martes, abril 07, 2009

Calor que penetra, calor que alivia


Tenía cita a las 6 y media. Tengo un vale regalo, dije, es un por un masaje terapéutico de 30 minutos. La recepcionista, sonriente, me pidió que esperara un momento mientras llamaba a la masajista. Le hice caso y mientras leía una revista de decoración con titulares como "hazlo tú misma", "sorprende a tus amigas con tus habilidades" o " dale más luz a ese rincón", pensaba en mi poca fe en los masajes, que, según yo, tienen la misma utilidad que la hipnosis regresiva.

La masajista apareció, me llamó por mi nombre y me pidió que la siguiera. Al ver que no se parecía en nada a Phoebe Buffay sufrí una pequeña decepción, total, esta señora pequeñita de acento portugués estaba a años luz de la rubia masajista de Friends. Llegamos a un cuartucho que, desde el suelo hasta el techo, estaba lleno de azulejos azules y blancos, una especie de baño descartado que más parecía el cuarto de un prostíbulo mexicano. Una luz roja iluminaba una esquina y había un lavabo enano. A la derecha, y bajo la única y minúscula ventana, una mesita blanca guardaba cremas y encima de ella había una radio despreciable que, a un toque de la portuguesa, comenzó a soltar música de esa que llaman chill-out.

- Quítati toda la ropa, zapatos, todo, y ponta boca abajo. Ti podes tapar con esta toalla.

Y se fue. No sé si por pudor, o por no querer parecer idiota, no me quité el boxer y me acosté en la camilla metiendo mi cara en el agujero ese que hay para la cara. En el suelo, justo frente a mis ojos, había un agujerito pequeño y misterioso.
La masajista volvió, me imaginé que era la misma, al menos tenía el mismo acento. Me quitó la toalla del culo como si estuviera descubriendo una estatua y, doblándome el boxer hasta dejarlo hecho un tanga, me metió papeles por los bordes. Totalmente confundido, me dejé llevar. De la radio salían tres sonidos constantes que, en mi imaginación, venía de un hombre vestido de krishna que hacía ayyayyyaa ayyyayyayyy, un mono que, feliz, jugaba con un xilófono, y un estúpido koala que colgaba de un chelo y de vez en cuando lo hacía sonar. Era como oír una versión mala y eterna del "Within you Without you" de George Harrison.

- ¿Hay mucho dolor?- preguntó, y el mono y el koala se quedaron quietos.
- Sobretodo en la espalda -respondí - me paso mucho tiempo sentado.

Un chorro de algo tibio cayó sobre mi columna y, mientras lo esparcía, la masajista tarareaba la canción del krishna, y el mono, feliz again, la seguía con el xilófono. No pude resistir, y me dio la risa, muda, es verdad, pero al instante me contuve, imaginando que en el agujerito misterioso del suelo había una cámara escondida. Ella seguía con su ayyayyayyyy ayay mientras yo, ya adolorido soltaba de vez en cuando un ¡ay!, más para hacerle saber que me estaba haciendo daño, que para hacerle los coros. Pero la masajista parecía no enterarse, se contagió del entusiasmo del mono y mi columna se convirtió en un xilófono y golpeó vértebra a vértebra mientras yo, por mi agujero de la camilla veía sus pies envueltos en zapatos blancos con puntitos negros. ¿Son esas las nuevas Converse masajista? me pregunté, para intentar olvidar el dolor.

- Tienes la espalda muy cargada - diagnosticó - necesitas al menos unos cinco masajes más. ¿Te apunto para un circuito de masaje y spa?
- Va ser que no - dije, desde el dolor- los masajes suelen dejarme más adolorido de lo que estaba.

No terminé de decir esto cuando, ya convertido en una pechuga de pollo aplastada, sentí que sus codos recorrían mi espalda con toda la saña que permite la fisioterapia. ¡Ay! grité, y hasta levanté una mano pidiendo al árbitro que le sacara tarjeta amarilla. No se inmutó, me bajó el boxer de un tirón, y recorrió mi columna haciendo presión con los dedos desde el culo hasta la nuca. Cuando llegó a su destino solté un bufido, deseé que en verdad hubiera una cámara en el suelo y me dieran mi foto haciendo muecas al salir, como hacen en los parques de atracciones; y supe lo que sentía mi cama hinchable cuando me revuelco sobre ella para quitarle todo el aire. La pobre.
Me soltó al fin y ya yo era una marioneta tirada sobre una camilla, ella seguía con su ayyayyaayy ayay, el koala parecía haber despertado, y sentía su mirada clavada sobre mi cuerpo despatarrado.

Dime que se ha acabado, por favor, pensé, pero no podía moverme. Algo me mordió el culo y, sin soltarme, subió por el lado derecho de mi espalda. ¿Duele? preguntó, y yo respondí, claro, coño. Ella dijo entonces, es que tenis los músculos de la espalda mal, deberías facer ejercicio. Le dije que voy al gimnasio casi a diario, que mis músculos estaban bastante ejercitados, se quedó muda, sin argumentos, pero respondió mordiéndome todo el lado izquierdo. Cuando me soltó levanté la cabeza de golpe y vi que tenía sobre la mano una ventosa.

- ¿Falta mucho Papa Pitufo?
- No, no falta mucho.

Metí mi cara en el agujero otra vez. Mis deseos se cumplieron y alguien había disparado al koala, ya sólo quedaba el mono con su xilófono, el krishna seguro se había ido por ahí a tocar la pandereta. Un chorro de aceite me bañó, sentí sus manos ir desde mis tobillos hasta las orejas, y cuando ya creía que se había acabado tiró de mi muñeca como si quisiera separar mi brazo del cuerpo. Algo hizo "crac". Me cubrió con una toalla enorme y se fue. Me quedé esperando que alguien viniera a poner una etiqueta con mi nombre en el dedo gordo del pie.

Cuando pude moverme, me vestí y salí del cuartucho. Encontré a la portuguesa hablando animadamente con la recepcionista, no sé, quizá de tendones, huesos, o aceites. Al verme pasar me preguntaron si tenía el teléfono del centro de masajes, les dije que no, pero que vivía cerca, que ya las llamaba, si eso.
Volví a casa y Sol estaba subiendo fotos en Facebook de nuestro último viaje a New York, ¿qué tal? preguntó, y yo quise minimizar los daños, bien, dije, pero al quitarme el polo para darme una ducha, el espejo nos mostró dos enormes hematomas a lo largo de mi espalda. Parecía que un águila real me había capturado con sus garras y luego soltado a la altura del puente de Vallecas. Ella reprimió una risita nerviosa y huyó al salón, y yo, ya cabreado y malagradecido por completo, grité desde la ducha ¡tenías que haberme regalado el Album Blanco de los Beatles, maldición!, y dejé que el agua caliente lavara mi deshonra.

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