Lateaba el año 1993, a muchos ya se nos había pasado la mierda esa de celebrar los 500 años del descubrimiento de América y pensábamos en otras cosas, como por ejemplo, la próxima Copa del Mundo en gringolandia. La gente de mi barrio apostaba a que ganaría Argentina con un Maradona recuperado a base de milagros y rutinas de ejercicios que ni el mismo Rocky soportaría. Yo asentía callado, como hago siempre que creo que mis interlocutores tienen menos coeficiente intelectual que yo, porque en el fondo confiaba en el rey de espadas que tenía Brasil: Romario.
Demás está decir que Perú no clasificó a ese mundial (tampoco).
Creo que el principio de los noventa, fue, sin temor a equivocarme, mi época más misia. Acababa de salir del colegio y, sin oficio ni beneficio, me dedicaba a vagabundear por las calles sin ton ni son. Subía de mi barrio a cualquier otro sin motivación especial y cuando me cansaba me sentaba a pensar en cualquier parque, tratando de encontrar la forma de convertirme en escritor sin que mi viejo pensara que era un maricón perdido y, de paso, sin morirme de hambre. Y así, sentado en un parque de La Punta, conocí a Matilda La Grande.
Era una de esas mujeres que para mi, imberbe vago, aparecía inalcanzable. Abrió El Comercio y sacó de su bolso un vaso con medio litro de algo caliente que parecía ser café. Como en las películas, pensé, cuando la gente se sienta en Central Park, y bebe café del Starbucks mientras lee el New York Times. Pero esto era el Callao, apestaba a harina de pescado y en el vaso había impresa publicidad de una pollería. Pasaban los minutos y estaba casi convencido de que, al fin, había conseguido hacerme invisible y me preguntaba si usaría mis poderes para hacer el bien o el mal, cuando Matilda me preguntó si tenía hora. Sí, cómo no, señorita, contesté, atado todavía a las respuestas dictadas por el colegio militar. Ella, obviamente, se cagó de risa.
- No soy tan vieja, papito - mintió - ¿cuántos me echas?
- No sé, ¿treinta? - dije, y me refería a los años.
- Te has pasado por uno - mintió otra vez -, tú tendrás unos quince ¿no?
- No, no, señorita - mierda - tengo diecisiete.
Un choro nos rondaba como una hiena, pero ella, más canchera que yo, se le quedó mirando durante un par de minutos, y él, descubierto, meó en una pared y se fue. Me preguntó si venía siempre a ese parque, y le dije que no, que había llegado hasta allí de casualidad, lateando, pero que ya me iba.
- No te estoy botando oye, chibolo. Lo que pasa es que ésta es mi banca.
- Ah - respiré, y la tuteé por primera vez-: ¿qué llevas en el vaso?
- Tones. Para los preguntones, sapazo.
Hablamos hasta que casi cayó la noche, que pinta el cielo del puerto de un naranja distinto, como de mandarina y si le echas un poco de imaginación ves al agua del mar evaporarse cuando el sol se hunde en ella. Le conté que no trabajaba, que no sabía que hacer y que me aburría un huevo. Ella me miraba sin decir nada y no me juzgaba cuando, con la certeza de no volverla a ver jamás, le dije que quería ganar plata y no tener que escaparme siempre de las fiestas cuando llegaba la hora de comprar trago. Entonces, abrió su bolso y me dio una tarjetita con su nombre, su teléfono, el logo de Pepsi, y Marketing Assistant impreso en letras negras, ven a verme el lunes, por ahí que te puedo dar chamba. Me guardé la tarjeta en el short y, después de agradecerle con reverencias japonesas me largué antes de que cambiara de opinión.
Matilda me incluyó, una semana después y tras testimoniales pruebas de selección, en el staff del próximo evento que Pepsi Music organizaba en Lima, un mega concierto, me dijo, y cuando pregunté de quién y ella respondió casi me da un ataque al corazón: Michael Jackson, cholo, ¿en qué planeta vives? Mi labor sería llevarle al señor Jackson todo lo que necesitara en su camerino, que si Michael quería helado de Lúcuma, yo lo conseguía; si al señor se le antojaba un lomo saltado, yo mismito corría a la cocina y amenazaba a quien sea para tenerlo antes de cinco minutos; si a Michael le daba calambre ahí estaba yo para hacer volver a circular la sangre; si quería escuchar chistes de Melcochita, yo mismo era.
Me dieron una identificación intransferible e infalsificable con "V.I.P. Guest" impreso, me la metí en el calzoncillo de vuelta a casa, y la escondí en la Biblia, hasta que llegara el día señalado: 12 de octubre de 1993. Faltaban todavía varios meses, pero la publicidad era asfixiante. Todos querían ir al concierto y yo no tuve que guardar el secreto porque cuando intenté contarle a mis amigos que era el rascahuevos oficial (pagado por Pepsi Music) de Michael Jackson me ignoraron como cuando me inventé que me había tirado a Mili delante de su prima la gorda, eres un mentiroso del carajo, dijeron, y no hice mucho por hacerles cambiar de opinión. Por las noches cogía la Biblia y comprobaba que mi identificación estaba allí todavía. Mis padres creyeron que al fin dios había entrado en mí, y cuando ellos pensaban que yo leía la Carta a los Corintios en realidad me imaginaba a Michael dándome las llaves de Neverland como propina por mis servicios prestados.
Pero pasaron dos meses, y el cabronazo canceló el concierto. Dijo que le dolía la espalda y los rumores sobre su afición por los niños eran ya demasiado fuertes, así que desapareció y no completó el Tour. El escenario se quedó armado en el Estadio Nacional porque nadie le pagó a los obreros e incluso se jugó un Universitario - Melgar en el que los recogebolas tenían que meterse entre los hierros cada vez que una pelota iba detrás del arco. Matilda y yo nos hicimos más que amigos, y, aunque lo nuestro no duró mucho porque ascendió y la mandaron a trabajar a USA, me enseñó algunos trucos que hasta hoy me sirven y son de gran ayuda con las mujeres: me enseñó a mentir. Nunca vi a mi querido Michael en concierto, ni estreché su mano, ni le llevé un tecito a su camerino, ni hicimos juntos el Moonwalker La única forma en que he podido verlo bailar, antes de que fuera totalmente blanco, ha sido descargándome el DVD de su "Bad Tour" por Internet. Qué cabrona, la Jackson.
- No soy tan vieja, papito - mintió - ¿cuántos me echas?
- No sé, ¿treinta? - dije, y me refería a los años.
- Te has pasado por uno - mintió otra vez -, tú tendrás unos quince ¿no?
- No, no, señorita - mierda - tengo diecisiete.
Un choro nos rondaba como una hiena, pero ella, más canchera que yo, se le quedó mirando durante un par de minutos, y él, descubierto, meó en una pared y se fue. Me preguntó si venía siempre a ese parque, y le dije que no, que había llegado hasta allí de casualidad, lateando, pero que ya me iba.
- No te estoy botando oye, chibolo. Lo que pasa es que ésta es mi banca.
- Ah - respiré, y la tuteé por primera vez-: ¿qué llevas en el vaso?
- Tones. Para los preguntones, sapazo.
Hablamos hasta que casi cayó la noche, que pinta el cielo del puerto de un naranja distinto, como de mandarina y si le echas un poco de imaginación ves al agua del mar evaporarse cuando el sol se hunde en ella. Le conté que no trabajaba, que no sabía que hacer y que me aburría un huevo. Ella me miraba sin decir nada y no me juzgaba cuando, con la certeza de no volverla a ver jamás, le dije que quería ganar plata y no tener que escaparme siempre de las fiestas cuando llegaba la hora de comprar trago. Entonces, abrió su bolso y me dio una tarjetita con su nombre, su teléfono, el logo de Pepsi, y Marketing Assistant impreso en letras negras, ven a verme el lunes, por ahí que te puedo dar chamba. Me guardé la tarjeta en el short y, después de agradecerle con reverencias japonesas me largué antes de que cambiara de opinión.
Matilda me incluyó, una semana después y tras testimoniales pruebas de selección, en el staff del próximo evento que Pepsi Music organizaba en Lima, un mega concierto, me dijo, y cuando pregunté de quién y ella respondió casi me da un ataque al corazón: Michael Jackson, cholo, ¿en qué planeta vives? Mi labor sería llevarle al señor Jackson todo lo que necesitara en su camerino, que si Michael quería helado de Lúcuma, yo lo conseguía; si al señor se le antojaba un lomo saltado, yo mismito corría a la cocina y amenazaba a quien sea para tenerlo antes de cinco minutos; si a Michael le daba calambre ahí estaba yo para hacer volver a circular la sangre; si quería escuchar chistes de Melcochita, yo mismo era.
Me dieron una identificación intransferible e infalsificable con "V.I.P. Guest" impreso, me la metí en el calzoncillo de vuelta a casa, y la escondí en la Biblia, hasta que llegara el día señalado: 12 de octubre de 1993. Faltaban todavía varios meses, pero la publicidad era asfixiante. Todos querían ir al concierto y yo no tuve que guardar el secreto porque cuando intenté contarle a mis amigos que era el rascahuevos oficial (pagado por Pepsi Music) de Michael Jackson me ignoraron como cuando me inventé que me había tirado a Mili delante de su prima la gorda, eres un mentiroso del carajo, dijeron, y no hice mucho por hacerles cambiar de opinión. Por las noches cogía la Biblia y comprobaba que mi identificación estaba allí todavía. Mis padres creyeron que al fin dios había entrado en mí, y cuando ellos pensaban que yo leía la Carta a los Corintios en realidad me imaginaba a Michael dándome las llaves de Neverland como propina por mis servicios prestados.
Pero pasaron dos meses, y el cabronazo canceló el concierto. Dijo que le dolía la espalda y los rumores sobre su afición por los niños eran ya demasiado fuertes, así que desapareció y no completó el Tour. El escenario se quedó armado en el Estadio Nacional porque nadie le pagó a los obreros e incluso se jugó un Universitario - Melgar en el que los recogebolas tenían que meterse entre los hierros cada vez que una pelota iba detrás del arco. Matilda y yo nos hicimos más que amigos, y, aunque lo nuestro no duró mucho porque ascendió y la mandaron a trabajar a USA, me enseñó algunos trucos que hasta hoy me sirven y son de gran ayuda con las mujeres: me enseñó a mentir. Nunca vi a mi querido Michael en concierto, ni estreché su mano, ni le llevé un tecito a su camerino, ni hicimos juntos el Moonwalker La única forma en que he podido verlo bailar, antes de que fuera totalmente blanco, ha sido descargándome el DVD de su "Bad Tour" por Internet. Qué cabrona, la Jackson.
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