un hijo siguiera siendo virgen. Me dijo que no, que eso era imposible ¿te acuerdas, ? – mi viejo me mira y sonríe, yo hablo mientras como mi pollo en salsa de curry – y le dije entonces que la virgen María era un fraude.
- ¡No!
- Sí, Sol, sí. El curita de mierda se puso como loco, y eso que no le mencioné, como quería, a la ricurita quinceañera que se metía en la sacristía de lunes a viernes después de la catequesis. No, sólo le dije que la virgencita que le dejaba tantas ganancias tenía pies de barro. Obviamente, me expulsó gritando que no volviera más a la “casa del señor” y yo me fui creyendo que Satanás se me aparecería en medio del parque.
- Se quedó cojudo por meses – dice papá - pero después le dijimos que el diablo no le haría nada.
- Y entonces me pregunté que si no había diablo, tampoco quizá habría un dios ¿no?
- Huevadas nomás preguntabas.

El camarero indio ha puesto un DVD de Bollywood en la tele y ha quitado la carrera de motos GP. Sol le pide que, por favor, baje el volumen.

- ¿Y cuál fue la segunda?
- ¿Qué segunda?
- Dijiste antes “la primera vez”, ¿cuál fue la segunda?
- La segunda fue peor – bebo un trago de cerveza y miro a papá, como cuando era niño, él aprueba con un gesto -; estaba en misa, en otra iglesia, y al cura se le ocurrió implantar el diezmo, porque la parroquia estaba misia, más de lo normal. Yo no estaba de acuerdo en pagar por rezar. A los musulmanes no les cobran y pueden ir a las mezquitas cuando quieran ¿no?
- Ahora sí, pero para construir la de Hassan II, les robaron el dinero y los usaron como esclavos – dice Sol, como siempre, culta al cubo.
- Pero ahora es gratis, ese es el tema. Entonces decidí que esa vez mantendría callada mi indignación, o sea, que no le diría a nadie lo que pensaba y que cuando llegara la vieja con la canastita esa pidiendo plata me haría el sweden.
- Ja, el sweden, nunca he entendido esa expresión.
- Ni yo, pero me gusta. Entonces, cuando llegó la vieja miré a Cristo crucificado con ansiedad y fervor, hasta que sentí que algo me golpeaba suavemente el brazo. Era la vieja, of course, que me dice “el diezmo, joven” y yo le digo, “no es obligatorio, señora”, y ella me dice, ya en voz alta para avergonzarme “el señor te está viendo, si no das plata te condenas al abismo de los impíos”. Una vieja la secundó y dijo “amén” mientras metía un billete en la canastita de mierda.
- ¿Y qué hiciste? – pregunta papá, como siempre divertido por mis travesuras.
- Me fui. Salí de la iglesia prometiendo no volver a rezarle a un dios que permite que se quite el poco dinero que tienen sus fieles mientras el papa vive bajo techos de oro. Un dios injusto. Dije que la religión era injusta y un consuelo para descerebrados, y salí.
- Menos mal que iba con sus amigos – le dice papá a Sol, sin descuidar su cordero – nosotros fuimos el domingo siguiente y la gente todavía hablaba del grunge drogado que blasfemaba y botaba espuma por la boca.

Nos reímos y tras pagar la cuenta salimos contentos, recibiendo en la cara el sol del domingo. Nos despedimos en Embajadores, él tomaba el metro y nosotros el tren para ver, al fin, la exposición sobre los Etruscos. Se me ha ocurrido que el próximo año podría vender camisetas del Señor en la procesión, le digo, y él me sonríe y cruza los controles de acceso. Disfruten la expo, chicos, nos dice, y se va. Cuando nos metemos al túnel veo a unos niños correr y me imagino a mis hijos nonatos preguntándome (en el año 2030) ¿Cuándo volviste a creer en dios, papi? A lo que seguramente responderé con una mentira, linda y conmovedora: cuando naciste tú, y me convertí en inmortal.

viernes, octubre 24, 2008

Mambrú se fue a la guerra


Atocha es fría, llena de caras hostiles y por el techo se cuela la fría lluvia de noviembre, como en la canción de Guns N’ Roses. Hay pocos bancos y están todos ocupados por gente que parece esperar un tren imaginario, porque han pasado ya mil y no se han subido a ninguno. En las pantallas de información aparecen los datos del próximo en salir: tren destino Parla. Ese es. Sube y la gente va a lo suyo, no hay opción a que, como en Lima, alguien se siente a tu lado e, inoportuno, te distraiga de tus pensamientos y te cuente cómo su hijo ha entrado a la universidad, como tú, flaco, o la historia del abuelo que peleó en la guerra con Chile. Un asiento libre, al lado de la ventanilla. Bien.

La música del tren es monótona, pero relajante. Frente a él hay un negro que parece sacado de las imágenes del vídeoWe are the World”, y huele raro, como a quemado, un olor que nunca antes había sentido. Se baja en El Pozo y desde abajo lo mira como si él fuera un pez en un acuario de barrio. El tren sigue su camino y pasa por Villaverde. El barrio tiene mala pinta, los edificios son todos iguales, con ropa tendida por fuera de las ventanas y cables colgados por todos lados. Algunos balcones tienen una antena parabólica como único adorno, y otros una bicicleta despintada o una tabla de planchar. En el techo de un edificio hay un cartel anunciando un ron venezolano, y más allá, al fondo, en las profundidades del barrio, se ve otro de Telefónica, destartalado. Próxima estación: Las Margaritas.

El tren lo vomita en algo que parece un parking. Getafe es una ciudad dormitorio y su equipo de fútbol no está, aún, en primera división. Una abuela practica con su Fiat aprovechando la soledad del parking, no frena a tiempo y se lleva por delante unas cajas vacías que alguien ha abandonado en una esquina, me cago en la leche, abuela, grita desde una esquina el que parece ser su nieto, así no te renuevan el carnet ni de coña. Un chino se acerca por la espalda y le ofrece los últimos estrenos en calidad DVD y con carátulas en portugués, balato, farfulla, mil pesetas, mil, balato película. Le dice que no gracias, y sigue de largo hasta la calle principal. Le han dicho que al salir de la estación gire a la derecha, todo recto, hasta ver un lazo del SIDA enorme en una rotonda. Se le hace eterno el todo recto, y cree que se ha equivocado, pero piensa qué mierda, yo sigo nomás, y no vuelve sobre sus pasos. La acera es delgada, está en obras, y la tiene que compartir con gente que va y viene. Los paraguas chocan al encontrarse y una mujer casi le saca un ojo, le reclama y ésta le grita, no haber venido coño, haberte quedado en tu país, no está acostumbrado a ese tipo de respuestas y se calla, confundido, sin saber si debe patearle la nuca o callarse y bajar la cabeza como todo buen invasor haría, si quiere pasar desapercibido. Llega al lazo, por fin.

Cuando veas el lazo, has llegado a la plaza, el edificio más grande es la universidad. Ni el más huevón se perdería; entra por la facultad de Humanidades. El jardín está húmedo y no es como se lo habían descrito: lleno de chicas que toman el sol, con el ombligo al aire. Tenía que haber venido un mes antes, piensa, y cruza la puerta de cristal, enorme, hasta llegar a un salón frío y vacío, como de museo. Oficina 15-B, reza el papelito.
No hay nadie, son las once de la mañana, dice un estudiante que lo ve parado frente a la puerta, como esperando a que se abra sin decir abracadabra, éstos deben haberse ido a por un café, si es que son más perros que Niebla. Se ríe porque le gusta la analogía y decide bajar a la cafetería a tomar algo también, sólo ha desayunado un zumo de naranja de botella, y un par de magdalenas. Por el pasillo ve a las chicas que le prometieron, con libros, arregladas como para una fiesta, sentadas en el suelo y hablando a voz en cuello, todas llevan enormes argollas en las orejas. Endereza la espalda y pasa en medio de ellas como lo hacía en Lima, gallito en el corral, pero se convierte en bola de paja en el desierto y nadie ve, siquiera, sus gafas Hermès. Qué dolor, qué dolor, qué pena. No soporta la humillación de ser ignorado y se mete en un aula, cualquiera, y resulta ser la de informática. Todas las máquinas tienen Internet y decide, además de leer los periódicos peruanos, ver sus correos en Hotmail, contraseña: PEJ402, la matrícula de su Land Rover.

Abre el chat y aparece Mariana.

- ¿Dónde estás, Gitanito?- pregunta, e incluye un smiley que se rasca la cabeza.
- En el culo del mundo – contesta – y te extraño un huevo, flaca, a ti, y también al imbécil del Mongo. Esto es una mierda.

jueves, octubre 23, 2008

La venganza nunca es buena (mata el alma y la envenena)


Rocío ha tenido la venganza servida en plato frío, lista para comerse, con un lacito de adorno, y no lo ha aprovechado. Eso dice mucho de ella, y a mi me regocija, en parte porque me hace recuperar un poco (muy poco) la confianza en el ser humano, y principalmente porque el objeto de la venganza, el plato frío, el cerdo con la manzana en la boca, era Johnny Pacheco (o sea, yo).

Hace meses, más o menos cuando hacía calorcito rico por las mañanas, subí al autobús como siempre: medio dormido, escuchando algún disco de los Beatles, leyendo un libro, y sentado en los asientos traseros. Hice el viaje de camino a la oficina distraído, concentrado en mi lectura infructuosa de un libro de Proust y pensando en qué inventarme en las siguientes ocho horas para parecer productivo en el trabajo. Al doblar por la Calle Deyanira y ver pasar la fachada de la oficina por la ventanilla, le di al timbre y avisé así al conductor que me bajo oiga, que ya estuvo bueno de paseitos. Desde la puerta vi a Rocío leer interesadísima su periódico gratuito y, no sé por qué, la dejé así, sentadita y sin saber que se estaba pasando de parada. Me sentí culpable, canalla, y muy vivo.

Veinticinco minutos después, la pobre llegó a su sitio sudorosa y se sentó pesadamente sobre su silla Offiprix, rojo sangre.

- ¿Qué pasa, Roci, te has dormido en el bus? – pregunté, usando mi teléfono, y mirando unos documentos para que pareciera que trabajaba.
- ¿Y tú cómo lo sabes?
- Porque iba en el autobús – risita, mi diablito se carcajea en mi hombro izquierdo.
- ¡Qué cabrón! – indignada, me mira desde su sitio, y yo sigo con mis hojas en blanco - ¿Por qué no me has avisado?
- No sé, creía que ibas a otro lado.
-...

De más está decir que juró venganza, que dijo que ésta me la guardaba. Y eso, en una chica de Moratalaz, es más que una promesa, es un juramento firmado con sangre en las paredes de la M-30 o en los patios del Ruedo. Intenté congraciarme con ella, porque así soy yo: un cabrón confeso que a veces se siente culpable, pero que en lugar de arrepentirse por las putadas que hace (y disfruta) prefiere subsanar la felonía con un regalito, una sonrisita dulce o un quiéreme tal como soy, con mis noches y mis días. Le compré chicles, le traje un lápiz de New York y le ofrecí llevarla a comer uno de esos días en que la oficina se vuelve un claustro y apetece respirar algo que no huela a lavanda barata. Aceptó los regalos, pero no la comida, y a modo de remember me dijo una tarde te la tengo guardada, que lo sepas, sin que viniera a cuento, y dejándome en mi sitio cagado de miedo e imaginándola esperándome en una esquina con diez litros de alquitrán y un saco de plumas de pollo. Todo marca ACME.

Así pasaron los días, y los meses, hasta hoy.

Subimos juntos al autobús, después de congelarnos en la parada y comentando que junto al periódico gratuito venían unos chicles que parecían pastillas de vieja. Me senté detrás de ella, porque no había más asientos libres, y me hundí en mi lectura del Goodbye, Columbus de Roth. Brenda y Neil retozaban de lo lindo y disfrutaban su joven sexualidad mientras el hermano mayor planeaba casarse con su novia, a la que había dejado embarazada. Las páginas pasaban como hojas que se lleva el viento de este nuevo otoño madrileño y, si no fuera por Rocío que me tocó el hombro, yo hubiera volado junto a las hojas y terminado en algún lugar de la horrible Coslada. Bajamos presurosos, pues en Madrid si no bajas del autobús cuando se abren las puertas te jodes y esperas a la próxima parada aunque rueges al chofer, y, confuso, le pregunté ¿Por qué no te has vengado? Lo tenías a huevo.

- No sé, no soy tan mala – dijo sonriendo.
- Estaba en la misma situación que tú, en mi mundo, era la oportunidad perfecta.
- Ya.
- No creo que tengas otra ocasión.
- Igual sí, yo que tú no me descuidaba tanto.

