domingo, diciembre 14, 2008

La Jolie del Mongo


La tenía más chiquita que nunca y no sabía si era por el frío, por la humedad, por el miedo, o por la falta de generosidad de la madre naturaleza. El Mongo buscaba en sus bolsillos el último billete de la noche, para poner en el tanga de la morena de piernas interminables que bailaba para él. Para él y para otros diez hombres que también rodeaban esa barra. La luz rosa era muy diferente a la que roja que él siempre vio en las películas, las sillas eran pegajosas y el humo de los cigarros hacía el ambiente irrespirable. La morena se acercó otra vez y él con su sonrisa cojuda le enseñó un par de monedas, ¿qué crees, papito, que soy un teléfono público?, lo humilló.

Salió a la calle y la fría noche le encogió más lo encogible. Un tipo lo llamó desde una esquina y, conocedor de su negocio, le ofreció lo mejor del género a buen precio. No sé, dijo el Mongo, sólo por cumplir, pero el proxeneta acostumbrado a que le regateen los precios, lo convenció con una frase perfecta: I have a twenty years old russian girl, for your eyes only. Pararon un taxi.
Bajaron hasta un bar oscuro. Las chicas que adornaban la barra podrían, no sé si con más suerte, formar parte del catálogo del Private y participar en la próxima película "Dr. Do me a Little" o "Las colegialas sólo quieren divertirse". Una de ellas, a una seña del caficho, se acercó contoneante y con sólo un dedo en su barbilla lo arrastró hasta una mesa como si lo hubieran atado a diez caballos. Le sacó una botella de champagne, y él sólo pudo beber una copa, pues cuando ella supo que era el momento le susurró al oído do you want to fuck?. El Mongo, tras asentir tuvo su primer orgasmo de la noche, ahí mismito.

Salieron y él comprobó entonces que el taxista que los había traído hasta allí con las luces apagadas, los esperaba. Agradeció al cielo, pues el bar estaba en un polígono industrial perdido, y apenas se sentó en los asientos del taxi, que olían a sexo, puso manos a la obra, cual pulpo hambriento de fitoplancton, pescado, algas y bolsas de plástico. Llegaron al hotel que la puta había escogido y subieron sin que el recepcionista tuviera que decirles hola. La habitación tenía una cama, más que suficiente, pensó.
Se acostó y se abrió la camisa, imitando a Daniel Craig, sosteniendo un imaginario vaso de martini. Con la ceja levantada vio a la puta quitarse el abrigo, y el ajustado vestido que llevaba encima. What's your name?, le preguntó mientras la veía desabrocharse los zapatos. Angelina, respondió. You gotta be kidding, exclamó, Angelina? Like Angelina Jolie? La puta, en bragas, le dijo, yes babe, y le alargó un DNI ruso en el que el Mongo rápidamente comprobó, además del nombre, que tenía 25 años.

Mientras recibía la mejor felación del universo, el Mongo veía pasar su vida ante sus ojos: el colegio, la universidad, la nieve, un pescado, una botella de vino de 300 euros, un hombre de pelo naranja, ¿el taxi era un Mercedes?, jamón serrano, cecina, la lluvia, Obama, Bush, Putin, sobretodo Putin, hasta que una orden le hizo volver a la realidad: eat my pussy, motherfucker. En eso estaba, y mientras intentaba memorizar para siempre ese sabor, seguía pensando en sus cosas: el precio de los pisos en Lima, el Congreso, flamenco, azulejos y mayólicas Casinelli, la avenida Abancay, la Gran Vía, navidad, año nuevo, un pavo relleno y por dónde voy a rellenar este pavo, Sarita Colonia, la Virgen de la Almudena, i'm coming, i'm coming. Esta vez, al acostarse otra vez sobre la almohada, comprobó con satisfacción que no tenía pelos en la lengua.

Cabalgaba con la mejor de las destrezas, y, mientras tanto, el Mongo pensaba ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta... y Goooooool... Gooooool...Quiero llorar! Dios santo! Viva el futbol! Golazo!... Es para llorar perdonenme... una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos...barrilete cósmico... de que planeta viniste? ... Gracias dios, por el fútbol, ...por estas lágrimas. Angelina, se baja del potro domado, y, con las cuatro extremidades abiertas recibe al Mongo, que, por educación, oiga usted, no rechaza la invitación. La ataca con sutileza, como cuando llegas a una casa y está la puerta abierta y entras y a la vez preguntas "hola, ¿se puede?". Ella, con sus increíbles ojos azules, lo mira fijamente y dice c'mon, fuck me, harder, harder. Él, dolido en su orgullo de chico de barrio, recuerda esas duchas en el gimnasio al lado del Negro piezón y se dice a sí mismo, a Angelina, al mundo: te vas cagar y le levanta las piernas (duras como el mármol, tibias e infinitas) para enseñarle el mejor de sus movimientos. Se pregunta: ¿eres de verdad?, ¿ese perro que está ladrando tendrá frío?, ¿el taxista habrá parado el taxímetro? yes, yes, harder, harder, ¿mi teléfono acepta tarjetas de 4 o de 8 Gb?, ¿qué me regalará mi novia para navidad? ¿qué le regalo? don't stop, please, don't stop, faster, faster, ¿por qué el árbol de navidad tiene que ser rojo? ¿por qué las sábanas del hotel están limpias? ¿cuánto me va costar esta mierda? yes, yes, i'm coming, yes.

El taxista lo espera en la entrada del hotel. Angelina vuelve con él al bar de origen y al despedirse le da un beso de tornillo, tan falso como el hombre de nieve que los mira sonriente. De vuelta en su hotel el taxista le cobra y tras recibir los trescientos euros a los que asciende la aventura desaparece por una calle sabiendo que su cliente lo está maldiciendo para toda la eternidad. El Mongo, ya en su cuarto, se da una ducha caliente y mientras el agua le lava la vaina se pregunta ¿será la última vez que me voy de putas? y, con una sonrisa en los labios, sabe que la respuesta es No.

jueves, diciembre 11, 2008

El Túnel del Tiempo


La noche se había cerrado hace tiempo y yo había ya conseguido mi mercancía en el Souk de Casablanca. Me costó llegar, la gente aquí no habla francés, ni inglés, ni español, sino una mezcla de los tres que hace que la comunicación sea fácil cuando necesitas un taxi, pero muy difícil cuando se da el caso de buscar una dirección. Si preguntas "¿dónde está el mercado artesanal?" en cualquier lenguaje, ellos entienden mercado y artesanal por separado, a veces las dos cosas, pero muy pocas veces las asocian. Le pasa lo mismo la gente que viene a España: una tarde los padres de Sol quisieron comprar gasolina y pidieron 30 euros, en español, la dependienta, que sólo escuchaba el ruido del masticar de su propio chicle, les puso 20 euros, y casi se quedan tirados rumbo a Antequera.

En Casablanca la gente intenta hablar lo que tú hables. Si te oyen palabras en español, te dicen "amigo, barato tú compras me",si escuchan el francés, se sueltan un poco más y van por ahí soltando "bonjour beaugoss". No quiero imaginar qué les pasaría si por sus calles caminara un catalán. El Souk es una mezcla extraña entre mercado artesanal y paraíso de la falsificación. Puede encontrarse desde vasijas para quemar incienso hasta una chaqueta de Dolce&Gabanna. Yo iba buscando tres cosas, muy simples: unas gafas Ray-ban Wayfarer, un par de Converse, y una camiseta de futbol de la selección marroquí. Mi primera parada, involuntaria, fue en un puesto de cinturones. Me agaché frente a él para atarme un zapato, y sin quiere vi de reojo un cinturón Hermès, de piel marrón. La mafia italiana mueve cantidades descomunales de prendas falsificadas, muchas de ellas son, simplemente, descartes de producción con minúsculas taras que pasan a formar parte del mercado negro. La "H" de la hebilla brillaba lo justo, no tanto como las demás, no era tosca como las otras falsificaciones que parecían sacadas de un taller de manualidades. Cuando me incorporé, el vendedor me acercó el cinturón, 20 euros, dijo, en su mejor castellano, a lo que respondí, no gracias. El hombre insistió, míralo, bueno calidad, míralo. Quise seguir caminando, y él preguntó, cuánto paga, y yo, más para quitármelo de encima, dije cinco euros, sin detenerme. Bien, bien, dijo, y me vendió el cinturón al que hasta ahora no he encontrado el fallo.

Más adelante, y tras pasar por un puesto de venta de panes con mosca incluida, vi colgada la camiseta de fútbol que estaba buscando. Era una buena imitación, con los logos de Puma bordados a mano y también el escudo de la federación de fútbol de Marruecos. Pagué diez euros sin protestar y ni siquiera sé si los caracteres árabes que van impresos en la espalda corresponden al nombre de un jugador o simple y llanamente ponen "turista imbécil" a modo de pequeña venganza. Cuando los demás vendedores me veían pasar con dos pequeñas bolsas blancas en la mano, sabían que no estaba allí sólo de paseo. Me ofrecieron espejos, mesas, cartera, bolsos, maletas de viaje, con ruedas y sin ruedas, incienso, vasijas antiguas, dagas antiguas y creía que me estaban asaltando, espadas, casos, esculturas en madera y en barro, juegos de ajedrez y solitario, cubos, cilindros, vasos, copas, teteras, fuentes, pinturas, cuencos, especias, queso, pan, pescado, carne, frutas, verduras, aceitunas, vino, aceite, zapatos, relojes, zapatillas y compré mis Converse, camisetas, polos, pantalones, jeans, chaquetas, trajes de Hugo Boss, más relojes, discos, DVD's, gorras, sombreros, llaves, llaves antiguas, llaveros, joyas, unas falsas y otras que parecían verdaderas, revistas viejas, revistas nuevas, zumo de naranja, pescado seco, más pinturas, más comida, una cámara digital, radios, teléfonos, una tele de plasma, un caballo.

Salí otra vez hacia la mezquita antigua y crucé por la mitad de la calle, aquí los semáforos y los pasos de peatones están puestos porque la ley obliga, pero nadie los respeta. Paro un taxi, y le digo que me lleve hasta mi calle, al hotel Transatlantique. El asiente, y yo sospecho que no me ha entendido nada. El asiento está forrado de una piel extraña, como de perro atigrado. Siento a las pulgas subir por mis piernas. Cuando empiezo a reconocer las calles, más o menos después de cinco minutos de viaje, le digo ici c'est bon, merci, y me bajo. Camino un poco más y llego a mi hotel, donde el recepcionista me pregunta si encontré lo que buscaba. Sí, sí, muchas gracias, contestó. Subo a mi cuarto por las escaleras porque no funciona el ascensor y, mirando al techo pienso que hice bien en venir sólo por un fin de semana.

Estar en Marruecos es, para mí, como volver al caos limeño, a su improvisación y su inmundicia ocasional. Me teletransporta al tercer mundo y me recuerda porqué salí volando. Comprendo, tirado en esta cama que huele a otro huésped, la razón que hace que mis padres quieren, de vez en cuando, volver al terruño, para días después desear con ansias el vuelo que los trae de vuelta a Europa. Lo malo, es que en Marruecos no están mis amigos, y eso hace le falte lo mejor a mi Túnel del Tiempo. Por suerte, a veces recibo visitas sudamericanas que me hacen reír como hacía hace diez años, y, lo mejor de todo, es que entienden siempre lo que quiero decir.

lunes, diciembre 08, 2008

Documentación, por favor


Anoche estuve en casa de mi hermano, celebraba su cumpleaños 31, y como había tenido el detalle de invitarnos, Sol y yo llegamos pasadas las 7, después de comprar algunas cosas que nos faltaban en casa. La reunión fue divertida, hablamos de la navidad, recordamos tiempos lejanos y nos reímos mucho. Hicimos el sorteo del amigo invisible y a mí me tocó regalar algo a una de mis tías.
Cuando ya nos íbamos, mi otro hermano me pidió que acercara a su novia hasta su casa, en la Colonia de los Taxistas, no problemo, le dije y después de despedirnos y coger nuestros abrigos volvimos a Madrid.

De camino hablábamos del accidente que habíamos visto al llegar, cerca de la salida de Ajalvir. Hay mucho niñito de papá que se cree dueño de la carretera, dije, yo conocí uno que ahora tiene que raparse la cabeza después de que se la abriera cuando volvía volando en su Mercedes, por la nacional dos. Delante de mi tenía un Ford que me tapaba la visión y decidí adelantarlo por la derecha, cuando lo hice, comprendí porqué no iba más rápido: tres furgonetas de la policía nacional, una en cada carril, estaban cerrando el paso.

Fui el primero del control, suerte que no he bebido nada, dije para tranquilizar a Sol y a la novia de mi hermano. Vi como los policías trazaban un camino serpenteante con los conos de señalización, poniendo además una furgoneta cada diez metros. La última estaba cruzada en la carretera a modo de barricada, como en "Tarde de Perros". ¿Un poquito exagerados para un control de alcoholemia, no?, susurré, y uno de los policías me hizo una seña para que avanzara un poco. Llevaba en la mano una cosa de esas que brilla en la oscuridad, una especie de sable láser cortado por la mitad.

Llegué hasta el segundo policía. Buenas noches, le dije, me miró rápidamente y dijo pase, pase. El tercer policía, el que estaba en la última furgoneta bajó otra cosa que hasta que no estuve a un metro de él no pude reconocer como lo que era: una ametralladora con la que, hasta unos segundos antes, me estaba apuntando. Joder, cacho de ametralladora, por dios, dijo la novia de mi hermano, debe ser por los de ETA que están buscando. Me imaginé entonces, que si hubiera hecho algún movimiento sospechoso con el segundo policía, no sé, sacar el móvil, rascarme una axila, o los huevos, una ráfaga de balas hubiera perforado los cristales del Kia, a mí, a Sol, a la novia de mi hermano, y al muñeco de Spiderman que trepa por mi luna trasera. Tragué saliva.

La N-II era sólo para nosotros y por el espejo retrovisor veía como iban pasando, uno a uno, los coches por el espectacular control policial.

Llegamos a la Colonia del Taxista y dejamos a nuestra acompañante. Has tenido aventuras que contar, le dije, ya ves, contestó, y nos despedimos. Bajé por Peña Prieta hacia el Puente de Vallecas, y, como de costumbre, subí hacia Ciudad de Barcelona por el carril-bus, como lo hace todo el mundo. Error. Debajo del puente (había una serpiente, verdad que sí) estaba esperándome otro control policial. Putamadre, dije, casi sin mover los labios. Estos eran más cabrones, habían dejado un espacio pequeñísimo donde aparcar, me imagino que para descubrir rápidamente la torpeza de movimientos de los borrachos. Paré y bajé las lunas.

- Buenas noches.
- Buenas noches, permiso de conducir y documentación del vehículo por favor.
- Sí, cómo no, oficial.
-¿Sabe que está prohibido salir por donde lo ha hecho usted? ¿No sabe que es un carril exclusivamente de uso de transporte público? ¿O no ha visto la señal?
- La "C" - dije, idiota yo, creyendo que estaba en un concurso de TV- , digo, no he visto la señal. Lo siento.
Cursiva
El policía miró al cielo, no sé si para evitar reírse o pensando éste es tonto del culo, y recibió mi carnet de conducir y la documentación del vehículo. Me pidió el último recibo del seguro, y como suele pasar, no lo tenía conmigo. Su DNI, por favor, pidió, y cuando se lo dí, me dijo que mi DNI era español, y el carnet de conducir de un extranjero, que tenía que ir a la oficina de tráfico a actualizar la información. Señor, sí señor, dije, y un segundo después quise morderme la lengua. El policía se llevó todos mis papelitos y se fue a la patrulla, dejando pasar unos minutos, para, me imagino, acojonarme más. De ésta no nos salvamos, le dije a Sol, sólo me pregunto de cuánto será la multa. El policía volvió.

