Cuando vi a Sol llevar entre los brazos, como si fuese un niño, la última de sus cajas, se me cayó el alma al suelo. No, al suelo no, lo siguiente.
Esa mañana desperté como cualquier otra: con la tripa hinchada y la sensación de que, por mucho que insistiera, ya no me podría volver a dormir. Di varias vueltas perrunas hasta que al fin decidí salir de la cama, quitarme la férula dental que uso para no destruirme la dentadura mientras duermo, y tirarme en mi nuevo sofá Chesterfield de piel envejecida a ver un capítulo de "Mad Men". Pero cambié esto último por el piloto de "Fringe" serie que mi hermanito bailarín me había recomendado con ahínco casi religioso.
Hice bien. Y a mitad de el capítulo, Sol se levantó (como nunca, antes de las 11:00) y comenzó a llenar las cajas que había preparado y regado por el piso desde hacía varios días. Durante todo ese tiempo, creo, he desarrollado un instinto marine para poder evitar campos minados, pues mi rutina consistía, además de mis ya aburridas actividades, en sortear sus cajitas de los cojones que aparecían si aviso previo. Vacías y expectantes.
Quise ignorar el hecho de que la mujer con la que había compartido la vida iba, cajita tras cajita, saliendo de mi vida, pero no pude y sentado en mi cama tomé una decisión drástica: Me iría al Factory a comprarme un traje de Hugo Boss para usar en la próxima boda de mi amigo Dario. Sí, me dije, gastar 400 pavos me hará sentir bien.
Al salir de la ducha, quise arreglar la cama, pero Sol me sorprendió diciéndome que no lo hiciera: las mantas eran suyas y se las llevaría, of course. Mi traje de Boss voló junto al dinero que me quita la Comunidad de Madrid cada vez que algún policía gilipollas me multa por saltarme un semáforo, y decidí cambiar Factory por Ikea. La noche prometía ser fría y solitaria, la pasaría mejor acurrucado en un edredón industrial, y su funda nórdica de polyester a juego.
Me largué, no sin antes preguntar cuánto tiempo necesitaba para irse sin tener que despedirnos. Hasta las 12, respondió, pero no le creí, considerando el hecho de que cada vez que nos íbamos de puente la pobre tardaba dos noches en llenar su maletita tamaño Ryanair y ahora se iba a enfrentar sola a 15 cajas del Carrefour. Vuelvo a las 4 de la tarde, le anuncié, si metes las cosas como caigan acabas antes, ¿de qué te sirve, ahora, ordenar todo por tamaños, o colores?
Volé hacia la Gavia escuchando el primer disco de Libido y cantando con tanta fuerza que cuando dejé mi Kia en el parking de Ikea, descubrí que me había quedado afónico. ¿Y ahora como grito los goles de Messi?, pensé. Por suerte, ya me sé de memoria el laberinto de Ikea y usé las puertas secretas para ahorrar recorridos, como si me encontrara inmerso en un enorme juego de Mario Bros. Cogí in juego de tres cestitas de mimbre que no sé para qué sirven, un edredón, una funda nórdica roja porque la naranja me daba mala espina, y una manta para cubrirme cuando me tire en mi sofá a ver una película de esas que Marta llama, con mucho acierto, "para llorar". Llamé a mi tía, que vive al lado del centro comercial, y le dije que podíamos vernos y tomar algo. Me dijo que sí, que subiera a su casa en cuanto acabara con mis deberes.
La encontré preparando una fiesta pre-adolescente para su hija y sus amigas que habían decidido ignorar al mundo y al futbol para, entre otras cosas, dormir en sacos de camping y bailar reggaetón hasta altas horas de la madrugada. Le conté mis penurias, y ella me aconsejó de gran manera, diciéndome que todo es parte de un proceso, justo y necesario, que es nuestro deber y salvación darle gracias siempre y en todo lugar, a ti padre santo, dios todopoderoso y eterno, tú que vives y reinas por los siglos de los siglos mientras a nosotros nos arde, nos quema, nos duele todo el cuero, nos arde, nos quema, dejamos la carne en la arena.
Paréntesis: si no fuera por ángeles como éste, yo sería peor persona, lo tengo comprobado. Cierro paréntesis.
Estábamos de cháchara cuando Julio me llamó pidiéndome, again, un teléfono libre para llamar a algún pais misterioso. Le dije que ya salía para casa y que me llamara cuando quisiera, para darle el telefonito de los cojones. Me despedí de mi tía y volví, otra vez, cantando que soy sudor y lágrimas, por los primeros kilómetros de la carretera de Valencia.
