Mamá me dijo que siempre oliera a las niñas. Si el pelo les olía bien, entonces eran de familia bien, con una madre hacendosa que las cuidaba y las ayudaba a crecer hasta convertirlas en mujeres de fiar. Si el pelo les olía mal, entonces había que desconfiar de esa pobre criatura y jugar con ella, pero sin llegar a más. Mamá: la última niña que despertó a mi lado tenía el cabello rubio como el sol y le olía a marihuana. Con ella me lo pasé mejor que con muchas de las que olían a Johnson & Johnson.
Mamá me dijo que siempre pensara en los demás, que así diosito pensaría en mí y sería recompensado. Me enseñó que mis actos eran observados desde algún altar invisible y que desde allí se sabría si yo había pateado a fulanito con alevosía o si había ayudado a menganito sin esperar nada a cambio. Me prometió un edén de paz y amor en el que dormiría cuando quisiese y podría correr sin temor a nada. Mamá: disfruto más siendo malo, es más divertido, no quiero llegar a ese edén, porque seguro que no encontraría a ninguno de mis amigos. Dios no existe.
Mamá me dijo que la verdad siempre sale a la luz, que no importa cuanto te esfuerces en ocultarla, la mentira es como una gran bola de nieve que crece y te aplasta, como una piedra en el pecho, como un atracón de frejoles con seco de cordero. Te deja sin respiración y tarde o temprano el agobio es tal que terminas confesando hundiéndote en la vergüenza de saberte mentiroso e indigno. Mamá: tienes razón a medias. Puedo mentir, y sí, es como una gran bola de nieve que va creciendo, y aunque no me gusta hacerlo mola ver como los demás te creen sin pensarlo.
Mamá me enseño a vestir bien. Me hacía la ropa y zapatos a medida, en los mejores sastres y zapateros de la ciudad. Usaba el pretexto de que le costaba los mismo ajustarme la ropa (al ser yo tan pequeño) y que mi pie izquierdo tenía el empeine diez milímetros mas alto que el derecho. Hasta los diez años llevaba botines que sólo usaban los miembros del grupo Menudo, pantalones con tirantes e iba al cole con un maletín tipo James Bond. Mamá: tuya es la culpa de que ahora no me guste nada de la ropa normal, y mis camisas sean o de Hilfiger, Gant o Hollister. Thank you very much, mommy, ahora se me ha jodido un pantalón de Gap y pienso volver a la tienda de New York para comprarme uno igual.
Mamá me dice que las mujeres no son la solución, pero tampoco el problema. Que si no he tenido suerte con las tres últimas, no significa que no encontraré el amor de mi vida en alguna de las tres próximas. O seis, al paso que vas. Asegura que es mejor no buscar nada, que eso ya aparecerá solo, como mis calcetines perdidos que un día, milagrosamente, deciden volver a estar en mi vida asomando la punta por cualquier cajón. Mamá: puede que tengas razón, pero como te dije un día a la hora del vermut, yo creo que mi tren del matrimonio ya pasó. Me imagino soltero hasta el fin de mis días, me gustan muchas y no me engancha (ya, tanto como para querer casarme) ninguna.
Mamá dice que siempre hay que estar donde uno es bien recibido. Que es mejor no ir a las fiestas esas de familia, si tienes la más mínima sospecha de que alguien no te quiere allí. Por eso paso de ir a la casa de mi tío el ingeniero, porque su mujer no me traga; creo que nunca más iré a Brest o a la casa de Delphine en París, ni tampoco creo que vuelva a mi oficina cuando al fin consiga dejar este trabajo. Pero sí voy a comprar un billete a New York, para ver a mis amigos de la infancia que llevan un año convenciéndome (via facebook) de que suba a vistarlos. Mamá: haz las maletas ya, que nos vamos al JFK, que es un aeropuerto para gordos, a ver a la gente del barrio. Tú te emborrachas con tu comadre y sus hermanas, y yo, con suerte, me cepillo al fin a la hermana de Pepe, que ahora es azafata de American Airlines.
Ay omá que rico.
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