- Vamos a ver. Tiene que ir lo antes posible a Tráfico porque para nosotros, usted no tiene carnet de conducir.
- ¿Y eso, sargento?
- Este carnet esta asociado a un documento de extranjero. Usted es español, señor, debe actualizar sus datos.
- Ah, perfecto, mi teniente.
- Además le voy a hacer un expediente, tiene derecho a negarse a firmarlo.
- ¿Qué pasa si me niego, mi general?
-Nada, no pasa nada. Pero tiene que ir antes de cinco días a la Oficina de Tráfico, con el recibo del seguro pagado.
- Ok, ok, mi coronel.
- Y ya entonces aprovecha para actualizar sus datos, tenga. Ya puede seguir.
-Muchas gracias, buenas noches, mi comandante.

Crucé el puente temeroso de que en la entrada del parking de mi casa hubiera un tanque o una nave espacial para tomar muestras de mi ADN. Por suerte, no pasó nada de eso y pude llegar a mi cama con suma tranquilidad. Me desvestí y cuando Sol salió del baño yo ya estaba casi dormido. Soñé que al esposo de una de mis tías, lo había parado el mismo control policial y le había hecho bailar el Chiki-Chiki, para comprobar que estaba en condiciones de seguir conduciendo. Lo veía moverse en mi sueño, y me escuchaba a mí mismo decir, bien carajo, bien, si me hundo que se hundan todos conmigo. Puedo ser muy cruel en sueños.
Cursiva

sábado, diciembre 06, 2008

Función Estelar


Sol y yo habíamos sido invitados a disfrutar del proyector que una de sus amigas tenía instalado en su salón. Yo no quería ir, pero al ver la decepción en la cara de mi, ya de por sí, decepcionada novia, terminé aceptando. No me abrigué mucho, total, con la calefacción sufriría si llevaba mucha ropa encima, y opté por un cárdigan ligero y una camiseta. Metí unas cervezas en una bolsa del Carrefour para no llegar con las manos vacías y salimos rumbo a Moratalaz.

-¿Por qué te cae mal mi amiga? - pregunta - es buena gente.
-No es que me caiga mal- subo un poco el volumen de la radio - es que no me cae del todo bien. Es imposible para mí que me caiga bien una persona que ama el reggaetón.

Subimos a su piso y la saludamos. A ella, a su novio y a su hermano gemelo al que parecían sí afectarle los abdominales. Nos reímos un poco y pensé que, como siempre, me había pasado un poco. No porque a esta tía le encante el reggaetón, hable gritando, no sepa mantener una conversación interesante, y fume más que Cruela de Vil tiene que ser mala persona.

- ¿Qué peli vemos,tío? - me pregunta el gemelo gordo.
- No sé, la que quieras - respondo.
- ¿Has visto "Hellboy", tio?-pregunta el gemelo flaco.
- No, no la he visto.
- Ostias, tío - dice el gemelo gordo -la acabo de pillar, tío, podemos ver esa, tío, ¿qué dices, tío?
- Si quieres.
- Pero tío - interrumpe el gemelo flaco - ¿no íbamos a ver "Posesión Infernal 2", tío?
- Anda, es verdad, casi se me olvida, tío.
- A Sol no le gustan las pelis de terror - digo, y casi acompaño mi frase con un "tío"- ¿podríamos ver otra cosa?
- No importa- dice ella - poned lo que queráis.

El gemelo gordo, entonces, decide dejarme disfrutar de el trailer de uno de sus juegos de la Xbox, y, tras veinte minutos de discusión con su gemelo flaco, pone al fin el disco de algo de no sé que Warrior. Se ve bien, sólo atino a decir, y mi falta de entusiasmo hace que note que lo mío no es pasarme horas jugando a los videojuegos. Eso lo hacía cuando tenía doce años, ahora prefiero el sexo como elemento de distracción.
La amiga de Sol propone pedir comida china. Yo pido ternera con pimientos, Sol un tallarín, su amiga bolas de pollo y los gemelos miran la carta quince minutos, discuten, y tras doscientos "tíos" pronunciados, piden un par de sopas. Miro de reojo la vasija inca que adorna el salón y me pregunto ¿cuántos años me darían por romperla en sus cabezas, tío?

Al fin ponen la película, Posesión Infernal 2, y para calmar a Sol le digo, sin mentirle, que es una mierda y que los efectos son tan malos que le parecerá una comedia más que una película de terror. El gemelo flaco me escucha y dice, es un película de culto,tío. No digo más, me callo y decido esperar a que termine la peli para largarme.

- Muchas gracias por la invitación -digo, ya en la escalera.
- Cuando quieras, tío, puedes venir a ver una carrera un finde, tío, se ven cojonudas. ¿Quieres que te ponga el vídeo de la última carrera de Alonso, tío?
- No, gracias, tío - se me escapó- lo dejamos para otra vez.
- Venga, hasta otra, tío.
- Hasta otra, si eso.

El frío de Madrid me recibe con los brazos abiertos, porque aunque la cabrona de la amiga de Sol al final no puso la calefacción, el cambio de temperatura respecto a la calle es muy grande. Dejo atrás al mundo y voy corriendo hasta mi coche, me meto a lo Michael Knight y pongo la calefacción al máximo. Sol me encuentra temblando como un pollo mojado.

- Bueno, entonces ¿te has divertido?
- Sí, tía, sí, lo que quieras, tía, tía, tía -respondo, y el ruido del encendido del coche se une a nuestras carcajadas.

jueves, noviembre 27, 2008

Anita, la ranita


Tiene pocos meses de nacida y creo que es la mujer más joven que me ha rechazado.

Raphael y Delphine llegaron a Madrid a mediados de la semana pasada. Me encontraron desempleado, confundido, en calzoncillos y leyendo el libro de Roberto Saviano. Mi vida había dado varios vuelcos sustanciales en los últimos días: me habían echado del trabajo, había recuperado mi visión periférica (trabajaba mirando a la pared), comprendí lo sufrido que era estar en paro, perdí la noción de en que día de la semana estaba, y Verónica me había mandado un mensaje llamándome cabronazo por decir que tenía una foto suya. Le pedí disculpas, y le confesé, una vez más, mis ardores sabrosones pero ella, como ya es costumbre, ignoró mis proposiciones y me condenó a vivir pendiente de sus silencios.

Mis amigos franceses traían en brazos a su pequeña, a la que, en un arranque de creatividad rebauticé como Anita la Ranita después de ver sus fotos en Facebook, y quedar asombrado por lo enorme de sus vivaces ojos azules. Con los que me deslumbró en nuestro primer encuentro. No gracias, dije, cuando me la ofrecieron. Me da terror tener un niño en brazos, y por eso días antes había declinado también a sostener a Piero, el hijo de mi querido amigo Dario. No es grave, me dijo Delphine en su encantador español, le gusta estar parada todo el tiempo. Y Sol, aún viendo el terror en mis ojos me acercó a Anita y no me quedó más remedio que estirar los brazos y lo que nos pase pasará, lo que venga ya vendrá. La sujetaba de las pequeñas axilas y ella me clavaba sus ojazos azules, y, sonriente, parecía decirme ¿ya ves huevón? yo me paro sobre tus rodillas y tú quedas como campeón. Un segundo después vomitó algo blanco sobre mi pijama.

Después de una ducha de purificación caminamos en dirección al parque de El Retiro, que resulta que estaba bastante más cerca de mi casa de lo que yo creía. Subiendo por Menéndez Pelayo me imaginé a Bayly volando cual mariposa con flequillo hasta aterrizar sobre el asfalto, y no pude reprimir una malévola sonrisa. Anita, que me veía desde dentro de su carrito, fue cómplice de mi disfrute y momentáneamente se unió a mi celebración particular con una de esas sonrisas de bebé que hacen que todos los adultos saquen sus cámaras digitales para inmortalizar el momento. Sol y mis amigos, que caminaban a dos metros de nosotros, hablaban en francés de la reforma del sistema educativo en La France. Qué conversación más aburrida ¿no, Anita? le susurré, acercándome, y ella me respondió con un gugugú y un escupitajo que se escurrió por su mejilla derecha. Asumí que esos gestos significaban, estoy contigo mi hermano, estoy contigo.

Dentro del parque, Raphael retomó las riendas del carrito y yo volví al lado de Sol que parecía necesitar mi presencia. Le pregunté si le hacía ilusión tener un hijo, me respondió No sé ¿y a ti? No quise engañarla y le respondí que quizá sí, pero no con alguien que responde a preguntas tan importantes con un "No sé". No nos hablamos a lo largo de todo la avenida del Ángel Caído, ella se dedicó a interactuar con sus amigos y yo jugaba con las hojas secas del otoño. Un juego que inventé siendo un niño y que consiste en levantar con el pie una hoja, hacerla volar, y antes de que caiga al suelo, recibirla con el otro pie. Era más fácil hacerlo con diez años, con treinta y dos es más jodido y la gente que pasa se ríe un poco del gilipollas que juega con las hojas. Anita me veía desde su carrito y parecía querer aplaudir con sus manos gorditas y rosadas. Le guiñé un ojo, agradeciendo su aceptación.

Cuando la tarde acababa volvimos a casa y, ya amigos, Anita y yo nos sentamos en el sofá del salón. Le hablé de mis amigos lejanos, de chicas, del Ford Mustang, de George Harrison y del concierto de Oasis para el que tengo entradas. Ella jugaba con una cosa que parecía una representación plástica de un átomo y que dentro tenía bolas de colores que hacían las veces de cascabel cada vez que ella las movía. Imaginé que días antes mi trabajo era para mi como ese cascabel que yo movía cada vez que estaba aburrido, igual de inútil, igual de consolador cada fin de mes.

Mamá llamó y me contó que mi hermano estaba celebrando en casa su aniversario de boda, al que obviamente, no estaba invitado. Es que tienes visita pues hijito, me dijo mamá, disculpándolo, y yo le dije que no creía que fuera por eso, y que ahora que lo pensaba, él era el único que no me había llamado para darme el pésame por lo del despido y para interesarse por mi estado de ánimo. Ella disimuló como pudo y me habló de la cena de navidad, que ya está encima y preguntó si estaría en Madrid para cenar juntos. La toreé como pude y, minutos después de colgar, me llamó mi hermano para ver cómo estaba y cómo llevaba lo del despido, bien bien gracias, hablamos luego, que tengo visita.

Anita la Ranita se fue el martes a primera hora. Habíamos planeado comer juntos, pero Raphael confundió la hora de su vuelo a París y cuando se dio cuenta del error tuvieron que salir corriendo con el jersey puesto al revés y arrastrando la maleta a toda velocidad por la avenida Ciudad de Barcelona. Sol y yo despedimos a nuestros amigos, y vimos que Anita se había quedado dormida en el carrito y, para no despertarla, no le dimos el besito de la despedida. Creo que cuando la volvamos a ver será 2009, ya tendrá dientes y dirá algunas palabras en francés, pocas, como yo. Volverá a verme con sus ojazos azules y otra vez le susurraré Qué conversación más aburrida ¿no, Anita?, cuando sus padres y Sol hablen, me imagino, de la crisis del petróleo.

jueves, noviembre 20, 2008

P.Y.T.



La conocí cuando, como dice mamá, todavía no sabía ni limpiarme la nariz, y, se podría decir sin ningún miramiento, que simple y llanamente, me folló.

Yo solía jugar con mis amigos en cualquier parque, acera, calle, basural o pampa que hubiera disponible en el barrio. Ellos llegaban con la pelota, y nos poníamos a dar patadas hasta que a alguna remendada zapatilla se le saltaban los puntos de sutura o la noche temprana limeña (a eso de las 6 de la tarde al sol ya le entraba el sueño) nos mandaba a todos a casa. Calculo, mal como siempre, que yo tendría 14 años y ella 23. Era amiga de mis tíos malotes y, como todas sus amigas, estaba buenísima, y su reputación, como diría Arjona, eran las seis primeras letras de esa palabra. En esos días, en que Optimus Prime dominaba el mundo, y Vicky la Robot era la mujer de mis sueños, mis fuerzas se iban en perseguir sin éxito a Magaly, mi amiga rubia que años después engordó como una foca. Mis amigos me dijeron ya no riegues esa flor y por eso, cuando me convencieron a punta de escupitajos y chicles pegados en el pelo, decidí dejar a la gringuita para mejor ocasión y me fui, con ellos, a una de esas fiestas que mamá me había prohibido con ahínco, puros palomillas, decía, ¿qué vas a sacar yendo a esos antros?.

No necesitaba más argumentos, además, yo sabía que a esas fiestas de luces no iba, precisamente, la crema y nata del barrio. Aún así, y sin que sirviera de precedente, seguí a mis amigos a la fiesta haciéndoles prometer que nunca más me arrojarían al río Rímac y que además me devolverían la pelota que con tanto trabajo había robado a Gino. Sí, si huevón, me dijeron, pero espéranos a las nueve en la puerta del Santa Ángela. El Santa Ángela Merici era un colegio parroquial que inculcaba a sus alumnos el valor de la cristiana, lo bonito que era el mundo visto desde los cristales tornasolados de la iglesia, y que, los fines de semana y fiestas de guardar, alquilaba sus canchas de basket para hacer fiestas y vender alcohol a menores de edad. A las nueve, a las nueve, dije y corrí a casa a planchar mi ropa fiestera.

Hice de todo hasta que el reloj de la iglesia marcó la hora indicada: di mil vueltas al parque, y me encontré cinco soles; fui hasta la casa de Magaly y vi desde abajo su ventana, imaginando que de la nada saldrían unos mariachis y cantaría eso de mujer abre tu ventana para que escuches mi voz; volé hasta la cebichería del barrio y pregunté por Pepe, el bajó, hablamos, y tuve una coartada; caminé lentamente hasta el Santa Ángela y comprobé que mis amigos no habían acudido a la cita. Así me encontró ella, vestido y alborotado.

Dijo mi nombre, estás muy guapo, y yo sonreí, temblando de frío y seguro de que mi colonia se había esfumado ya. Me cogió de la mano y yo, hipnotizado por mi primera sirena, me dejé llevar. Subimos por Morales Duárez, por los jardines que años más tarde un alcalde gay tiraría para ampliar la carretera, y en uno de esos jardines, nos escondimos. O mejor dicho, ella me escondió, como las arañas esconden a las moscas que van a desangrar. Desde mi ubicación podía ver claramente la casa de enfrente, y mientras Ella-Laraña iba destejiendo mis ropas vi a un hombre fumar plácidamente en el segundo piso, quizá pensando en el duro día que había tenido en su trabajo. En la ventana de al lado, una abuela sacudía unas mantas, alumbrada por una débil luz, y en la de más arriba una grácil jovencita, a la que encontré bastante atractiva, se peinaba como diciendo espejito, espejito.

Ella-Laraña saltó sobre mí y encajé a la perfección. Asombrado estaba de que las cosas fueran tan fáciles. No sé por qué, me vino a la mente el cuento de la liebre y la tortuga, y, minutos después, cuando ella seguía moviéndose y blanqueando los ojos, me vino también el de la cigarra y la hormiga. Pero no recordé las moralejas. Gritó como una loba herida, y apoyó sus dos manos (que hasta entonces movía como un ahogado que quiere llamar la atención de los que están en la playa) sobre mis inexistentes hombros. Pesas, le dije, y ella me besó en la boca justo antes de separarse de mí. Este secreto que tienes conmigo nadie lo sabrá, chibolo, me dijo, y sacó de su bolso un cigarro que sirvió para explicar el sabor a ruda de sus labios. Me acomodé la ropa y dejé a Ella-Laraña patas arriba, en su madriguera, casi dormida. Volví al Santa Ángela y encontré a mis amigos en la puerta. Le hemos visto una teta a la hermana de éste, dijo uno, con tanta emoción que se le cortaba la respiración, y tú, ¿por qué has llegado tarde?
Los vi entonces como los niños que eran, y respondí con la verdad: es que estaba cachando. Me miraron con los ojos como platos y, segundos después, estallaron en contagiosas risas. Y así entramos a la fiesta de luces, riendo y seguros de poder tocarle el culo a alguna, que para eso son las fiestas ¿no?

A Juliette.

martes, noviembre 18, 2008

Hoy corren malos tiempos, ya lo sabes buen amigo


Fue un viernes cualquiera, tal y como lo esperaba. Al menos tuve tiempo a recoger mis cosas y despedirme de los que quedaban en la empresa, no como Jonathan que llegó un lunes en taxi porque se le había jodido el coche y se encontró con la carta de despido encima de la mesa. Lo mío fue bastante mejor, casi un alivio, podría decirse.

- La empresa ha decidido eliminar tu puesto de trabajo. Lo sentimos, es la crisis, las ventas han bajado, blablablabla.
- Ya lo sabía. Sólo me preguntaba cuando pasaría.
-¿Y cómo lo sabías? - jodida, le hubiera encantado ver mi cara de desolación- nadie lo sabía.
- A ver, cualquiera con dos dedos de frente nota que esto se va a pique, que las ventas bajen un 40% no es normal. Además vi al japo que vino a dar collejas a Ángel la semana pasada.

Es raro comprobar cuanta gente te aprecia, y más aún en estas circunstancias. Rafa no sabe qué decir, me mira con los ojos anegados, estás bromeando, ¿verdad?, pero le enseño los dos cheques del finiquito y se llena de rabia, desolación, confusión. Mi otro compañero también, hemos tenido altibajos pero pasábamos más tiempo juntos que con nuestras familias, aunque no lo quieras la costumbre es muy fuerte y no ver mi cara sudamericana cada mañana seguramente que dejará un vacío en su maño point of view. Rocío se acerca también, dame tu móvil, pide, y yo, atento a mi público femenino, la complazco.

- Hombre, nosotros parecemos más afectados que tú.
-Lo sé, Mercedes, pero en estos momentos no siento pena, ni nada que se le parezca. Es una putada, pero al menos me voy con varios miles de euros.
- Ah si, eso. Si quieres puedes hacer revisar el finiquito por un abogado...
- No, thanks. Por dinero nunca he discutido, terminemos esto rápido porfa, he quedado para comer a las tres.

Roldán me dice que a Adán también lo han echado, pero que con él no se han reunido como lo han hecho conmigo. Le han dejado el cheque en la mesa y si te he visto no me acuerdo. Mi jefe me paga un café y se lo acepto aunque odio el café de la máquina porque sabe horrible. Si Dario, mi amigo italiano, bebiera esto, seguro que sufriría una parada cardiorespiratoria. Llega Julio también (y pienso que le importo más que Adán, y me da un poquito de alegría), te llamo para ir al Bernabeu, me dice, te tomo la palabra maricón, respondo, y todos se horrorizan porque acabo de llamar maricón a la segunda persona más importante en la empresa.

- En este momento donde más valor tienes es en la competencia - dice mi jefe.
- No le des ideas, joder.
- No cerraré ninguna puerta, eso es obvio.
- Voy a por los cheques - dice la jefa de recurso humanos, que ha tenido una hija, y a la que le ha quedado un culazo de negra después del parto.
- Ya que bajas - digo, cogiéndola del brazo - súbete también unos boquerones y una caña.
- Para mí un cortado - dice mi jefe - que acabo de comer.
- Hombre, un vermú me vendría genial - la remata Mercedes.

Vacío mis cajones y con cada cosa que meto en mi bolsa siento, aunque no lo crean, como si me quitara un gran peso de encima. Es verdad que quedarse sin trabajo es una putada, pero yo estaba desesperado por salir de esta empresa en la que cada día comprobaba que no tenía futuro alguno, y que hacía que cada mañana me costara más levantarme para ir a trabajar. La única ilusión que tenía era poder escribir en los miles de ratos libres que tenía, y eso hacía que no sintiera que, ese día, había perdido tiempo valioso de vida.

Bajo al parking (me he colado) después de despedirme de los que quedaban y cuando voy a entrar a mi coche veo a mi compañero que baja sudoroso las escaleras. Te has dejado esto, me dice, y me da los regalos que Luismi y él me daban de vez en cuando: dos llaveros del Real Madrid, un perro RFID y un muñeco vudú con el traje típico de Aragón. Gracias, brother, buena suerte. Arranco y me voy escuchando Free Falling. Me siento Jerry Maguire.

Ya en casa, y después de contarle a Sol la noticia decido hacer una última broma a mis compañeros. Abro mi correo y escribo: por favor, no le enseñes este mail a nadie, sé que puedo confiar en . He olvidado algo importantísimo en el tercer cajón de mi escritorio, es una foto de Verónica. Está desnuda. Por favor, escóndela y no se la enseñes a nadie, ya te llamaré y quedaremos para que me la des. Mil gracias.

Cierro el correo y me río a carcajadas. Los gilipollas deben estar buscando la foto hasta el día de hoy. J' suis le diable et m'habille en Prada.Cursiva

martes, noviembre 11, 2008

A Huacho me fui


Tengo zapatos negros y calcetines blancos, me peino como Chayanne en el vídeo de “Completamente enamorados” porque una flaca me dijo que me parecía, y yo, huevón al cubo, le creí. Escucho doble nueve porque toda la gente de Miraflores escucha doble nueve. Yo no vivo en Miraflores pero paro por ahí, camino por sus calles. A veces, cuando me siento derrochador, me tomo una cocacolita en alguna cafetería de Shell, ¿quiere alfajores con su gaseosa joven?; no señora la cocacola nomás. Me he comprado unas Nike viejas en la cachina, de esas con un bolita en la lengua que sirve para llenar de aire las suelas y poder saltar mejor cuando juegas al basket. Pero no juego al basket. Tengo medias Nike también, compradas en el mercado central, o sea, más falsas que cachetada de payaso. Un tío me trajo un levi’s de segundamano que compró en Miami, y no me lo quito ni para dormir, y encima, una camiseta negra de Queen, porque, si no le he dicho antes, soy fan a muerte de Queen, el namber güan.
Un patita del barrio dice que sabe más de Queen que yo. Habla inglés y por eso le gusta humillarme preguntando ¿cuál es tu canción favorita? ¿Bohemian Rapsody?¿y esa en qué disco está? Yo casi nunca le respondo, es un huevón, se cree lo máximo porque habla inglés y va a la universidad. Todos los idiotas que conozco van o han ido a la universidad. Sus viejos viven en Roma y le mandan Cd’s que él escucha a todo volumen en su aiwa nuevecito, haciendo retumbar las lunas de todo el barrio. Ojalá revientes, huevón.

Me he comprado una gorrita de los Bulls, pero no sé si juegan al baseball o qué. Se la vi a uno por la tele y dije yo también tengo que tener una, y se la compré a un ambulante del Callao. Aproveché para comprarme otro polito de Queen, y un casette pirata con los best of, que me han dicho que significa lo mejor, así que deben estar todas las canciones que me gustan, que son esa de los campeones y A Huacho me fui, que no se llama así, pero es así como yo la pronuncio. Mis amigos se matan de risa cuando canto esa canción, y algunos me llaman Mercury de Huacho, que es mejor que Chayanne de Bocanegra. Ese apodo me lo puso el huevón ese que sabe inglés y por eso se cree la mamá de los pollitos. Sal de acá, oye.

