El presidente de Bolivia, Evo Morales, dijo hace unos meses que comer pollo te volvía maricón. Medio planeta se rió de él, y yo recordé en silencio (y avergonzado) que papá decía lo mismo, añadiendo con saña que su consumo reducía considerablemente el tamaño del miembro viril. Basaba su teoría en que a los pollos peruanos se les inyectaban hormonas femeninas para que engordaran de forma más rápida y con el consiguiente menor consumo de nicovita, engorde y demás sustancias, nocivas y caras. Yo, entonces, tenía ocho años y mi papá era Superman y su palabra ley. Me creí toda la mierda esa, y aunque con el paso del tiempo la fui olvidando, últimamente he hecho un files recovery desde el lado formateado de mi memoria.
Mesplico.
A pesar de los consejos paternos, me encanta el pollo. Cuando quedo con mis amigos en algún bar, y me preguntan que voy a pedir para comer, siempre respondo lo mismo: alitas a la barbacoa. Pero no me siento maricón, entonces, la teoría de Evo cojea considerablemente. Me pregunto, mientras muerdo la alita como un perro, si eso hará que empiece a gustarme "Sexo en Nueva York" o los libros de Crepúsculo. Respiro tranquilo cuando veo que a la camarera se le cae la servilleta, y al agacharse a recogerla, mis ojos fuerzan al máximo lo que la generosidad de su falda deja ver. Ah, me digo, soy inmune al virus del pollo. Puedo seguir comiendo cuanto quiera, y seguir siendo el follador nato de siempre.
Pero entonces, cuando mi compañera de mesa termina de engullir su tercer bocado de ensaladita de rúcula y me suelta: ¿sabes que fulanito...es gay? La nube de ceniza volcánica aparece y no tiene la cara de John Locke, sino la de Ricky Martin. Pienso en mi amigo y ato cabos. Nunca lo he visto con una tía; si hablamos de tetas y culos él, simplemente, guarda silencio; no practica deporte alguno (sólo va al gym) y siempre, siempre, va bien vestido. Fue el primero en contarnos que tenía amigos gays, y un día dijo que no descartaba cambiar de bando, pero, que si se daba el caso, sería activo. Yo creí, en el momento de su confesión, que hablaba de temas contables.
Mi amiga me dice que tengo todavía el Chicken Finger entre los idems y me fulmina con los detalles: además, no sólo es gay, o bi, no sé, sino que además rompió con su novia porque se enrolló con un tio. Suelto el chicken finger e imagino a mi amigo comiendo pollo asado, arroz con pollo, sopa de pollo, pollo con patatas, milanesa de pollo, pollo a la orange, pollo relleno de pollo, y pollo a la jardinera. Recuerdo - mientras me limpio los dedos con una servilleta del Friday's- la noche en que, en mi sofá, me contaba lo mucho que sufría por romper con su novia. Esa vez lo vi desolado, tanto o más de lo que estaba yo, tras romper con Sol por el bien de nuestra estabilidad mental y por el mal de mi cuenta bancaria. Lo consolé diciéndole que un clavo saca otro clavo, sin pensar que, igual esa noche, era a él a quien se la iban a clavar. Mientras aullaba a la luz de la luna.
- No puede ser, tía. ¿estás segura? Pero si el otro día me dijo que no podía caminar bien de tanto follar...
- Pues eso.
- ¡Mierda!
Por la ventana veo a la calle, buscando una explicación. Pero sólo veo a un grupo de amigos organizando una despedida de soltero, y, sí: habían disfrazado al novio de pollo. Quise gritarle: ¡Cuidado con tus gónadas, tío! ¡Come mucha carne roja! Pero aún me resistía a aceptar la teoría que mi padre y Evo habían metido en mi cabecita. Recordaba, mientras mi amiga comenzaba a contarme sus planes veraniegos, a los pollitos que mi abuela me enseñó a cuidar de niño. Lo hice con esmero, y ellos reemplazaron los muñecos y transformers que papá (mariconadas las justas) nunca me quiso comprar. Los subía a plataformas improvisadas de cartón y madera y desde allí los lanzaba a la aventura jamás soñada de aprender a volar. Ellos, canarios temporales, parecían sonreír mientras caían atraídos por la fuerza de gravedad y por un puñado de maíz molido que siempre les dejaba al final de la rampa, para motivarlos. Mis juegos polleros acabaron cuando a uno lo quise travestir en pato y el pobre no superó el casting, muriendo ahogado en el fondo de un balde y mirándome desde su muerte con total reprobación. Mamá me prohibió entrar al corral.
Mesplico.
