El trabajo parecía fácil, pero aún así, necesitó ayuda para conseguirlo. El día de la entrevista, el Mongo se levantó muy temprano, emocionado, buscando su mejor camisa y un buen pantalón. No había mucho para escoger: un levi’s y la camisa Banana Republic que había comprado en la cachina. Las oficinas estaban en Santa Beatriz, en un edificio muy limpio que olía bastante bien. Antes que él había llegado más gente y ya estaban sentados, como en el colegio, cada uno en su pupitre. Les dieron un par de hojas en blanco y un lápiz y un cuestionario psicotécnico de esos que no sirven para nada. el mongo contestó a todo muy rápido y en el apartado de dibujo libre, pintó a un hombre bajo la lluvia, que se cubría con un periódico y sin olvidar dibujar también el suelo y el cielo, porque un amigo suyo le había dicho que si no los incluía, lo tomaban por loco o retrasado mental.
Al salir del examen lo esperaba Armando, un gordito cabezón que había sido novio de su tía (hasta que ésta se largó a otro país, y lo dejó tirando barriga –cintura no tenía – en su barrio del Callao) y que ahora se ofrecía a ayudarlo a pasar el riguroso filtro de selección. Se despidieron amistosamente y mientras el Mongo bajaba las escaleras vio a Armando hacer fotocopias con la dedicación de un gran profesional. A la semana siguiente supo que el puesto de “embolsador” era suyo.
El trabajo era fácil, tenía que pararse al lado de las cajeras del supermercado, y, además de hablarles sin aburrirlas, ir embolsando los productos a medida que las chicas (casi siempre feas, pero siempre jovencísimas) los pasaban por el scaner. Si algún cliente camagüey te pedía que le llevaras las bolsas al coche, no te negabas, y así podías esperar alguna propina. El supermercado estaba en pleno centro del Callao, asi que la mitad de la gente era más misia que el Mongo, y en el poco tiempo que duró en el puesto sólo obtuvo propinas suficientes para ir y volver, una vez, en bus.
Una tarde, mientras se quitaba el asqueroso uniforme (rojo y gris) notó que todos sus compañeros tenían las taquillas llenas de perfumes caros, shampoo, y jabones de marca. Al principio no le dio importancia, pero poco a poco comprendió que ninguno había pagado por ellos. Son mermas, chino, le explicaron con delicadeza, no pasa nada por un Colgate más o uno menos. El Mongo se debatió entonces, entre lo que siempre había pensado (robar es malo, agg, caca), y lo que la realidad le mostraba (el vivo vive del tonto, y el tonto de su trabajo).
Al salir del examen lo esperaba Armando, un gordito cabezón que había sido novio de su tía (hasta que ésta se largó a otro país, y lo dejó tirando barriga –cintura no tenía – en su barrio del Callao) y que ahora se ofrecía a ayudarlo a pasar el riguroso filtro de selección. Se despidieron amistosamente y mientras el Mongo bajaba las escaleras vio a Armando hacer fotocopias con la dedicación de un gran profesional. A la semana siguiente supo que el puesto de “embolsador” era suyo.
El trabajo era fácil, tenía que pararse al lado de las cajeras del supermercado, y, además de hablarles sin aburrirlas, ir embolsando los productos a medida que las chicas (casi siempre feas, pero siempre jovencísimas) los pasaban por el scaner. Si algún cliente camagüey te pedía que le llevaras las bolsas al coche, no te negabas, y así podías esperar alguna propina. El supermercado estaba en pleno centro del Callao, asi que la mitad de la gente era más misia que el Mongo, y en el poco tiempo que duró en el puesto sólo obtuvo propinas suficientes para ir y volver, una vez, en bus.
Una tarde, mientras se quitaba el asqueroso uniforme (rojo y gris) notó que todos sus compañeros tenían las taquillas llenas de perfumes caros, shampoo, y jabones de marca. Al principio no le dio importancia, pero poco a poco comprendió que ninguno había pagado por ellos. Son mermas, chino, le explicaron con delicadeza, no pasa nada por un Colgate más o uno menos. El Mongo se debatió entonces, entre lo que siempre había pensado (robar es malo, agg, caca), y lo que la realidad le mostraba (el vivo vive del tonto, y el tonto de su trabajo).
Se dejó crecer la barba (no mucho, porque no le salía más) y cuando nadie lo veía se escondió debajo de la gorrita una máquina de afeitar. Está es la mía, pensó, y al final del día se la llevó al baño con la intención secreta de usarla. Pero no contaba con la astucia de un vigilante que pasaba por ahí y que se ganó con toda la jugada del ladrón amateur. Lo esperó a la salida del baño y, sin mediar palabra lo llevó hasta la oficina del administrador. El Mongo, porteño hasta los huesos, sólo pensaba en que tardaría un poco más en salir y en que ya no podría llevar al cine a la morena de la caja 7, que le hacía ojitos. Aquí no queremos rateros, dijo la autoridad, firma tu renuncia o te denuncio a la policía. El Mongo sabía que por una prestobarba en la comisaría del Callao ni te abrían la puerta, pero firmó la hoja para acabar con eso de una vez, total, odiaba el trabajo y estaba hasta los huevos del puto uniforme.
Subió al bus y ya en casa abrió un libro que también había robado. Sonó el teléfono y era la chica de la caja 7, ¿qué has hecho?, le preguntó, y él, nada flaca, dicen que te han despedido por falta grave, dijo ella, no creas todo lo que escuchas, dijo él. Ella le dijo que era testigo de jehová, y no podía salir con rateros, él se cagó de risa y colgó. Se tiró en la cama, desempleado una vez más, y suspiró: tanta huevada por una prestobarba.
Subió al bus y ya en casa abrió un libro que también había robado. Sonó el teléfono y era la chica de la caja 7, ¿qué has hecho?, le preguntó, y él, nada flaca, dicen que te han despedido por falta grave, dijo ella, no creas todo lo que escuchas, dijo él. Ella le dijo que era testigo de jehová, y no podía salir con rateros, él se cagó de risa y colgó. Se tiró en la cama, desempleado una vez más, y suspiró: tanta huevada por una prestobarba.
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