Mi familia tiene un amplio historial de problemas dentales. Y yo, unfortunately, no he podido escapar a esa maldición.
Quien sí lo hizo, de manera circunstancial, fue mi hermano menor. Jugábamos al fútbol en la calle, como siempre, usando algunas piedras o ladrillos sueltos como arco y haciendo rodar la pelota por el asfalto imaginando que era la alfombra verde del mejor estadio del mundo. Un triciclo de carga, de esos que abundan por los barrios vendiendo pan, dobló la esquina a una velocidad extrema y yo lo esquivé por poco gracias a un instinto desarrollado después de que un heladero (que iba a veinte kilómetros por hora) me hiciera volar por los aires, años atrás. Pero mi hermano no poseía el mismo instinto.
Cuando de lejos vimos a un niño tirado y al triciclo de pan parado al lado, nuestra primera reacción fue la risa tonta, cruel y burlona típica de los barrios del Callao al ver a otro en desgracia; pero cuando comprobamos que el caído era de los nuestros corrimos en tropel, unos a rodear al panadero y otros a levantar del suelo al herido, que escupía sangre. Los médicos vieron en las radiografías que las raíces de los dientes no estaban dañadas y aconsejaron extraer los que tenía partidos. Mi mamá aceptó la operación, mientras mi papá daba explicaciones a la policía en el cuarto contiguo, a donde había ido a parar el pobre panadero después de la paliza que él mismo le dio, porque me calenté al ver a mi hijo sangrando, compadre, ¿no habrías hecho tú los mismo?.
Meses después el cabrón de mi hermano lucía su nueva sonrisa perfecta, que lo acompaña hasta el día de hoy.
En mi caso, el diente torcido, lo gané gracias a mi ya mundialmente conocida estupidez. Reté a mi hermano (el segundo) a una pelea de lucha libre, emocionado al ver lo fácil que hacía "Andre The Giant" las dobles Nelson. Él me miró, desganado, y rechazó mi oferta con la mejor de sus frases: "mi mamá dice que no hay que pelear". Como siempre, lo manipulé a mi antojo y le dije que era un aniñado, un hijito de mamá, que no sabía pelear y que además (esto le dolió en el alma) era un serrano cobarde. Saltó como un tigre sin darme tiempo a preparar los puños, ni media Nelson, ni la grulla del Karate Kid. Me puso un pie delante de mi pierna izquierda, con la mano derecha inmovilizó mi brazo bueno, y con la izquierda me cogió del cuello. Caí como un maniquí, golpeé el suelo con la boca y sentí un calambre que corrió desde mis dientes hasta la base de mi cráneo. Mi hermano se apartó de mí, consciente de lo que había hecho, y gritó pidiendo ayuda. Yo me retorcía de dolor y no quería ver de dónde venía tanta sangre.
El doctor del barrio dijo que me había movido un diente, cosa extraña señora, lo normal es que salga volando, que ya se caería y, entonces, el nuevo nacería perfectamente delineado con el resto de los incisivos. Sigo esperando que se caiga, hasta hoy. Y sonrío con un diente mirando a mi laringe.
El caso más flagrante de dentadura ofensiva era Elvira, la mujer de mi tio Manrique. Si soy sincero, nunca le vi una sonrisa completa. Mi primera imagen suya se remonta a casi veinte años atrás cuando entró del brazo del que sería su marido, maquillada con el peor de los gustos, para anunciarle a mi abuela (que se desmayó, como hacía las poquísimas veces que se quedaba sin argumentos) que estaban esperando un hijo. A pesar de la seriedad del momento, y del contrasuelazo de mi abuela, Elvira nunca dejó de masticar su chicle.
