Tú estabas subiendo en coche por la Costa Azul mientras yo, lobo solitario, volaba hacia Valencia después de anular mi billete a Girona. El cambio me costó 35 euros, por si lo quieres saber. Que sí, que es de mal gusto hablar de dinero, pero soy yo el que escribe.
Mi vuelo no tuvo retraso y llegué al aeropuerto de Manises sin complicaciones. No se parecía en nada al sitio en el que un millón de años atrás esperé a Sol, cuando vino a pasar unos días conmigo al sol, desencadenando el Big Bang de un eterno Sheldon Cooper. Los pasillos estaban limpios, no olían a pis, y los techos abovedados parecían un bosquejo de la impresionante Terminal 4 del aeropuerto madrileño. Salí a la calle y la calle tampoco me era familiar, me acerqué a una chica de camisa celeste, (que fumaba, bebía café y comía un kit kat a la vez) y le pregunté dónde se toman los autobuses. Con un gesto de su gorda cabeza me indicó que arriba, a la derecha.
Recordé, mientras subía por el minúsculo ascensor, mi invitación in extremis a Vero, tentándola a acompañarme. Respondió a mi invitación como respondería un musulmán ante un plato de cerdo estofado.
- ¿Este autobús va al centro?
- Los Hermanos Corsos...interesante.
- ¿Eh? No, no, a la Gran Vía de Fernando el Católico.
- No, niño - soltó la conductora (pelo corto, gafas Arnette, reloj Casio) del autobús - lees a Dumas, "Los Hermanos Corsos".
- Ah, si. Me gusta mucho.
- A mí también - silencio incómodo, un euro treinta que grita "cogedme", me trago el chicle - yo te aviso cuando lleguemos, guapo.
- Ok....gracias - digo con voz de pito, y me voy hasta el asiento caminando como si el piso estuviera enjabonado.
Llego a mi destino después de atravesar la parte antigua de Valencia, la más porteña. Y llamo a Carlos, que me ha dicho antes que haga eso, que el timbre no funciona. Subo. Me siento en su sofá que huele a los perros que recoge de albergues y pienso si fue buena idea ahorrarme 100 euros al no pagar un hostal al lado de la playa. Me pregunta por mi tío, el de la revista, que antes se codeaba con Ricky Martin y ahora promueve a un cantante gordito del Perú que más parece un vendedor ambulante de rocoto. Le cuento cosas de mi trabajo, de Sol, de mi vida en Madrid y de mis próximos viajes a París y New York. Entra Robert, su amigo austriaco.
Nunca sabré si Carlos es gay, y Robert su novio, o si simplemente mi amigo es tan perezoso que evita las penurias de las relaciones de pareja y Robert solo es uno más de sus perritos acogidos. Hablo con él, me dice que está harto de Valencia, que las valencianas son muy falsas (así molan más, acoto, pero no le hace gracia), Carlos lo interrumpe y le dice que no puede generalizar, y que, además, no sale tanto como para tener una opinión formada. Robert ignora la interrumpción y dice, no sé por qué, que estuvo un año viviendo con su pareja, en otro piso, pero que eso terminó con esa persona y volvió a vivir con Carlos, que ya tenía perro. Yo, para compensar su confesión, le conté que no tenía perro, ni pececitos, siquiera, que Sol y yo ya no estábamos juntos, pero que si alguna vez venía a Madrid podría alquilar un pastor alemán, sólo para hacerlo sentir como en casa. Carlos se descojonó, Robert, no entendió mi humor. Hablamos hasta que llegó la noche, húmeda, despiadada. Dormí en la misma habitación de siempre, soñé con camisetas rojas, caminatas a iglesias con sus santos griales, subidas a las torres de Quart y la otra, caminatas por el barrio judío, con salsa de Marc Anthony, con arroz negro en el Canela, con mojitos, con visitas a urgencias, con compras en el Mercadona, con la arena de la Malvarrosa, con tu primer topless y yo guardando la compostura, con la postal que te iba a mandar desde aquí pero no enviaré nunca porque Julio me dijo que era de gilipollas hacer eso, con pollastre, con el cuento que te escribí, contigo...y con Sandrine.
