Nadine y yo esperamos con fé el autobús que nos acercará al metro. Sino logramos subir tendremos que caminar 700 metros cuesta arriba combatiendo las nubes de polen que nos rodean, perezosas y voladoras.
- Entonces - pregunto - este autobús es de la empresa y está sólo para esto.
- Oui -contesta, suizamente aunque vuelve al español segundos después - tiene horarios establecidos y es gratuite.
Una chatarra verde dobla la esquina y me imagino que este armatoste debió sobrevivir el viaje transoceanico al que todos los autobuses europeos están condenados para terminar, cual cementerio de elefantes, usados como transporte público en algún país sudamericano. Como el mío. Las chicas del call center - arregladas ellas, como para una fiesta - suben en graciosa manada y Nadine y yo vamos detrás. Veo que el conductor es peruano.
- En mi país decimos chofer - le cuento- no chófer, como se dice aquí.
- Suena más francés -me dice ella, mientras yo asiento - como si pronunciases chauffeur.
- O fercho - remato, pero ella ya no me entiende.
Una mano me sujeta el brazo impidiéndome el acceso. El fercho me dice algo que no entiendo, le pido que lo repita, por favor, y me espeta "tú no puedes subir, no tienes la tarjeta". Miro a Nadine y ella me hace un gesto, avergonzada, pidiéndome que ignore la broma. ¿Es broma? pregunto con los ojos, y ella me hace que sí, con la cabeza. Me río, entonces, y hago el amago de seguir mi camino pero el chofer insiste y enseñándome una tarjeta verde llena de mierda remata su faena con un yo no me estoy riendo, compadre.
Descolocado, mato al idiota con la mirada y me siento al lado de Nadine que, sudando de la vergüenza, me dice, en francés, que ignore el hecho. No sé si está de broma, o quiere que le cruze la cara, respondo, confundiéndola aún más.
La pobre bajó intentando no verme con parte de la manada en el metro La Granja y yo seguí hasta Valdelasfuentes.
Cuando llegamos, el chofer no abrió la puerta trasera, como es debido, sino que nos obligó a bajar por la parte delantera. Yo ya iba por la segunda canción del "Presence" de Led Zeppellin pero con rabillo del ojo vi que, una vez más, intentaba cogerme el brazo (¿quién sabe?) quizá para disculparse. Mi orgullo hizo que lo rechazara como a un leproso y bajé sin siquiera dignarme a mirarlo. En el tren camino a casa, planeé mi venganza.
Al día siguiente me encontré en la cafetería con la Facility Manager, a quien había conocido un par de días antes, y, entre cafés y porras, le conté mi culebrón venezolano. Ella prometió, sin dejar de ver mi flequillo y jugar con su cabello, que tomaría cartas en el asunto, porque este individuo ya tiene varias quejas encima. Ese pata se pasa de confianzudo,dijo alguien que resultó ser uno de los vigilantes del edificio, es peruano como yo, y cree que todos son sus colegas, has hecho bien pararle los pies flaco. Lo dibujé en mi mente entonces, con su polo mugroso, su sonrisa rococó de dientes de oro, y sus gafas de sol de plasticorro. Sentí piedad, y un poco de culpabilidad porque quizás por mi queja encantadora perdería su trabajo; pero al compartir el ascensor con una rubia de esas que paran el tiempo, lo olvidé para siempre. Tuve dos razones de peso para hacerlo.
Hoy, después de un día de altibajos en el que el Director General me dijo que no se me ocurriera desconfigurarle su conexión a Internet nunca más, subí destrozado al autobús rogando que llegara pronto a la estación de tren. Ringo cantaba "I wanna be your lover, baby, I wanna be your man" pero una incómoda voz me devolvió a la tierra. Bajé el volumen de la canción y, recordando su existencia, le pedi al fercho que me repitiera lo que acababa de decir. ¿Valdelasfuentes, no, caballero? preguntó, temblando como una hoja. Vestía una camisa replanchada, estaba peinado y ya no olía mal. Sí, por favor, contesté y me senté victorioso, ansioso por llegar a casa y brindar conmigo mismo, cerveza en mano, por este pequeño triunfo.
- En mi país decimos chofer - le cuento- no chófer, como se dice aquí.
- Suena más francés -me dice ella, mientras yo asiento - como si pronunciases chauffeur.
- O fercho - remato, pero ella ya no me entiende.
Una mano me sujeta el brazo impidiéndome el acceso. El fercho me dice algo que no entiendo, le pido que lo repita, por favor, y me espeta "tú no puedes subir, no tienes la tarjeta". Miro a Nadine y ella me hace un gesto, avergonzada, pidiéndome que ignore la broma. ¿Es broma? pregunto con los ojos, y ella me hace que sí, con la cabeza. Me río, entonces, y hago el amago de seguir mi camino pero el chofer insiste y enseñándome una tarjeta verde llena de mierda remata su faena con un yo no me estoy riendo, compadre.
Descolocado, mato al idiota con la mirada y me siento al lado de Nadine que, sudando de la vergüenza, me dice, en francés, que ignore el hecho. No sé si está de broma, o quiere que le cruze la cara, respondo, confundiéndola aún más.
La pobre bajó intentando no verme con parte de la manada en el metro La Granja y yo seguí hasta Valdelasfuentes.
Cuando llegamos, el chofer no abrió la puerta trasera, como es debido, sino que nos obligó a bajar por la parte delantera. Yo ya iba por la segunda canción del "Presence" de Led Zeppellin pero con rabillo del ojo vi que, una vez más, intentaba cogerme el brazo (¿quién sabe?) quizá para disculparse. Mi orgullo hizo que lo rechazara como a un leproso y bajé sin siquiera dignarme a mirarlo. En el tren camino a casa, planeé mi venganza.
Al día siguiente me encontré en la cafetería con la Facility Manager, a quien había conocido un par de días antes, y, entre cafés y porras, le conté mi culebrón venezolano. Ella prometió, sin dejar de ver mi flequillo y jugar con su cabello, que tomaría cartas en el asunto, porque este individuo ya tiene varias quejas encima. Ese pata se pasa de confianzudo,dijo alguien que resultó ser uno de los vigilantes del edificio, es peruano como yo, y cree que todos son sus colegas, has hecho bien pararle los pies flaco. Lo dibujé en mi mente entonces, con su polo mugroso, su sonrisa rococó de dientes de oro, y sus gafas de sol de plasticorro. Sentí piedad, y un poco de culpabilidad porque quizás por mi queja encantadora perdería su trabajo; pero al compartir el ascensor con una rubia de esas que paran el tiempo, lo olvidé para siempre. Tuve dos razones de peso para hacerlo.
Hoy, después de un día de altibajos en el que el Director General me dijo que no se me ocurriera desconfigurarle su conexión a Internet nunca más, subí destrozado al autobús rogando que llegara pronto a la estación de tren. Ringo cantaba "I wanna be your lover, baby, I wanna be your man" pero una incómoda voz me devolvió a la tierra. Bajé el volumen de la canción y, recordando su existencia, le pedi al fercho que me repitiera lo que acababa de decir. ¿Valdelasfuentes, no, caballero? preguntó, temblando como una hoja. Vestía una camisa replanchada, estaba peinado y ya no olía mal. Sí, por favor, contesté y me senté victorioso, ansioso por llegar a casa y brindar conmigo mismo, cerveza en mano, por este pequeño triunfo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario