jueves, febrero 03, 2011

Homeofobia


Odio estar enfermo, de lo que sea. En primer lugar porque, desde niño, he demostrado una cobardía pluscuamperfecta a la hora de enfrentarme a cualquier síntoma, pero también porque vivía en un barrio popular en el que los remedios caseros eran, siempre, cada uno más extravagante que el anterior.

Tuve paperas hace churrucientos años. La cara se me puso como una pelota y mamá me encerró en casa para evitar el contagio a mis hermanos. Me aburría a morir, y mis juguetes y cuentos comenzaron a volverse repetitivos al segundo día de enfermedad. Entonces, escapé por una ventana aprovechando que mi enclenque cuerpo cabía por las rendijas. Una vecina me encontró vagando en pijama y me devolvió a casa sano, salvo y cachetón. Oí cómo le explicaba a mamá la preparación de un remedio casero hecho a base de pimienta de cayena reducida a polvo, mojada con chorritos de vinagre y aplicada en plan empaste sobre la zona inflamada. "En un día se cura vecina" le dijo, convencidísima. Mamá le agradeció mi rescate, pero apenas cerró la puerta escuché como susurraba "qué cayena ni qué ocho cuartos, las pastillas que nos dio el pediatra y punto". Impaciente como era yo, aproveché otro de los miles de descuidos de mi veinteañera madre para buscar los ingredientes de la poción mágica en la cocina. Cambié la cayena por rocoto y el vinagre lo confundí con vino, preparé el menjunje y me pinté la cara como si me fuese a enfrentar a un piel roja.
Mamá tardó dos horas en lograr que dejase de llorar y dormí dos noches con una toalla húmeda en la cara para aliviar el ardor. Conciliaba el sueño prometiendo venganza eterna a la vecina.

Años después, cuando ya no cabía por las rendijas de la ventana. Mis amigos y yo robamos dos bandejas de huevos del camión de reparto. Los huevos, casi siempre, venían de unas granjas vecinas, en las que, además de gallinas, patos, conejos y cabras, también vivía alguno que otro primo lejano de papá. Nos escondimos en casa de los mellizos y, allí, improvisamos una tortilla inmensa que sirviera tanto para calmar nuestra hambre como para borrar toda clase de pruebas. Comimos como desgraciados y bebimos toda la cocacola que había. Cuando volví a casa vomité tres veces por el camino (la última en los pies del cura, que nunca perdonó tamaña ofensa a sus sandalias franciscanas) y llegué a mi cama sudando frío. Mamá creía que eran mis últimos minutos de vida, porque, entre mis delirios, le dije que me habían envenenado y mis temblores y espasmos ayudaban en mucho a sostener mi delirio de espía secreto descubierto y atacado en plena misión. Mamá fue a buscar un taxi, y me dejó al cuidado de una vecina. Cuando volvió (esto me lo cuenta ella, yo ya me había desmayado), encontró a la mujer, orinando sobre unas toallas y dispuesta a ponérmelas sobre la panza.

- ¿Qué haces, loca de mierda? - gritó mamá.
- Esto es bueno, vecina - argumentó - el calor de la orina hará que los cólicos paren. Ya vas a ver.

Obviamente, mamá echó a patadas a la loca esa y me llevó el brazos a que me aplicaran un enema. De camino, tiró las toallas a la basura. Estuve a dieta blanca durante una semana y me aficioné al pollo de por vida. Se me caducan los huevos con facilidad.

Antes de cumplir los dieciocho, quise estudiar algo en la universidad, lo que sea, pero que sirviese para estar al menos cinco años más en el cascarón de papá y mamá. Escogí una ingeniería, estudié durante meses y me inscribí en un examen algo caro de ingreso a la universidad. Durante días escuché que eramos 15000 alumnos para 500 plazas, que el sistema educativo anterior al gobierno actual había sido demasiado blando y que ahora los examenes de acceso serían más duros, que había gente que sufría ataques de ansiedad, y mogollón de chorradas como esas. Una de las mujeres de mi abuelo, al verme en ese estado tenso, me recomendó que la noche anterior bebiera dos tazas de tila, bien cargadas, y que así dormiría super relaz. (lo dijo así, "relaz", y en ese momento debí sospechar). Como en casa no teníamos de eso, asumí que cualquier infusión serviría y herví un litro de agua con dos puñados gordos de hojas de hierbaluisa. Cogí "Cien Años de Soledad" y, con mi jarrita de infusión al lado, me preparé a dormir. Cosa que conseguí en pocos minutos. Al día siguiente, en pleno examen, sentía una necesidad extrema de liberar flatulencias acumuladas y todo yo era un retortijón. Recordé al tío del pueblo que siempre pedorreaba cuando se quedaba dormido en nuestro salón y reprimí al máximo mis ansias de liberación. Creo que fue el examen más rápido de mi vida, ni siquiera me detuve a pensar las respuestas y tuve mucha suerte en conseguir una de las notas más altas. Lo primero que hice al salir (escopetado) del aula, fue dejar que mi aparato digestivo lograse lo que buscaba desde que desperté esa mañana y minutos después corrí a la biblioteca de la facultad sólo para comprobar las propiedades mágicas y digestivas de la hierbaluisa, que, además de relajante, también había sido usada desde tiempos de la Colonia como un poderoso laxante.

Hoy, he visto como un grupo de personas protestaban frente al Instituto Homeopático de Madrid. La protesta ha sido original y divertida, sin ruidos. Se han juntado allí a "suicidarse" zampándose 20 comprimidos homeopáticos cada uno, como los que usaba Sol cuando ella y yo nos conocimos, y que (sí, Sol, lo confieso ahora) un día, aburrido y cabreado con ella, cambié sus homéopathie granules por caramelitos Pez. América y sus amigos, tras ingerir dosis alarmantes de somníferos homeopáticos, sólo han conseguido el mismo efecto que tengo yo tras ver mi nómina: descojonarse. Al ver el vídeo que está en Ustream imagino qué habría pasado si yo no hubiera tenido unos vecinos o familiares tan frikis con eso de los remedios caseros. Quizás, equivocado, habría seguido creyendo en ellos y ahora trabajaría con subvenciones del gobierno en el Instituto Homeopático. Habría visto desde la ventana a los protestantes ingerir las pastillitas entre risas y, escondido detrás de la cortina, desde mi ignorancia, los habría maldecido.
¡Mierda!, pero ahora que lo pienso, al menos habría tenido oportunidad de hablar con América. De sólo pensarlo, me han entrado ganas de beber un litro de hierbaluisa para relajarme.

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