Mi nueva casa tiene piscina, un trastero para guardar las cosas, suelo de parquet, aire acondicionado y calefacción. Las paredes están recién pintadas y el ascensor va tan rápido que a veces creo que aún no he llegado a mi destino y que se ha abierto la puerta porque, como pasaba en el edificio antiguo, se ha quedado atascado. El barrio es nuevo y los comercios están ordenados pulcramente, hay contenedores cada diez metros, y una mano misteriosa esconde los desperdicios que algunos vecinos (me incluyo) dejan caer por casualidad fuera de sitio. Huele a hierba y si un día me entran ganas de caminar, tengo el parque del Retiro bastante cerca. Los vecinos visten Massimo Dutti, Zegna, o en el peor de los casos, como yo, en Zara o H&M; conducen buenos coches y los domingos por la mañana puedes encontrártelos en la pastelería que está al lado del NH, con su periódico y sus revistas, dispuestos a disfrutar del descanso que manda el señor. Buenos días, ¿es usted el último? Ah, perfecto, espero entonces.
Al lado de mi casa hay una tienda de antigüedades, desde fuera se ven muñecos, globos terráqueos, lámparas, muebles, y muchas cosas curiosas. La dueña es una vieja que asusta, pero que tiene pinta de saber mucho de su negocio, seguramente le compraré algún adorno y después de una limpieza exhaustiva pase a formar parte de la decoración de mi casa. También tengo cerca una biblioteca, con sillones de cuero para leer la prensa del día, o las revistas del mes; ya tengo carnet. Pero cuando necesito un chino, tengo que cruzar el puente porque el de mi barrio cierra por las tardes, como los bancos.
Al otro lado del puente, está Vallecas, el primer barrio que conocí a fondo ya que allí estaba mi primer trabajo. Ahora que vuelvo a patear sus calles, varios años después, comprendo porqué no me chocó tanto el cambio de país: está lleno de sudamericanos. La avenida de la Albufera está abarrotada de comercios y bares, como si fuera una Gran Vía de barrio. Al salir del metro hay un Carrefour donde antes había un Champion y más adelante un bar de esos con mesas en la calle, lleno de colombianos, ecuatorianos y peruanos. Visten como si aún estuvieran en su país, con zapatillas blancas, bermudas y camisa sin mangas con los botones abiertos hasta el esternón. Los veo de reojo, mientras uso un cajero automático, y vuelvo a sentir el miedo que sentía en Lima de que algún avispado me dejara sin dinero, sin tarjeta, sin cartera y sin zapatos. Creo que ellos, como los perros, huelen mi miedo, y me miran de arriba abajo. Mi viejo diría que están comentando lo pretencioso que soy por vestir con zapatillas de marca y un reloj bonito, hoy que es domingo, y que no es necesario bañarse; yo contestaría que vestía igual en Lima, y que éstos eran serán igual de zarrapastrosos aquí y en la China. Cojo el dinero y camino rápido intentando pasar desapercibido aunque para eso hubiera sido mejor salir en chanclas, con una camiseta de fútbol y un pantalón jean, y sin olvidar el reloj de oro (falso). Frente al chino de Vallecas hay una rubia (como la de la foto) que parece esperar a un amigo, la calle Monte Igueldo no es como la recordaba y ahora hay más ambulantes vendiendo películas pirata frente a la zapatería. Entro al todo a cien, compro un destornillador y unos clavos y salgo, veo que el mercado es ahora un Mercadona, y que las bancas de la alameda siguen ocupadas por yonquis o borrachos. Ha llegado el amigo de la rubia, en un Seat amarillo asqueroso, ella se inclina sobre la ventana y se le ve el tanga debajo de la minifalda. Sube y se van. Vuelvo a cruzar el puente y llego a casa con el destornillador y los clavos, pregutándome cómo puede cambiar tanto el paisaje a tan sólo una parada de Metro de distancia.
Al otro lado del puente, está Vallecas, el primer barrio que conocí a fondo ya que allí estaba mi primer trabajo. Ahora que vuelvo a patear sus calles, varios años después, comprendo porqué no me chocó tanto el cambio de país: está lleno de sudamericanos. La avenida de la Albufera está abarrotada de comercios y bares, como si fuera una Gran Vía de barrio. Al salir del metro hay un Carrefour donde antes había un Champion y más adelante un bar de esos con mesas en la calle, lleno de colombianos, ecuatorianos y peruanos. Visten como si aún estuvieran en su país, con zapatillas blancas, bermudas y camisa sin mangas con los botones abiertos hasta el esternón. Los veo de reojo, mientras uso un cajero automático, y vuelvo a sentir el miedo que sentía en Lima de que algún avispado me dejara sin dinero, sin tarjeta, sin cartera y sin zapatos. Creo que ellos, como los perros, huelen mi miedo, y me miran de arriba abajo. Mi viejo diría que están comentando lo pretencioso que soy por vestir con zapatillas de marca y un reloj bonito, hoy que es domingo, y que no es necesario bañarse; yo contestaría que vestía igual en Lima, y que éstos eran serán igual de zarrapastrosos aquí y en la China. Cojo el dinero y camino rápido intentando pasar desapercibido aunque para eso hubiera sido mejor salir en chanclas, con una camiseta de fútbol y un pantalón jean, y sin olvidar el reloj de oro (falso). Frente al chino de Vallecas hay una rubia (como la de la foto) que parece esperar a un amigo, la calle Monte Igueldo no es como la recordaba y ahora hay más ambulantes vendiendo películas pirata frente a la zapatería. Entro al todo a cien, compro un destornillador y unos clavos y salgo, veo que el mercado es ahora un Mercadona, y que las bancas de la alameda siguen ocupadas por yonquis o borrachos. Ha llegado el amigo de la rubia, en un Seat amarillo asqueroso, ella se inclina sobre la ventana y se le ve el tanga debajo de la minifalda. Sube y se van. Vuelvo a cruzar el puente y llego a casa con el destornillador y los clavos, pregutándome cómo puede cambiar tanto el paisaje a tan sólo una parada de Metro de distancia.
Mi padre, al que dejé esperándome, se ha aburrido y queriendo ayudar ha roto mi cuadro con el poster original de Star Wars. No le grito, pero se va de todos modos, mejor sube hasta el Metro Pacífico, le digo, es más seguro y el paisaje es más bonito.
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