miércoles, mayo 20, 2009

Mi primer viaje de negocios


El tele-taxi llamó a mi puerta cinco minutos antes de lo previsto. Casi muero ahogado por un sorbo de té en el que flotaba un trozo de brioche. A la T4, le dije, y me despatarré sobre el asiento trasero, con los ojos cerrados. Una conversación que parecía salida de una radionovela me despertó, ¿qué es eso? pregunté, y el taxista (en cuyo respaldo había un cartel que rezaba "no asepto billetes de 50 euros") contestó Holocausto, una serie que viene con el Mundo. Me levanté, entonces, y vi que el cabrón aprovechaba el atasco madrileño para ver su pantalla de dvd y ponerse al día con su serie favorita. Rogué que no nos parara ningún policía.

En el control de embarque estaba ya Dario, mi nuevo compañero, che tempismo! dijo, con su acento italiano y pasamos los detectores de metales quitándonos relojes, zapatos, cinturones, monedas y teléfonos. Comprobamos en las pantallas que el vuelo salía o'clock, pero habíamos llegado con demasiada anticipación y aprovechamos para tomar un café. Hablamos de los horarios, los sueldos, las nostalgias, los gatos, Dan Brown y Roma, la ropa de H&M y mil chorradas más. Todas divertidas. Una hora después, aterrizábamos en Lisboa.

El taxi olía a sepulcro, y era casi tan viejo como los taxis de Marrakech. 12 euros después estábamos ya en la oficina, donde fuimos recibidos sin honores y con un task list del carajo. Dario fue al departamento de riesgo en la tercera planta, con ventanas y mucha luz, y yo a las mazmorras de los informáticos, que apestaba a pies y sólo tenía un armario con facturas viejas como único paisaje natural. Bruno, mi homólogo portugués, me estuvo explicando durante tres horas toda la estructura funcional del departamento de sistemas de la empresa. Yo asentía como los perritos de juguete y juro que intentaba captar al máximo todas sus enseñanzas. Pero mi carne es débil, mi fuerza es tan débil, que lo olvido todo.
Comimos en un menú asqueroso, de esos con manteles de hule, en el que un amable señor nos ofrecía platos muy baratos, con su (amable también) mosquita incluida. ¿Qué es eso naranja que tiene tan buena pinta? pregunté, y Ana, guía de Dario por estos lares respondió, creo que pastel de zanahorias. En ese instante supe que no debía dejarme llevar por mis instintos.

Sol llegó a eso de las cuatro. Decidió con muy buen criterio aprovechar mi hotel de cuatro estrellas para visitar la ciudad y usando una fotocopia de mi DNI que lleva a todos lados, pudo registrarse en la recepción sin ningún problema. Espérame en el lobby, le dije, que llego, me cambio y salimos a patearnos el centro histórico. No contaba con que Bruno se ofrecería a hacernos de guía turístico y que tendríamos que esperarlo casi una hora, perdiendo así mucho tiempo de luz solar. Cuando caminábamos por una callecita aledaña a la Praça do Comercio, un lugareño (morenito y menudo) vio a Dario fijamente a los ojos, y le espetó "Marijuana, Weed, Coke" motivando nuestras risitas nerviosas y la indignación de mi colega romano. Al caer la noche nos metimos en un restaurante pequeño, acogedor y atendido por un camarero que sabía más idiomas que el director general de Toshiba España.

Dario comió jabalí.
Sol comió un plato típico de nombre impronunciable.
Me too.
Bruno pidió un filete de pollo con patatas. Qué cabrón.

Pasé la noche sudando por culpa de la indigestión. A eso de las cuatro de la madrugada estuve tentado a encender la TV pero supe que Sol me empotraría contra la pared de un almohadazo, y decidí contar ex-compañeras de trabajo desnudas para conciliar el sueño. Funcionó, es mucho mejor que contar ovejas.

Al día siguiente tuve unas veinte reuniones más, y con la cabeza como un bombo llamé a Sol para preguntarle donde estaba. Me susurró que estaba en el Monasterio de los Jerónimos de Belem, y me colgó. Le mandé un SMS pidiendo que, a las cinco de la tarde, me enviará su posición exacta para recogerla en taxi camino al aeropuerto. Así lo hizo, y cuando el taxista metía mis maletas en el coche le dije Vamos, a la Praça do Marquês de Pombal, y despois al aeroporto. El dijo que sí a todo y salió como si se estuviera jugando la pole position en Montmeló.
Dario dijo allí está, y yo vi a Sol, tranquila y bronceada, leyendo frente a las oficinas de AXA Lisboa. El taxi paró, le pedí que esperara un segundo, el taxista preguntó si iba a bajar maletas, le dije que no. Cuando puse un pie en la acera, salió disparado llevándose al horrorizado Dario dentro.

Cinco minutos después volvían. Me pidió perdón por el malentendido, y yo, ya hasta los cojones de los portugueses, le dije, al aeropuerto por favor, obrigado. Por suerte el avión salió puntual y llegamos a casa a la hora prevista. Me tiré en mi cama dos estrellas y, cerrando los ojos, deseé que este fuera mi último viaje interestelar.

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