Al día siguiente me desperté en paz conmigo mismo y metí en mi bolsa de playa una toalla, un mp3, una botella de agua de dos litros, una ensalada césar del Mercadona, la última GQ y un libro de Faulkner. Vete en metro, es más rápido, me aconsejó Carlos, y Robert, sin dejar de leer periódicos austriacos por Internet, secundó la moción. Lo hice y descubrí con agrado que el metro, a pesar de estar comunicado como el culo, con miles de escaleritas y curvas que me recordaban a la terminal 2 de Barajas, estaba bastante más limpio que los metros de París y Roma. Llegué a la playa, busqué una sombrilla y una tumbona, pagué 7 euros y dije en voz no muy baja: que le den por culo al mundo, antes de tirarme bajo el sol como un lagarto. Dos chicas, tumbadas a mi lado, ahogaron muy mal una risita. Dos minutos después, le vent de Levante había convertido mi bien trabajado cuerpo, embadurnado en loción Nivea, en un muñeco de arena de apariencia ridícula. Esta vez las chicas, ya más sueltas, se descojonaron de mi abiertamente. Les di mi mejor sonrisa fuck-off y caminé derrotado hacia el mar. Huelga decir que repetí esa operación cada veinte minutos. Leí toda mi revista, abandoné a Faulkner en el capítulo 4 (de 7) cuando el protagonista mata al oso y acaba con todo el simbolismo del libro, ¿Por qué Willy? ¿Por qué siempre me haces lo mismo con tus putos libros?, escuché toda la antología de Los Beatles, a Luis Miguel, a Lady Gaga y a David Bowie. Me pregunté si el tanga de una morena dolería, en caso de usarlo yo, y me pregunté también si era necesario que el tío cuadrado de turno se pusiera a hacer flexiones delante de dos quinceañeras de aspecto nórdico. Más loción nivea, por aquí, un poco más por allá. No, no quiero sombreros, gracias. Tampoco gafas, tengo las mías. Mierda, me queda un cuarto de litro de agua y parece que la acabo de hervir. Señor Chiringuito: ¿tienes helados? Maxibon, gracias. Me duermo.
Abro los ojos, veo a una rubia que me mueve como si yo fuera un borracho tirado en algún callejón londinense.
- Ehhh... ¿qué pasa?
- ¿Está bien, señor? Creo que le ha dado un golpe de calor.
- ¿Un qué? - me incorporo, botella de agua por inercia - no, no creo.
- ¿Cuánto tiempo lleva al sol?
- No sé ¿qué hora es?
- Las seis.
- Pues seis horitas, échale.
Me recomendó que me bañara en el mar de vez en cuando, que bebiera agua aunque no tuviese sed, que evitara los ejercicios físicos en horas de máximo calor, y que si me notaba raro acudiera al puesto de la Cruz Roja. Si cada vez que me dicen que soy raro fuera a la Cruz Roja, me tendría que empadronar allí, respondí, con la peor de mis sonrisas.Todos se habían ido ya, las niñas risueñas, las quinceañeras nórdicas, los vendedores, el tío cuadrado y hasta el viento de Levante. Pensé que una siesta con aire acondicionado no me vendría mal después de dormir tantas horas al sol y recogí mi mierda, dispuesto a volver.
Lo del golpe de calor debió ser verdad, porque, aturdido, decidí volver en autobús en lugar de usar el metro. Obviamente me equivoqué y terminé en una rotonda desangelada donde lo máximo que podía hacer era esperar otro autobús o caminar dos kilómetros (en el día más caluroso del año) hasta la estación de tren. Subí al Circular, y pregunté a una chica por la parada más cercana a la Gran Vía de Fernando el Católico. Mi cerebro hervido no estaba como para ponerme yo a buscar calles que me resultasen familares.
- El Oso - respondió.
- ¿Eh?
- Faulkner, El Oso -dijo, señalando mi libro lleno de arena.
- Ah, si. Un poco pesado.
- Si, me gusta más La Gran Escapada.
- Lo que tú digas, guapa...¿me dices donde me bajo, please?
-...
-¿Hola?.
No hay comentarios:
Publicar un comentario