A pesar de los consejos paternos, me encanta el pollo. Cuando quedo con mis amigos en algún bar, y me preguntan que voy a pedir para comer, siempre respondo lo mismo: alitas a la barbacoa. Pero no me siento maricón, entonces, la teoría de Evo cojea considerablemente. Me pregunto, mientras muerdo la alita como un perro, si eso hará que empiece a gustarme "Sexo en Nueva York" o los libros de Crepúsculo. Respiro tranquilo cuando veo que a la camarera se le cae la servilleta, y al agacharse a recogerla, mis ojos fuerzan al máximo lo que la generosidad de su falda deja ver. Ah, me digo, soy inmune al virus del pollo. Puedo seguir comiendo cuanto quiera, y seguir siendo el follador nato de siempre.
Pero entonces, cuando mi compañera de mesa termina de engullir su tercer bocado de ensaladita de rúcula y me suelta: ¿sabes que fulanito...es gay? La nube de ceniza volcánica aparece y no tiene la cara de John Locke, sino la de Ricky Martin. Pienso en mi amigo y ato cabos. Nunca lo he visto con una tía; si hablamos de tetas y culos él, simplemente, guarda silencio; no practica deporte alguno (sólo va al gym) y siempre, siempre, va bien vestido. Fue el primero en contarnos que tenía amigos gays, y un día dijo que no descartaba cambiar de bando, pero, que si se daba el caso, sería activo. Yo creí, en el momento de su confesión, que hablaba de temas contables.
Mi amiga me dice que tengo todavía el Chicken Finger entre los idems y me fulmina con los detalles: además, no sólo es gay, o bi, no sé, sino que además rompió con su novia porque se enrolló con un tio. Suelto el chicken finger e imagino a mi amigo comiendo pollo asado, arroz con pollo, sopa de pollo, pollo con patatas, milanesa de pollo, pollo a la orange, pollo relleno de pollo, y pollo a la jardinera. Recuerdo - mientras me limpio los dedos con una servilleta del Friday's- la noche en que, en mi sofá, me contaba lo mucho que sufría por romper con su novia. Esa vez lo vi desolado, tanto o más de lo que estaba yo, tras romper con Sol por el bien de nuestra estabilidad mental y por el mal de mi cuenta bancaria. Lo consolé diciéndole que un clavo saca otro clavo, sin pensar que, igual esa noche, era a él a quien se la iban a clavar. Mientras aullaba a la luz de la luna.
- No puede ser, tía. ¿estás segura? Pero si el otro día me dijo que no podía caminar bien de tanto follar...
- Pues eso.
- ¡Mierda!
Por la ventana veo a la calle, buscando una explicación. Pero sólo veo a un grupo de amigos organizando una despedida de soltero, y, sí: habían disfrazado al novio de pollo. Quise gritarle: ¡Cuidado con tus gónadas, tío! ¡Come mucha carne roja! Pero aún me resistía a aceptar la teoría que mi padre y Evo habían metido en mi cabecita. Recordaba, mientras mi amiga comenzaba a contarme sus planes veraniegos, a los pollitos que mi abuela me enseñó a cuidar de niño. Lo hice con esmero, y ellos reemplazaron los muñecos y transformers que papá (mariconadas las justas) nunca me quiso comprar. Los subía a plataformas improvisadas de cartón y madera y desde allí los lanzaba a la aventura jamás soñada de aprender a volar. Ellos, canarios temporales, parecían sonreír mientras caían atraídos por la fuerza de gravedad y por un puñado de maíz molido que siempre les dejaba al final de la rampa, para motivarlos. Mis juegos polleros acabaron cuando a uno lo quise travestir en pato y el pobre no superó el casting, muriendo ahogado en el fondo de un balde y mirándome desde su muerte con total reprobación. Mamá me prohibió entrar al corral.
- ...y después subiremos por la costa azul, hasta donde nos lleve el coche.
Suena mi teléfono y veo el nombre de mi amigo en la pantallita. Respondo, y aguanto estoicamente sus bromas acostumbradas: que si estoy en Chueca, que si me ha interrumpido mientras pensaba en Ricky Martin, que si me estaba preparando para ir a la marcha del Orgullo Gay. Le digo que estoy comiendo con Marie, me pide que le mande un beso y yo cumplo con el encargo, callándome como un cabrón, sin decirle que nuestra amiga común ha desvelado su secreto. Le digo que iré a comprar zapatos después, que si eso lo llamo cuando acabe para tomarnos algo. Se alegra y me dice que sí, que nos veremos en unas horas y que me presentará a la chica con la que está saliendo. O mejor dicho, con la que ha vuelto.
Cuelgo, pago la cuenta, y salgo del restaurante pensando en el alto índice de amigos mios que han comido pollo en su infancia y ahora bailan moviendo los brazos por encima de la cabeza; en que los quiero igual, aunque tengan los esfínteres dados de sí, y en el puto Evo Morales, al que le deseo que sea enculado por un sudafricano y su vuvuzela.
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