Me gusta su hermana, se viste bien, la mejor forma de acercarme a ella es a través de él. Le regalaré un CD de Queen. No, mejor se lo pido a un amigo y se lo enseño nomás, no me alcanza la plata para más.
He acertado, lo ve y pregunta, tú has escuchado esto, y yo que creía que eras loco Greatest Hits. Sonrío para caerle bien, pero a los cinco minutos se aburre y se va. Su hermana se demora un poco más y se aburre de mi a la semana. Mi amigo me pidió el CD que me prestó, algo de la ópera o no sé qué. Yo sigo sentado en la puerta de mi casa, dejándome crecer un bigotito a lo Freddie. Escucho doble nueve a todo volumen para que la gente crea que sólo escucho doble nueve y cuando veo pasar al idiota junto a su hermana los saludo, y pienso que algún día también yo sabré inglés y nadie podrá burlarse de que sólo sé dos canciones de Queen. Porque si no lo he dicho antes, soy fan de Queen, el namber güan.

lunes, noviembre 10, 2008

El Hijo de Chaparrón Bonaparte


Sus tías eran las más peligrosas del barrio, y hasta los malotes les tenían miedo porque a su paso dejaban corazones rotos como si fueran hojas secas. Ellas solían llevarlo al colegio, y nosotros, niños de su edad, lo veíamos llegar siempre escoltado de ese par de gemelas rubias a las que hasta el viento parecía respetar dejando sus diminutas faldas quietas y libres de cualquier movimiento traicionero. Chaparrín se despedía entonces de sus tías, se acomodaba las gafas y entraba en el colegio feliz, seguro de haber escrito las poesías, y hecho los dibujos y cálculos que sus profesores le habían asignado el día anterior. Aún así, mientras se paraba en la formación (derechito, faltaba más), revisaba por si hubiera olvidado algo en casa en su mesita de estudio, al lado de su bote de crayolas y las plastilinas con las que no tan secretamente jugaba en uno que otro recreo.

Lo odiábamos. Su cabello castaño oscuro estaba siempre bien peinado y olía a frutas, a años luz de nuestras cabezas de choza despeinadas, apestosas e invadidas por algunos piojos traicioneros, que, en calidad de okupas, llegaron al colegio en la pelambre de Maribel y como buenos troyanos se esparcieron por donde se les dejó. Pero Chaparrín no tenía ni uno solo. Le pregunté (rascándome) alguna vez su secreto y me dijo que su mami le lavaba el pelo todos los días, primero con pulitón, después con jabón marsella y al final con shampoo Ammen y acondicionador Bonabell. Lo del acondicionador lo tomé como una exageración suya ante mi estúpida pregunta, hasta el día en que cuando volvíamos a casa vi a su madre haciéndole hola desde una esquina y levantando la botella de Bonabell como si hubiera ganado un Oscar a la mejor lavapelos.

Chaparrín tenía un nombre bastante común: Pablo; lo distinto en él eran sus apellidos italianos: Moratti Grosso, demasiado finos para mi chusco barrio. Por eso, cuando mis tíos supieron que mi amigo, la mierdita de niño esa con gafas, el enclenque mocoso que iba a todos lados con un libro, el que se agachaba cuando pasaba un avión, ése, era sobrino de las gemelas Grosso, nos invitaron a los dos (en un principio fue a él solo, pero no me traicionó y pidió que fuera yo también) a un clásico Alianza Lima - Universitario.
La señora Grosso (sólo la llamaba “mamá de Chaparrín” cuando no me oía) vino a casa a conocerme, antes de dejar que su primogénito y yo fuéramos a ese antro de malandrines que era Matute, y acompañado encima de dos muchachos que, no nos engañemos, vecina, no son de lo mejorcito del barrio. Mamá no defendió a mis tíos, dijo a la señora Grosso que eran unas balas perdidas, sí, pero que se dejarían despellejar antes de que me pasara algo malo, y por la misma razón, vecina, su hijo estará seguro. Chaparrín y yo hacíamos como que jugábamos con un He-Man que le había robado a Pepe y sonreíamos felices, sabedores ya de que con ese tecito compartido en la mesa de mi casa, nuestras viejas habían aceptado que fuéramos al partido.

El día del clásico, busqué infructuosamente una camiseta de Alianza para ponerme. Mis tíos tenían las suyas, pero no las usaban desde que Marquinho las firmó una tarde que se lo encontraron en una cebichería de La Punta. Cuando salimos de casa Chaparrín estaba ya esperándonos, vestido de arriba abajo con el uniforme de Universitario, y a su lado, Chaparrón Bonaparte, su viejo, nos miraba con más pena que gloria. Mucho cuidado hijo, suspiró como toda despedida, y se esfumó caminando como intentando recordar algo importantísimo, hasta doblar la esquina. Subimos al micro que nos llevaría hasta Matute y de camino Chaparrín aprovechó para practicar un poco de suma de fracciones en un par de hojas sueltas que, una vez llenas hasta el último rincón, dobló cuidadosamente y las metió a su bolsillo para al bajar tirarlas en la que seguramente sería la única papelera de todo el distrito de La Victoria.

Disfrutamos como locos, Alianza ganó y Chaparrín pasó desapercibido en la tribuna Sur gracias a que mis tíos lo envolvieron con una enorme bufanda. Verlo era como ver una momia aliancista con gafas, asustada por haber resucitado en medio de un partido tan importante. Mis tíos hicieron todo el camino de vuelta cantando, Chaparrín y yo hablábamos, creo, de la última película de Superman, y por ambos lados nos flanqueaban más barristas de Alianza que dejaban sentir a los demás transeúntes su alegría pateando sus coches y tocándole el culo a sus mujeres. Hasta que, de un rincón magico, salió un patrullero y nos dispersó con dos disparos al aire. Chaparrín y yo corrimos hacia el sur, quizá porque nuestro hipotálamo estaba ya sugestionado tras noventa minutos saltando en ese punto cardinal, y los cabrones de mis tíos salieron disparados en dirección contraria. Vimos callejones, borrachos, callejeros, basura, cantinas, más basura, perros, semáforos malogrados, un par de putas, el Estadio Nacional y descubrimos que no estaba tan lejos del de Matute, ambulantes, un taller de bicicletas y otro de lunas, tiendas de ropa, chifas al paso, pollerías, cebicherías, anticucherías y una comisaría. Allí se metió Chaparrín, con toda la calma del mundo y me dijo sígueme.

Dos horas después estábamos en casa y cómo deja a sus hijos al cuidado de esos vagos, señora, suerte que aquí el chibolo se sabía la dirección completa señora, con código postal y todo oiga usté, y dice que esta bufanda es de uno de los no hallados, señora, y en cuanto vuelvan esos pendejos me los manda a la comisaría más cercana para aunque sea asustarlos, buenas noches señora, y esteee, esas señoritas que me abrieron la puerta son sus hijas, señora, con todo respeto, claro está.
Mis tíos aparecieron al día siguiente. Tuvieron que caminar hasta el paradero de combis y esperar al chofer que los conocía. Cuando supieron que estaba seguro en casa les volvió el alma al cuerpo, pero las gemelas Grosso no les perdonaron el incidente Chaparrín y los castigaron para siempre con el látigo de su desprecio. Como a todos los demás.

jueves, noviembre 06, 2008

Encuentros lejanos del tercer tipo


- Un día estuve a punto de morderte el culo.
- Será verdad.
- Of course flaca, es verdad. Fue el día que te ayudé a mover unas cosas, yo estaba agachado y tú acomodando bultos.
- Y te puse el culo en la boca ¿o qué?
- Más bien “o qué”. Fue pura casualidad. Una botella rodó hasta tus botas y cuando la recogía te tuve a tiro. Fueron segundos de ansiedad, ¿muerdo o no muerdo?
- Me parto, chaval.
- Ya, y yo ¿le hinco el diente o no le hinco el diente? Pero al final me cagué y miré a otro lado.

La habitación es gris perla, hay dos ventanas cubiertas con cortinas de tul, como las que se ponen en las cunas. Nadie puede ver desde fuera pero desde dentro la vista es perfecta: hay árboles, coches que pasan a velocidad luz y, lejos, cuatro edificios altísimos que cortan el horizonte. En las mesas de noche hay chocolates y vino, lamparitas que sudan luz ámbar y un teléfono por si el señor necesita algo. Sobre la cama, un cuadro de Degas, con cuatro bailarinas de vestido blanco trazando una coreografía más perfecta que la que minutos antes se desarrollaba debajo de ellas.

- Creí que esto nunca se iba a dar.
- ¿Por?
- No sé, siempre guardaste tu distancia.
- Pero si eras tú el que decía que estaba enamorado hasta los huesos.
- Y lo estoy, pero eso no tiene nada que ver. Creía que yo no te gustaba, te lo pregunté mil veces y nunca dijiste que sí.
- Es que no quería problemas – pasa un dedo por su cara, y se le estremece el meñique izquierdo del pie derecho – soy una cagona.
- Eras, preciosa -le besa el cuello -, eras.

Han llegado en el coche de ella. Lo dejaron en el discreto parking del hotel a salvo de algún inoportuno vecino que pudiera reconocerlo. No había tampoco nadie en recepción, una máquina les dio un ticket y una llave al entrar y pagarán con tarjeta al salir. Nadie los vio, no hay testigos. Sólo ellos dos que ahora, felices, retozan bajo ese techo alquilado, sintiéndose vivos, deseados, guapos, sexys, y con la adrenalina fluyendo y algún otro cosquilleo en el pecho que no saben explicar. Quisieran arrepentirse pero saben que el único reproche que se hacen es no haber estado juntos antes, cuando el cuerpo y el cerebro lo pedían, pero las dudas y la caduca moral inculcada jodían la situaçao.

- ¿Por qué me miras así?
- Pienso en tu novia.
- Yo no pienso en tu marido, pienso en ti – responde incómodo y se separa un poco instintivamente.
- ¿No sientes nada de culpabilidad?
- No.
- ¿Cómo lo haces?
- Es un sueño, no hay nada de que arrepentirse.
- No es un sueño, tócame anda, tócame aquí, no soy un sueño.
- Sí lo eres. Aunque te toque y toque algo, seguramente estaré tocando una almohada ahora, y hace un rato habré tenido sexo con mi colchón.
- Que no, joder. No puedes estar tan seguro.

Sí lo está. Aprendió a reconocer los sueños cuando era niño, y mojaba la cama. Mamá le dijo que en los sueños la gente parece real pero no lo es. Que él en sueños era inmortal y así como podía volar y atravesar paredes, podía también decidir cuando dejaba de soñar y levantarse a mear al baño. No podré mami, dijo, pero ella le acarició la cabeza y le dijo duerme a mi lado y estaré en tu sueño, si ves que no puedes escapar yo te ayudo. No fue necesario, esa noche él sintió que el sueño se volvía raro y despertó a voluntad. Las primeras gotas de orina habían asomado, pero no lo suficiente para declarar la catástrofe de cada mañana. Orgulloso, se quedó en vela las horas restantes, hasta el amanecer.

- No importa, flaca, disfrutemos. Te voy a demostrar que esto es un sueño.
- ¿Cómo?
- Siéntate aquí – le dice, y la acomoda sobre él, acoplando cóncavo y convexo – ahora, tendrás un orgasmo entre nubes.

Y la habitación desaparece y vuelan como Alladin sobre una nube blanca hasta llegar a ver la ciudad como una inmensa y horrible maqueta reseca con cientos de coches diminutos que cruzan serpenteantes carreteras marcadas por cartelitos azules. Ven un aeropuerto y polígonos industriales. Ahí está nuestro hotel, dice ella, casi en éxtasis, sin dejar de cabalgar y él, sonriendo, le quita los cabellos negros de la cara y le dice ¿ves como era un sueño?, disfruta, flaca, disfruta. Bajan encadenados a su cama y las bailarinas dejan su coreografía para recibirlos entre aplausos.

- Descansa – le dice, y la acuesta como se acuesta a una amazona herida.
- Estoy muerta, pero feliz – le responde, con una sonrisa hermosa y los ojos cerrados.
- Me voy, flaca, es hora de despertar.
- ¿Ya?¿Tan pronto? A veces sueño que no amanece, que nos perdemos.
- Eso es de Alejandro Sanz – le susurra, y mientras le lame el vientre remata:- hasta tus palabras son mías.
- Vale, vale, es un sueño. Pero antes que te vayas, hazme un favor, que no se cuando volverás a soñar conmigo.
- Dime
- Muérdeme el culo

Él sonríe de lado y tras cumplir con la petición de su onírica compañera se despide prometiendo decirle, en cuanto despierte, que ha soñado con ella, a su álter ego real.

- ¿Me darás detalles? O sea, no a mí, a mi yo real.
- No creo, tu yo real no es tan permisiva.
- ¿Entonces?
- Le diré que he soñado contigo, o sea con ella, y cuando pregunte qué soñé, le diré que es un sueño no apto para un niño de cinco años.
- ¿Y ella entenderá el mensaje?
- Claro, es muy lista, estoy seguro que lo entenderá.

lunes, noviembre 03, 2008

Patrón patrón, sirva usted más caña


Sol, mi hermana y yo compartíamos el espejo y el maquillaje como tres amigas íntimas que iban a su primera fiesta de halloween. Me quité todos los complejos homófobos que papá me había inculcado desde niño y disfruté al máximo ese momento de complicidad bañado en maquillaje blanco y negro. Mi hermana se delineó los ojos como una egipcia y Sol se dibujó una telaraña en la mejilla izquierda a modo de tatuaje-cicatriz. Yo estaba súper preocupado en definir de la mejor manera posible los contornos de mis ojos y lo que parecían ser sombras alrededor de los párpados. Cuando al fin, con ayuda de mi hermana, lo conseguí, me embadurné el resto de mi cara con maquillaje blanco. El doble de Gene Simmons estaba casi listo, aunque la peluca negra y sus cabellos demasiado alisados, me hacían ver como el miembro samurai descartado de Kiss, el número cinco. El resto de mi disfraz estaba hecho con trozos de lo que en vida fue el parasol de mi coche, cortado con suma habilidad y transformado en pecheras, calzoncillos, guantes y botas plateadas de plataforma. Era como el drag queen que papá siempre soñó (en pesadillas) que sería y que vio alejarse aliviado cuando supo que me había levantado a mis primas que no eran horribles (tres) y a alguna de sus medio hermanas. Éstas, por decir algo en mi defensa, jugaban con el rabo más que la Pantera Rosa, no nos engañemos.

Apagué las luces, y llené la casa de velas. Cubrí las caras de los Beatles en mi reproducción del disco Abbey Road con calaveras que dibujé en dos minutos y mi centro de mesa lo formaba una calabaza con dos velas naranjas en su interior. Los invitados empezaron a llegar. El primero fue el Nero, disfrazado de Jason y desbordante de alegría por haber ido, por primera vez, al Teatro Español. Me recomendó febrilmente que viera el musical Sweeney Todd al que había asistido con una amiga que, no hizo falta aclararlo, no era la China pues todos sabemos que ésta prefiere quedarse en casa a jugar a las cartas, los viernes por la noche. O cualquier noche.

Luego llegaron Chucky, su novia, y su retoño en brazos. Minutos después el diablo gordo (mamá) y un poco después la niña del exorcista, el padre Merrin y una bruja en minifalda, a la que bautizamos como La bruja de Casa de Campo; 30 mamada, 50 completo.

La música inundaba el salón y Gene Simmons samurai bailaba con quien quisiera pegársele. Sol preparó un cóctel explosivo que en primera instancia, y para no mezclar con mi whisky, rechacé. El Nero se bebía todo lo que había en la mesa y no llegué a tiempo para detenerlo cuando se zampó de un solo trago el ambientador que compramos en el Pottery Barn de la avenida Broadway. Muy fuerte, dijo, y su aliento olía a lavanda.