Con los años, el azúcar y los embarazos siguientes, su dentadura se deterioró de forma notable. Los niños del barrio se burlaban de ella y la pobre desarrolló una nueva forma de sonreír que consistía en apretar labio contra labio y mover los cachetes. Esto le funcionaba de maravilla, pero yo, pendenciero, siempre conseguía con mis ocurrencias que se riera a carcajada limpia y entonces mis amigos y yo podíamos comprender el significado de la palabra "caries" en toda su magnitud. Nunca quiso ir al dentista, argumentando que ya estaba vieja para eso, a los 32 años. Todos nos acostumbramos a verla al lado de sus hijos, compartiendo la condición de desmuelados cuando a éstos se les caían los dientes de leche.
Como no quiero correr el mismo destino, acudí hace poco a mi cita con el dentista dominicano que suele atenderme.
Después de que certificara que no tenía caries, le pedí que me preparara una férula de descarga, ya que, por culpa del stress europeo, rechinaba los dientes al dormir y despertaba con una jaqueca del carajo. El dominicano me dijo que era una sabia elección; no sé si porque así dejaría de tener dolores de cabeza o por los 150 eurazos que costaba la cosa esa de plástico. Pagué sin rechistar, recordando a mi hermano menor (que también la usa), a mi otro hermano (gran luchador) y a Elvira (la desmuelada de la familia) y volví a casa con un molde plastificado de mi torcida dentadura. Me lo puse para dormir y a eso de las cuatro de la mañana no pude soportar más la combinación de incomodidad y asco que me invadía. Vi a Sol dormir de lo más tranquila, soñando quizás con Roman Duris, y la odié un poquito. Bebí un poco de agua y traté de conciliar el sueño nuevamente, cosa que logré una hora después. Soñé que era un boxeador al que alguien había untado el protector bucal con pegamento extrafuerte. Desperté sin jaquecas y eso bastó para disfrutar del resto del día.
Quedé ese mismo día con unos amigos para tomar el aperitivo y les hablé de mi última adquisición. Obviamente, se burlaron de mí, y cuando les expliqué que sin eso rechinaría los dientes sin parar durante toda la noche uno de ellos me dijo joder, como para meterte algo en la boca mientras duermes.
Quien sí lo hizo, de manera circunstancial, fue mi hermano menor. Jugábamos al fútbol en la calle, como siempre, usando algunas piedras o ladrillos sueltos como arco y haciendo rodar la pelota por el asfalto imaginando que era la alfombra verde del mejor estadio del mundo. Un triciclo de carga, de esos que abundan por los barrios vendiendo pan, dobló la esquina a una velocidad extrema y yo lo esquivé por poco gracias a un instinto desarrollado después de que un heladero (que iba a veinte kilómetros por hora) me hiciera volar por los aires, años atrás. Pero mi hermano no poseía el mismo instinto.
Cuando de lejos vimos a un niño tirado y al triciclo de pan parado al lado, nuestra primera reacción fue la risa tonta, cruel y burlona típica de los barrios del Callao al ver a otro en desgracia; pero cuando comprobamos que el caído era de los nuestros corrimos en tropel, unos a rodear al panadero y otros a levantar del suelo al herido, que escupía sangre. Los médicos vieron en las radiografías que las raíces de los dientes no estaban dañadas y aconsejaron extraer los que tenía partidos. Mi mamá aceptó la operación, mientras mi papá daba explicaciones a la policía en el cuarto contiguo, a donde había ido a parar el pobre panadero después de la paliza que él mismo le dio, porque me calenté al ver a mi hijo sangrando, compadre, ¿no habrías hecho tú los mismo?.
Meses después el cabrón de mi hermano lucía su nueva sonrisa perfecta, que lo acompaña hasta el día de hoy.