Pero, cuando llegué a casa, Solenne todavía estaba allí.
Y entonces, cuando vi a Sol llevar entre los brazos, como si fuese un niño, la última de sus cajas, se me cayó el alma al suelo. No, al suelo no, lo siguiente.
Hice bien. Y a mitad de el capítulo, Sol se levantó (como nunca, antes de las 11:00) y comenzó a llenar las cajas que había preparado y regado por el piso desde hacía varios días. Durante todo ese tiempo, creo, he desarrollado un instinto marine para poder evitar campos minados, pues mi rutina consistía, además de mis ya aburridas actividades, en sortear sus cajitas de los cojones que aparecían si aviso previo. Vacías y expectantes.
Quise ignorar el hecho de que la mujer con la que había compartido la vida iba, cajita tras cajita, saliendo de mi vida, pero no pude y sentado en mi cama tomé una decisión drástica: Me iría al Factory a comprarme un traje de Hugo Boss para usar en la próxima boda de mi amigo Dario. Sí, me dije, gastar 400 pavos me hará sentir bien.
Al salir de la ducha, quise arreglar la cama, pero Sol me sorprendió diciéndome que no lo hiciera: las mantas eran suyas y se las llevaría, of course. Mi traje de Boss voló junto al dinero que me quita la Comunidad de Madrid cada vez que algún policía gilipollas me multa por saltarme un semáforo, y decidí cambiar Factory por Ikea. La noche prometía ser fría y solitaria, la pasaría mejor acurrucado en un edredón industrial, y su funda nórdica de polyester a juego.
Me largué, no sin antes preguntar cuánto tiempo necesitaba para irse sin tener que despedirnos. Hasta las 12, respondió, pero no le creí, considerando el hecho de que cada vez que nos íbamos de puente la pobre tardaba dos noches en llenar su maletita tamaño Ryanair y ahora se iba a enfrentar sola a 15 cajas del Carrefour. Vuelvo a las 4 de la tarde, le anuncié, si metes las cosas como caigan acabas antes, ¿de qué te sirve, ahora, ordenar todo por tamaños, o colores?
Volé hacia la Gavia escuchando el primer disco de Libido y cantando con tanta fuerza que cuando dejé mi Kia en el parking de Ikea, descubrí que me había quedado afónico. ¿Y ahora como grito los goles de Messi?, pensé. Por suerte, ya me sé de memoria el laberinto de Ikea y usé las puertas secretas para ahorrar recorridos, como si me encontrara inmerso en un enorme juego de Mario Bros. Cogí in juego de tres cestitas de mimbre que no sé para qué sirven, un edredón, una funda nórdica roja porque la naranja me daba mala espina, y una manta para cubrirme cuando me tire en mi sofá a ver una película de esas que Marta llama, con mucho acierto, "para llorar". Llamé a mi tía, que vive al lado del centro comercial, y le dije que podíamos vernos y tomar algo. Me dijo que sí, que subiera a su casa en cuanto acabara con mis deberes.
La encontré preparando una fiesta pre-adolescente para su hija y sus amigas que habían decidido ignorar al mundo y al futbol para, entre otras cosas, dormir en sacos de camping y bailar reggaetón hasta altas horas de la madrugada. Le conté mis penurias, y ella me aconsejó de gran manera, diciéndome que todo es parte de un proceso, justo y necesario, que es nuestro deber y salvación darle gracias siempre y en todo lugar, a ti padre santo, dios todopoderoso y eterno, tú que vives y reinas por los siglos de los siglos mientras a nosotros nos arde, nos quema, nos duele todo el cuero, nos arde, nos quema, dejamos la carne en la arena.
Paréntesis: si no fuera por ángeles como éste, yo sería peor persona, lo tengo comprobado. Cierro paréntesis.
Estábamos de cháchara cuando Julio me llamó pidiéndome, again, un teléfono libre para llamar a algún pais misterioso. Le dije que ya salía para casa y que me llamara cuando quisiera, para darle el telefonito de los cojones. Me despedí de mi tía y volví, otra vez, cantando que soy sudor y lágrimas, por los primeros kilómetros de la carretera de Valencia.
Pero, cuando llegué a casa, Solenne todavía estaba allí.
Y entonces, cuando vi a Sol llevar entre los brazos, como si fuese un niño, la última de sus cajas, se me cayó el alma al suelo. No, al suelo no, lo siguiente.
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