Ya iba por mi tercer cubata, según Chucky, cuando la Muerte, el Monje loco y su mujer hicieron su aparición. El Monje me vio desde lejos y gritó de alegría pues para nadie era un secreto que tiene el Lp Dynasty de Kiss y lo usábamos cuando yo era niño para asustar a los conejos de la abuela. Nos hicimos una foto juntos, pero la mujer del Monje huyó despavorida cuando la miré fijamente a los ojos y saqué la lengua a modo de saludo. No quiso mirarme durante el resto de la fiesta, pero le robé una foto con la complicidad de la Muerte, que sonreía divertida mientras nos bombardeaba de flashes.
Seguimos bailando y la música criolla se mezclaba con Bisbal, The Who y la banda sonora de La Profecía. La media luz ayudaba al anonimato y cuando llegaron los amigos de Sol me acerqué a saludar sin reconocer a Angie a quien creo que me habrán presentado unas trescientas veces, más o menos, y siempre olvido. Lo que queráis, les dije y señalé la mesa en la que el Nero seguía sirviéndose copas, escondido bajo la impunidad de su máscara. Suerte que este Jason no tiene una motosierra, pensé. Diablo gordo, como siempre, se adueñó de la casa y entraba y salía de la cocina con hielos, paté y lo que encontraba a su disposición. Sol me pidió que buscase su cámara, pues según ella, yo era quien la había perdido. Bebí un trago de su cóctel y entré en la habitación, buscando entre el montón de abrigos. Al sentarme, el mundo me dio vueltas y decidí recostarme hasta que pasase el mareo. Desperté a las diez y media del día siguiente.

En el sillón estaba el Nero, que como buen peruano no europeizado se quedó hasta las últimas consecuencias. Mamá y mi hermana también dormían, una en el sofá y otra en una colchoneta que tenemos para casos de emergencia. Todos los demás se habían ido ya, dejando tras de sí un rastro de botellas vacías, latas de cerveza, una fuente rota, discos de salsa usados como posavasos y una olla de sopa que, sin que nadie me dijera, supe que habría hecho mamá, a eso de las seis de la mañana. Sol me pidió que no la despertara, y me miré al espejo para ver cómo había quedado mi cara después de tanto jaleo. Tenía todavía restos del maquillaje y Gene Simmons me sonrió desde el reflejo, y me pidió que la próxima vez no combine los tragos porque nos perdemos lo mejor de la fiesta, asshole y I wanna rock and roll all night, babe. Han pasado dos días, y la cámara todavía no aparece, sospecho que en mi embriaguez la dejé junto a una botella de Bacardi y el Nero, cual aceituna en Martini, se la bebió y ahora dispara flashes cada vez que eructa.

martes, octubre 28, 2008

Greased Lightnin'


Sapo Gordo llegó al taller contento, rojísimo, y lleno de una conchuda vitalidad. Nos encontró barriendo la grasa con aserrín, y saludó efusivamente al profesor Palpa, encargado hasta fin de año de enseñarnos todititos los secretos de la mecánica automotriz. Después del abrazo, le dijo algo así como ahí te dejo a mi cachorro, y, posándose sobre sus cuatro patas se fue dando saltos y croando por los pasillos del colegio. No está demás decir que Sapo Gordo era nuestro ilustre director.

Chula y yo fuimos los escogidos para darle unos retoques al famoso cachorro, que no era otra cosa que un destartalado VW del 70. Hay que hacerle un afinamiento alumno, dijo el profe, porque aunque frente a él hubieran 15 personas siempre se refería a nosotros en singular: alumno; un afinamiento general. Lo primero que revisamos fueron las luces: las de paso, las de dirección y las de niebla. Éstas últimas estaban dañadas, y cuando lo reportamos recibimos un qué chucha, déjalo así nomás, alumno, como toda respuesta.
Chula descubrió, entonces, que la luz de las bujías estaba por encima de lo que mandaba el único libro de mecánica que había en todo el Politécnico (fotocopiado y con mil manchas de grasa) y nos pusimos a calibrarlas con el mayor esmero que dan los catorce años. Después, yo encontré demasiado acelerado el acelerador, muy carburante el carburador y poco frenadores los frenos. Chula apoyó mi veredicto con un movimiento del glande e hicimos lo que considerábamos necesario. Cuando Palpa venía a ver cómo íbamos le decíamos que todo ok, profe, sereno moreno, y él seguía inmerso en la preparación de las fiestas del colegio en donde, según se comentaba, por fin se atrevería a confesar su amor a la profesora de Biología, que estaba buena. Veías a Palpa cuando se acercaba el recreo y siempre estaba frente al espejo, quitándose las últimas manchas de grasa y lavándose las manos con Ariel. Tenía difícil la conquista, todos lo sabíamos, pues la de Biología se había encerrado una tarde con el de Literatura en el cuarto de las colchonetas y, según decían, se habían quedado allí por más de veinte minutos. Tiempo suficiente, Palpa, eso te pasa por tener un apellido tan raro y apestar siempre a petróleo.

Sapo Gordo venía saltando a vernos un día sí y el otro también. Lo quiero para el viernes, croac, que me voy a Chosica, croac croac, si sale bien se aseguran los primeros puestos al fin de año, alumnos, croaaaac; decía, y estirando su lengua atrapaba una mosca y tras comerla se iba relamiéndose del gusto.

Una mañana, al volver al colegio (nos escapábamos de vez en cuando a jugar al fútbol con la gente de Dulanto), Chula creyó que los cables del alternador estaban demasiado sucios y que, si los cambiábamos nos asegurábamos un sitio en el cuadro de honor del colegio. Me veía yo entonces recuperando el lugar que hasta el año pasado me correspondía y me fue arrebatado cuando alguien me delató y se supo que fui yo quien le tiro una mochila llena de libros, desde el cuarto piso, al pobre profesor de Arte (más conocido como el Amo del Calabozo). Mamá volvería a sonreír cuando mi foto adornara otra vez la orla de todos los años, y yo estaría feliz porque ella era feliz. Los cambiamos entonces, le dije, y Chula se metió al almacén y dos minutos después traía un nuevo matojo de cables.

Quitamos los viejos y los tiramos al montón de basura que los de primer año se encargaban de limpiar. Creo que el rojo va a acá, me dijo, y el amarillo al otro lado ¿no? Dije yo. Palpa, parecía sentirse satisfecho con su nuevo peinado Patrick Swayze de barriada, y ensayaba caritas triunfadoras con su espejo de mecánico. Conectamos los cables, la batería, y sonó el timbre de recreo. Nos quitamos la ropa de trabajo y debajo llevábamos lista ya la de jugar al fútbol. Jugamos un par de partidos en los que, como siempre, hice un par de goles, y cuando ya volvíamos al taller escuchamos la explosión.

Los policías escolares, grandes incomprendidos y entrenados para estos siniestros, hicieron lo que mejor sabían hacer: bloquear todas las salidas de emergencia hasta que el brigadier general ordenara que se dejase pasar al alumnado. Los profesores dejaron sus tazas de café bailando sobre las mesas y corrieron a refugiarse detrás del kiosko de la tía veneno, que a su vez, se comió los cuatro panes con atún que le sobraron, no vaya a ser que me los roben estos jijunas, dicen que dijo. La de Biología salió del cuarto de colchonetas acomodándose la falda seguida del de Literatura y cuando Palpa los vio disimuló lo mejor que pudo, pero mil pedazos de su corazón volaron por toda la habitación y Patrick Swayze se convirtió en Cantinflas. Chula y yo creíamos que todo el alboroto era culpa de Sendero Luminoso y no supimos lo que nos esperaba hasta que vimos a Sapo Gordo llegar con la camisa chamuscada y el pelo negro. Tosió y escupió algo negro sobre el patio central y con el dedito le hizo ven acá a Palpa, al que sólo le faltaba esa tarde que un perro callejero le meara en la pierna derecha.

Una semana después, nuestros padres aprobaban en consejo estudiantil el presupuesto de 345 soles con 87 céntimos asignado a la reparación del sistema eléctrico central del VW escarabajo propiedad de nuestro insigne director, don Máximo Giménez (alias Sapo Gordo) de matrícula BMN 1638, dañado involuntariamente por el alumnado cuando se hallaba en calidad de material docente. Fírmese, regístrese, publíquese y archívese. Chula y yo fuimos condenados a no tocar, nunca más, nada del taller y nuestras únicas herramientas en los dos años futuros fueron la escoba, el aserrín y el recogedor. Croac.