Mamá compraba siempre las tarjetas más bonitas del barrio, en el mercado central de Lima. Yo, hijo mayor, fiel escudero (y niño sin presupuesto para tener niñera), la acompañaba año sí y año también en sus compras navideñas.
Subíamos a un bus destartalado que nos llevaba en un viaje de casi una hora hasta la Plaza Castilla, gobernada por una estatua de Ramón Castilla desde lo alto y poblada casi en su mayoría por negritos que él liberó años atrás. Desde allí subíamos por Emancipación y yo no soltaba la mano de mamá, veíamos las tiendas Oechsle y yo no soltaba la mano de mamá, cruzábamos la Av. Abancay, Hiraoka, el Registro Civil de Lima, y yo no soltaba la mano de mamá. Entrábamos en las galerías del mercado y entonces mamá, todos los años, me perdía.
Y es que mamá siempre aprovechaba el viaje para comprar especias en los puestos mayoristas: rocoto, ají panca, huacatay, y otros mejunjes que luego usaría con mucho esmero y arte en nuestras comidas diarias. Papá lo agradecía, mis hermanos lo agradecían, yo lo agradecía, y mis tías camagüeys también lo agradecían, pero en silencio. El caso es que cuando mamá se metía de lleno en la zona de especias yo me mareaba, pero como no quería quejarme y así arriesgarme a perder mi condición de eterno acompañante a los viajes "a Lima" me callaba como un cabrón y simplemente me quedaba paradito en la entrada sin que mamá (ocupada escogiendo el mejor ají amarillo) notase mi ausencia. Entonces, ya libre y aburrido vagaba por los pasillos del mercado jugando con la ropa, tocando todo lo que tenía un letrerito de "no tocar", viendo cómo mataban a los pollos, los desplumaban y luego exponían sus cadáveres colgados del cuello, imaginando que la zona de juguetes era el paraíso y viendo el disfraz original de Storm Trooper que nunca (hasta hoy) fui capaz de comprar. Allí, en la juguetería es donde mamá siempre me encontraba.
Con las especias en la mano (y de vez en cuando algo de bofe) salíamos del mercado hacia uno de los jirones adyacentes a la calle Capón. Era el barrio chino, así que no era extraño que, entre tanto paisano, de vez en cuando apareciese un chinito corriendo detrás de un gato. Mamá decía que lo perseguía para matarlo y servirlo después en uno de esos apetitosos platos chinos, tan famosos a nivel nacional. Justo detrás de la calle Capón estaban las imprentas, no sé desde qué siglo. Allí mamá pedía mi opinión y el señor de la imprenta me ponía sobre la mesa algo así como trescientas mil tarjetas, todas diferentes. En menos de cinco minutos yo había escogido ya seis modelos, y mamá, como todos los años los separaba en cuatro grupos: para los amigos queridos, para los conocidos, para su familia, para la familia de papá.
- ¿Ves? - me decía - por eso te traigo, porque tienes buen gusto.
Yo me hinchaba como un sapo y, de la mano de mamá, hacia todo el camino de vuelta preguntándome si Papá Noel vendría disfrazado de persona normal a comprar los juguetes en esa tienda inmensa y si algún día me regalaría el traje de Storm Trooper. Mamá llenaba los sobres con su letra perfecta y lo enviaba a cada destinatario. Yo también me encargaba, durante todo el mes de diciembre, de filtrar las tarjetas que nos mandaban (y sabía, sin decirlo, si mamá era considerada "amiga", "conocida", familia", o "familia de papá", con sólo ver la tarjetita de los cojones).
Hoy, casi 30 años después, las tarjetas navideñas, o "Christmas" casi han dejado de existir y han dado paso a tarjetas virtuales que todos enviamos por Internet con un par de clics. Yo estoy buscando la forma de escapar de la cena navideña de empresa y he comprado mis regalos en noviembre, antes de que las tiendas pusieran sus luces de colores y villancicos horribles. Mi hermana preguntó en facebook si jugaríamos al amigo invisible y no le contestó ni dios. Yo creo que Papa Noel se ha olvidado para siempre del traje de Storm Trooper que pedí hace siglos. ¡Qué hijo de puta!
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