En mi caso, el diente torcido, lo gané gracias a mi ya mundialmente conocida estupidez. Reté a mi hermano (el segundo) a una pelea de lucha libre, emocionado al ver lo fácil que hacía "Andre The Giant" las dobles Nelson. Él me miró, desganado, y rechazó mi oferta con la mejor de sus frases: "mi mamá dice que no hay que pelear". Como siempre, lo manipulé a mi antojo y le dije que era un aniñado, un hijito de mamá, que no sabía pelear y que además (esto le dolió en el alma) era un serrano cobarde. Saltó como un tigre sin darme tiempo a preparar los puños, ni media Nelson, ni la grulla del Karate Kid. Me puso un pie delante de mi pierna izquierda, con la mano derecha inmovilizó mi brazo bueno, y con la izquierda me cogió del cuello. Caí como un maniquí, golpeé el suelo con la boca y sentí un calambre que corrió desde mis dientes hasta la base de mi cráneo. Mi hermano se apartó de mí, consciente de lo que había hecho, y gritó pidiendo ayuda. Yo me retorcía de dolor y no quería ver de dónde venía tanta sangre.
El doctor del barrio dijo que me había movido un diente, cosa extraña señora, lo normal es que salga volando, que ya se caería y, entonces, el nuevo nacería perfectamente delineado con el resto de los incisivos. Sigo esperando que se caiga, hasta hoy. Y sonrío con un diente mirando a mi laringe.
El caso más flagrante de dentadura ofensiva era Elvira, la mujer de mi tio Manrique. Si soy sincero, nunca le vi una sonrisa completa. Mi primera imagen suya se remonta a casi veinte años atrás cuando entró del brazo del que sería su marido, maquillada con el peor de los gustos, para anunciarle a mi abuela (que se desmayó, como hacía las poquísimas veces que se quedaba sin argumentos) que estaban esperando un hijo. A pesar de la seriedad del momento, y del contrasuelazo de mi abuela, Elvira nunca dejó de masticar su chicle.
Con los años, el azúcar y los embarazos siguientes, su dentadura se deterioró de forma notable. Los niños del barrio se burlaban de ella y la pobre desarrolló una nueva forma de sonreír que consistía en apretar labio contra labio y mover los cachetes. Esto le funcionaba de maravilla, pero yo, pendenciero, siempre conseguía con mis ocurrencias que se riera a carcajada limpia y entonces mis amigos y yo podíamos comprender el significado de la palabra "caries" en toda su magnitud. Nunca quiso ir al dentista, argumentando que ya estaba vieja para eso, a los 32 años. Todos nos acostumbramos a verla al lado de sus hijos, compartiendo la condición de desmuelados cuando a éstos se les caían los dientes de leche.
Como no quiero correr el mismo destino, acudí hace poco a mi cita con el dentista dominicano que suele atenderme.
Después de que certificara que no tenía caries, le pedí que me preparara una férula de descarga, ya que, por culpa del stress europeo, rechinaba los dientes al dormir y despertaba con una jaqueca del carajo. El dominicano me dijo que era una sabia elección; no sé si porque así dejaría de tener dolores de cabeza o por los 150 eurazos que costaba la cosa esa de plástico. Pagué sin rechistar, recordando a mi hermano menor (que también la usa), a mi otro hermano (gran luchador) y a Elvira (la desmuelada de la familia) y volví a casa con un molde plastificado de mi torcida dentadura. Me lo puse para dormir y a eso de las cuatro de la mañana no pude soportar más la combinación de incomodidad y asco que me invadía. Vi a Sol dormir de lo más tranquila, soñando quizás con Roman Duris, y la odié un poquito. Bebí un poco de agua y traté de conciliar el sueño nuevamente, cosa que logré una hora después. Soñé que era un boxeador al que alguien había untado el protector bucal con pegamento extrafuerte. Desperté sin jaquecas y eso bastó para disfrutar del resto del día.
Quedé ese mismo día con unos amigos para tomar el aperitivo y les hablé de mi última adquisición. Obviamente, se burlaron de mí, y cuando les expliqué que sin eso rechinaría los dientes sin parar durante toda la noche uno de ellos me dijo joder, como para meterte algo en la boca mientras duermes.
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