Anoche, antes de dormir, me dio mi clásico ataque de primavera. No es alergia, no. Es peor.
Cuando era niño, creía que era porque, además de la proximidad de mi cumpleaños, la llegada de la última semana coincidía con el inicio del año escolar. Entonces, se acababan mis días de verano (en Lima, el mundo está al revés) y veía a mamá forrar cuadernos y libros, preparar el uniforme del cole y decirme vez tras vez que me tenía que cortar esos pelos. Yo me negaba, pues papá había decidido que ya estaba bien eso de peluqueros que venían a casa con sus tijeritas y sus perfumitos y que yo debía ir, como todos mis amiguitos, a la peluquería del barrio. Lo odiaba. El peluquero me sentaba en la sillita esa con forma de caballo y me cortaba el pelo usando navajas. No tijeras, navajas, que afilaba en una tira de piel atada en un lateral del caballo. Veía la navaja subir y bajar y me sentía como un pollo de mercado a punto de ser degollado.
- Mami, mira que no me mate, porfi- imploraba, con la barbilla pegada al pecho e intentando ver mi reflejo.
- No pasa nada, papi - decía mamá, mientras hojeaba una revista.
Salíamos de la peluquería, yo con un corte de pelo que parecía un niño de peli de postguerra española. Esas crisis me duraron hasta los trece años, cuando aprendí a escaparme a casa de una amiga con madre peluquera. Cambiaba besos a la hija por cortes de pelo a tijera.
Las crisis adolescentes ya las asociaba a eso de que la primavera la sangre altera y, además de sentarme en cualquier banco de mi colegio sólo para chicos, pensaba en salir apenas pudiese a buscar a las chicas del colegio femenino de al lado. Casi todas eran feas. Pero Magaly no. la esperaba siempre en una esquina, y ella llegaba con sus dos amigas, la gordita y la enana. Creo que el hecho de ser tan guapa, y haber sido elegida reina de la primavera tantas veces le había generado un trauma pequeño que la obligaba a representar a pequeña escala su Comunidad del Anillo. Mis amigos, carroñeros máximos, distraían a la hobbit y al orco y yo me iba con mi Elfa por los parques del Callao. Poco me duró la alegría, pues una tarde primaveral, apareció el Elfo máximo (mientras nosotros veíamos un sunset, con música de Luis Miguel) puso su tabla sobre las piedritas de la playa, se sacó la camisa y bailó sobre las olas de espuma. No la culpé por dejarme, pues el surfer me gustó hasta a mi. Hasta que cumplí los dieciocho, temblaba por las noches previas a la primavera, temeroso de sufrir un nuevo y humillante desamor.
Pasada esa edad, la primavera me mostró su mejor cara. Las chicas comenzaban a mostrar el ombliguito, tiradas panza arriba en el césped de la facultad y yo, desde un balcón estratégico, disfrutaba el paisaje. Un día, sazonado con algunas birras, bajé de mi atalaya y me acerqué a una rubita que me había llamado la atención por dos cosas: leía un libro de Saramago y las piernas le brillaban como si estuviesen hechas de mármol rosa. Me acerqué, con mi libro en la mano (yo también leía al portugués) y le pregunté si ella también creía (como mamá) que yo ardería en el infierno por culpa de que me gustara tanto "El Evangelio Según Jesucristo". Sara me dijo que no, y que si acaso nos encontrábamos en el infierno sería por culpa de mi sonrisa diabólica y de su facilidad para mandar a la mierda a los idiotas. Nos hicimos amigos, comenzamos a salir, y una tarde la besé en los pabellones abandonados de la uni. Un día me dijo que la esperase frente al pasillo de coches. Aproveché entonces para llevar a mis mejores amigos de entonces y, de una vez, presentarles a la chica de la que llevaba semanas hablando. La vimos llegar en una carroza, rodeada de flores y globos y enfundada en un vestido de Bella Durmiente. La universidad entera la había escogido como reina de la primavera.
- Te la tiras? - preguntó Tomy, románticamente.
- Todavía no - respondí, babeando - dame tiempo.
Pero anoche. Anoche entre los estertores de muerte del último domingo de invierno, me vinieron otra vez los sudores fríos. Recordé al peluquero y su navaja, al caballo que sonreía como poseído, a mis libros, a mis cuadernos, mi pantalón gris rata de uniforme, los desfiles, los colores verdes, cartulinas, a mamá y mis poesías del día de la juventud. Recordé a Sara, a Magaly, a la conjuntivitis y a Tomy. En ese orden. Era casi medianoche y en El Larguero hablaban de lo mal que jugó el Aleti y de que Nadal había perdido ya casi la final de Indian Wells. Cogí el móvil y abrí los contactos. El primer nombre que aparecía era el de costumbre, el que sigue al "AAA" que pidió la Cruz Roja que marcásemos como contacto de emergencia. Casi te llamo. Pero no era momento de hundirme, la noche era cálida y me dormí deseando dos cosas: pasármelo bien en Nueva York esta primavera, y que no me dé conjuntivitis, comme d'habitude.
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