Mi primer viaje de verdad fue a un nevado de los Andes, con mis amigos del cole. Uno de ellos no soportó la altura (3200 m.s.n.m.) y se desmayó en plena ascensión. Cuando coronamos la cima, lo veíamos desde arriba como una estrella de mar abandonada en la nieve y forrada de Timberland. Me lo pasé muy bien: comí pan con moscas, bebí vino barato, cené en plena calle y dormí congelado en un hostal de medio pelo. Esa noche descubrí que los profesores también follan y mis amigos y yo nos pasamos el día siguiente bombardeandolos con indirectas del tipo "Profe, ¿por qué tiene ojeras si nos acostamos a las nueve?". Traje de recuerdo una réplica del lanzón monolítico de Chavín de Huantar que duró un año cogiendo polvo en la cómoda de mamá.
Mi segundo viaje fue otra vez a la sierra peruana. Esta vez con amigos de la facultad, que no quisieron creer en mi abstinencia alcohólica y aprovechando mi poca fuerza de voluntad me llenaron de alcohol las venas antes siquiera de que bajáramos del autobús. Conocí la ciudad de los baños del Inca borracho y descubrí que allí las chicas eran guapísimas hasta que hablaban y no se les entendía una mierda. Tenían un acento extraño de erres arrastradas y eses silbantes que me confundía. Me pasé las noches de fiesta intentando hablar con ellas y casi siempre terminaba con alguna turista inglesa o alemana. Traje de recuerdo un queso, una botella de vino que llegó a Lima completamente seca y una resaca del carajo.
Mi tercer viaje fue a Madrid y sólo cargué mi maleta con libros y discos. Volé solo y a mi lado se sentó un hombre que no se decidía entre leer un libro de Química, uno de Voltaire y una revista de coches. El pobre tenía un problema de próstata y se levantaba cada diez minutos al baño. Yo creo que a la altura de las Bahamas, ya meaba aire. Bebí vino y whisky y una azafata me mandó a tomar viento cuando le pedí que me regalase su pin de Iberia, me dormí mal y llegué a Barajas sudando por culpa de que cuando salí de Lima era invierno cerrado y aquí comenzaban ya con fuerza los primeros ardores del calentamiento global. Me llevé de recuerdo la mantita del avión, el libro de Voltaire (La Henriade) de mi compañero de viaje y la certeza de que siempre, siempre, me pediré ventanilla en los vuelos que haga de aquí hasta que muera.
Mi cuarto viaje (paja) fue a Valencia. El de Barcelona es mejor olvidarlo porque esa ciudad es bonita, pero está llena de catalanes. Llegué en autobús, y mamá (que aún cree que tengo 10 años) insistió hasta el hartazgo en ir a despedirme a la estación de Conde Casal. Llegué al piso vacío de mi tío y tuve que comprar de segunda mano una nevera, dos sillones, y una cómoda para meter mi ropa. Caminé por la arena caliente y descubrí que el Mediterráneo nunca está frío y siempre tienes la sensación de que alguien se acaba de mear a tu lado. Descubrí también mi adicción a la paella y a tirarme al sol en plan lagarto, sabedor de que no hay ladrones de monedas al lado. Me traje de recuerdo a Sol, que me duró ocho años.
Mi quinto viaje fue a París. Me quedé en casa de unos amigos cerca de Nation y disfruté mi primer reveillon con cientos de miles de personas al lado, la última noche del año en Champes Elysees. Bebí vino, comí foie, caminé acompañado por la rues más románticas del mundo y visité las tumbas de Victor Hugo y Dumas. Me quise tumbar al sol en Tulleries pero no había sol, y compré en las tiendas de Montmartre en lugar de osar siquiera meterme a las galerías Lafayette. Descubrí lo que es el aire frío del Sena y decidí volver, al menos una vez al año, a esa ciudad con tanto encanto en la que nunca me gustaría vivir. Traje como souvenir llaveros, camisetas y una foto al lado de la torre Eiffel que apenas enmarqué rodó por los suelos y se quedó para siempre con el cristal rajado.
Mi sexto viaje fue a Marruecos. Llegué de noche y el aire seco me dio un bofetón nada más bajar del avión. Quise volver a Madrid a la media hora, horrorizado de que existiese un lugar más caótico que Lima (de donde venía huyendo, al fin y al cabo) y más poblado. Fui convencido de buena gana para quedarme y al día siguiente disfruté de esa civilización desconocida para mí. Vi riads, palacetes, souks, y burkas. Olí curry, pimientos, naranjas y mil especias. Sentí el calor de la gente y el de una cobra que un ambulante bromista me colgó en el cuello. Me dormí cansado en el jardín de un rey y confundí al príncipe con un dependiente de Western Union. Me traje de recuerdo un juego de mesa hecho con maderas y piedritas y unas Converse All Star falsas (que por cierto, no sé donde coño están).
Mi séptimo viaje fue a Roma. Vagué por las calles como un desgraciado, sabedor de que lo que fui a buscar con tanto ahínco ya no existía más. Conocí la casa del papa y vi su colección de tesoros que era tan extensa que terminó por aburrirme e interrumpí la visita para echarme la siesta en sus jardines, al lado de una escultura con forma de piña. Me emborraché de vino blanco y vomité pescado en el muro de Marta con tanta furia y despecho que la pobre tuvo que mandar a pintar la habitación después de mi visita. Me colé en un tren y mi gran sonrisa hizo que la azafata me colase en el vuelo del día siguiente cuando, por mi culpa, perdí el ansiado vuelo de regreso a casa. Descubrí que soy capaz de aprender un idioma en tres meses y me traje de recuerdo un Colosseo horrible que estuvo en el recibidor de casa durante un tiempo y una réplica de La Donna y el Ermellino que mamá tiene hasta hoy.
Mi octavo viaje (joer, sí que viajo, sí) fue a Liverpool, para celebrar que en Toshiba estaban a punto de despedirme. Me empapé de Beatles hasta la médula y bebí pintas como si no hubiera mañana. Viaje en ferry for once in my life y me alojé en una casa de las afueras en la que siempre encontraba, al volver de mis paseos a un adolescente que me saludaba con un desganado, Hi, mate. Estuve a punto de ir a un partido de fútbol, pero preferí romper con mi novia en Queen Square y comer beans & eggs para ahogarme en la pena y los gases. Me traje de recuerdo una taza del Cavern y un parche de Rubber Soul que cosí una tarde de domingo al bolsillo de mi chaqueta de los conciertos.
Mi noveno viaje fue a la capital del mundo. Llegué al JFK de día, con sueño y hablé inglés de Tailandia cuando los agentes de aduanas me preguntaron que qué coño quería yo en New York. Fui de rebajas, y desayuné Snapples y muffin sentado en la hierba de Central Park. Hablé con las ardillas en español y en inglés con un mexicano. Compré en Gap, Barnes & Nobles, Bloomingdales y Chinatown. Bebí margaritas en Broadway y escuché jazz en vivo en un bar de Harlem. Comí en un diner como Tony Soprano y bebí coca cola hasta reventar en un Friday's de Time Square como Mirella. Me traje de recuerdo un reloj Montblanc y las ganas de volver, ya con más calma. Con mi paz. Y por eso me largo allí a celebrar mi cumpleaños. Me recogerá Oscar del aeropuerto, dormiré en casa de John y saldré de fiesta y de compras con Magaly.
Me encanta esto de tener amigos cosmopolitas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario