Ayer me senté en la cama (sólo estuve fuera de ella un par de horas, en total) intentando escribir algo acerca de una fiesta de año nuevo memorable. Pero no me salía nada. Quise contar la última fiesta en Lima, con amigos de la universidad, en casa de Percy, pero lo único resaltante de esa noche era que las tías (señoras de 60 años) del anfitrión no dejaron nunca el salón principal, vigilantes, y que la hermana de Pepe se estacionó frente al baño, esperando alguna víctima.
Busqué más en mi memoria y encontré otra fiesta, más divertida, de mi época escolar. Pero tampoco podía dar material para una historia, a no ser que a alguien le interesaran las aventuras de un chico que se quedó encerrado en el baño con una aprendiz de secretaria que, no solo le doblaba la edad, sino que también lo superaba, por muy mucho, en lo que a técnicas amorosas para no olvidar se refiere; causando en el pobre proto-hombre un trauma de grandes consideraciones que lo imposibilitó esa noche para cualquier intercambio sexual.
Estuve a punto de preguntar a mi hermano, a ver si él recordaba alguna de sus fiestas en los barrios bajos de Lima de las que volvía casi siempre dos días después, sin un sol en el bolsillo y con un olor a chanfaina que no soportaban ni los perros callejeros de mi barrio. Lo vi ocupado jugando con su hijo, y asumí que no era el mejor momento para hacerle volver la memoria años atrás, sobretodo cuando la última noche tuvo que dejar la fiesta en casa de mis padres contra su voluntad. Jugué un poco con mi sobrino, treinta segundos, que es lo que me aguanta, y volví a mi cama a pensar en otra historia. ¿Y si me lo invento todo?
Era ya el primer día del 2001. Habíamos cenado a eso de las diez, cosa rara en Lima porque incluso los niños tienen que esperar las primeras horas del nuevo año para probar bocado, y salimos con destino conocido: el Mr.Chopp, un lugar que mis amigos y yo creíamos que estaba de moda. Teníamos pases gratis. Pedimos una jarra de cerveza entre diez y la chica con la que fui, después de probar las primeras gotas de alcohol, se sintió indispuesta. Uno de mis amigos vivía cerca de la discoteca, y me ofreció su casa para que ella se recuperara con tranquilidad, toma la llave, flaco, mis viejos están en el bungalou de Iquitos, si quieres déjala dormida y regresas. Salimos, pero me aseguré de que me sellaran las venas de la muñeca para poder volver. A cien metros de la puerta, milagrosamente, ella se recuperó del todo, al fin, carajo, suspiró, ya no tengo que aguantar a esa panda de pitucos que encima, son misios. Le pedí, indignado, que se calmara, al fin y al cabo esos eran mis amigos, dime con quién andas y te diré quién eres, contestó enzalzada. La amenacé con dejarla allí, sola, en mitad de San Miguel, fijo que baja uno de Malandrena te cuadra y te deja calata, grité mientras me alejaba. Corrió a alcanzarme y me rogó que al menos la dejara en casa de Joao, que ya que teníamos sus llaves.
Todos sabíamos que el viejo de Joao era narco. Lo sabía hasta el viejo de Pepe, que era policía, pero como entre ladrones se respetaban, no dijo nada. La casa era como de revista, las mesas eran de roble, y la lámpara del salón, según Joao, era la misma que tenían en el Palacio de Gobierno. Subimos a su habitación, que se parecía más a la mía en el desorden y me quise despedir de mi acompañante. ¿Y si lo hacemos por última vez? Dijo, recordándome porqué me caía tan bien, por ser así de directa, y entonces aunque la cama de mi amigo olía a pies de pelotero, retozamos de lo lindo.
Busqué más en mi memoria y encontré otra fiesta, más divertida, de mi época escolar. Pero tampoco podía dar material para una historia, a no ser que a alguien le interesaran las aventuras de un chico que se quedó encerrado en el baño con una aprendiz de secretaria que, no solo le doblaba la edad, sino que también lo superaba, por muy mucho, en lo que a técnicas amorosas para no olvidar se refiere; causando en el pobre proto-hombre un trauma de grandes consideraciones que lo imposibilitó esa noche para cualquier intercambio sexual.
Estuve a punto de preguntar a mi hermano, a ver si él recordaba alguna de sus fiestas en los barrios bajos de Lima de las que volvía casi siempre dos días después, sin un sol en el bolsillo y con un olor a chanfaina que no soportaban ni los perros callejeros de mi barrio. Lo vi ocupado jugando con su hijo, y asumí que no era el mejor momento para hacerle volver la memoria años atrás, sobretodo cuando la última noche tuvo que dejar la fiesta en casa de mis padres contra su voluntad. Jugué un poco con mi sobrino, treinta segundos, que es lo que me aguanta, y volví a mi cama a pensar en otra historia. ¿Y si me lo invento todo?
Era ya el primer día del 2001. Habíamos cenado a eso de las diez, cosa rara en Lima porque incluso los niños tienen que esperar las primeras horas del nuevo año para probar bocado, y salimos con destino conocido: el Mr.Chopp, un lugar que mis amigos y yo creíamos que estaba de moda. Teníamos pases gratis. Pedimos una jarra de cerveza entre diez y la chica con la que fui, después de probar las primeras gotas de alcohol, se sintió indispuesta. Uno de mis amigos vivía cerca de la discoteca, y me ofreció su casa para que ella se recuperara con tranquilidad, toma la llave, flaco, mis viejos están en el bungalou de Iquitos, si quieres déjala dormida y regresas. Salimos, pero me aseguré de que me sellaran las venas de la muñeca para poder volver. A cien metros de la puerta, milagrosamente, ella se recuperó del todo, al fin, carajo, suspiró, ya no tengo que aguantar a esa panda de pitucos que encima, son misios. Le pedí, indignado, que se calmara, al fin y al cabo esos eran mis amigos, dime con quién andas y te diré quién eres, contestó enzalzada. La amenacé con dejarla allí, sola, en mitad de San Miguel, fijo que baja uno de Malandrena te cuadra y te deja calata, grité mientras me alejaba. Corrió a alcanzarme y me rogó que al menos la dejara en casa de Joao, que ya que teníamos sus llaves.
Todos sabíamos que el viejo de Joao era narco. Lo sabía hasta el viejo de Pepe, que era policía, pero como entre ladrones se respetaban, no dijo nada. La casa era como de revista, las mesas eran de roble, y la lámpara del salón, según Joao, era la misma que tenían en el Palacio de Gobierno. Subimos a su habitación, que se parecía más a la mía en el desorden y me quise despedir de mi acompañante. ¿Y si lo hacemos por última vez? Dijo, recordándome porqué me caía tan bien, por ser así de directa, y entonces aunque la cama de mi amigo olía a pies de pelotero, retozamos de lo lindo.
Al volver a la fiesta, con una sonrisa de oreja a oreja, mis amigos ya habían sacado los anzuelos y más de uno había pescado algo entre la jauría que había a disposición. Yo me limité a mirar los toros desde la barrera, y un par de horas después, huí del lugar. Cuenta la historia que cuando Joao volvió a casa, su novia lo esperaba en la habitación, con los brazos cruzados y cara de de ésta no salvas, chato, aquí huele a que han cachado; había dejado el anillo de compromiso en la mesita de noche y tenía en sus manos el tanga de mi amiga especial que tamaño regalo me había hecho en nochevieja, la mandé a su casa sin calzón, dicen que dijo, y Joao, fiel a su estilo, se encogió de hombros y antes de quedarse dormido le dijo a su novia, si estás aquí mañana te explico, sino, cierra la puerta despacito cuando te vayas. Qué grande.
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