Y seguimos caminando hacia la oficina. Ella sonriendo, imagino que cocinando una venganza mejor, y yo, cerdo con la manzana en la boca, seguro de que la próxima vez tome un café revisaré todo con minuciosidad, no vaya a ser que la muy cabrona cambie el agua de la máquina por gasolina.

martes, octubre 21, 2008

Abre los ojos


La ex de mi hermano tenia pelo de muñeca vieja, sonrisa de liebre y ojos de koala. Me odió desde el primer día y se inventó un apodo (carejerma) que, según ella, me venía como anillo al dedo. Yo solía verla con cierta complacencia, pero siempre preferí a otra de sus ex (¿Sonia?), bastante más simpática y mejor despachada. Cuando encontraba a la sonrisa de liebre sentada en el sofá de mi casa, le preguntaba si no tenía nada más que hacer, y ella, conchuda hasta el infinito, decía que sí, pero que ya lo hacía su hermana, que era su esclava. Me hacía reír y por eso nunca le dije que su nariz parecía un borrador de papa, ni que mi hermano le ponía los cuernos sin compasión.

Una tarde, en que me encontraba demasiado amigable, me senté a su lado para hacerle compañía mientras mi hermano se daba una ducha. La sonrisa de liebre me miró fijamente a los ojos y, tras breves segundos, me dijo tienes las mismas carachas que mi pajarito. ¿Carachas? Le sugerí amablemente que se quitara las legañas de los ojos, y volviera a verme dentro de unos cinco años, en tanga. Subí a mi cuarto y, obviamente, me escudriñé frente al espejo. No sé cómo era el pajarito de mierda ese, es más, lo imaginé como uno de esos ratones con alas que llenan los parques del Callao y se dejan capturar por niños vivaces, pero mirando mi reflejo comprobé que algo de razón tenía la engendra al descubrir las bolitas de grasa que se habían formado bajo mis párpados. La odié para siempre, y pedí cita en la Clínica de la Madre Mónica, para me que hicieran un servicio de planchado y pintura.

Llegué puntual, y me senté junto a los demás enfermos. El saber que estaba allí sólo por cuestiones estéticas me hizo sentir un poco mierda, quitándole el turno a alguien que probablemente iba a morir por mi culpa. El malestar pasó cuando vi llegar a un viejo con gabardina, quien tras saludar a la enfermera de recepción, pasó sin esperar su turno. Todos supimos que el viejo tenía amigos en la clínica y aceptamos resignados que usara sus influencias. Yo le deseé impotencia absoluta para toda la eternidad.
Cuando al fin se abrió la puerta y la enfermera gritó mi apellido (mal, as usual) me puse tan nervioso como cuando era niño y mamá me llevaba al dentista. No había nadie a mi alrededor y crucé el umbral solito, haciéndome el valiente y deseando que mi hermano dejara a la sonrisa de liebre llorando, al lado de su pajarito carachoso.

- Muy buenas – me dijo el doctor, que limpiaba un cuchillo de mantequilla.
- Buenas – tragando saliva, huevos en la garganta, risita nerviosa.
- No te asustes, chino. Este cuchillo es para mi sánguche de pollo.

Me acosté en la camilla y vi al doctor acercar algo que parecía un generador de corriente. Era una caja blanca de metal con un indicador y dos botones como los de las lavadoras antiguas. No te muevas, me dijo, y me inyectó algo por debajo del ojo. Segundos después, aunque me lo tocara, lo sentía adormecido. Ahora viene lo bueno, anunció el jijuna, y sacó de un cajón una varilla de soldar con un cable a un extremo, que conectó a la máquina.

- No te muevas, y no abras los ojos – ordenó, y giró el botón de lavadora hasta que la flechita del indicador llegó al sector rojo.

Me dijo que no era necesario ponerme un parche y salí de la clínica seguro de que mis bolitas de grasa habían desaparecido para siempre. La gente me miraba en el bus, y cuando llegué a casa supe que era porque tenía los ojos rodeados de ceniza. Eso explicaba el olor a pelo quemado que me acompañaba a todos lados y que atribuía a la basura que queman los vagos en la orilla del río Rímac. Me encerré en mi cuarto y no salí hasta una semana después. Cuando volví a ver a la sonrisa de liebre, vino corriendo y me hizo un close-up, como si viera un muñeco de cera y buscara las imperfecciones. Ya no tienes nada carejerma, menos mal, porque mi pajarito murió y creo que fue por las carachas. La empujé suavemente y le dije permiso chibola, mientras salía de casa, pues había quedado con su hermana mayor para ir al cine. Si hubiera sabido que íbamos a ver una película tan asquerosa hubiera prolongado mi encierro un día más.

Meses después mi hermano dejó a la sonrisa de liebre y mis bolitas volvieron a aparecer. Lo tomé como una maldición de mujer despechada, y me resigné al castigo con tal de no verla nunca más.