Cuando Mirella me dijo que me esperaba en el Orange Bar, cerca de Argüelles, yo no tenía la más mínima idea de en qué me estaba metiendo. Subí en metro hasta San Bernardo y desde allí tuve que caminar gracias a las super obras que gobiernan Madrid en verano. A medida que iba bajando por Alberto Aguilera iba reconociendo calles, tiendas, bares, en un progresivo deja vú que culminó cuando, al llegar al Corte Inglés, descubrí que el Orange Bar no era otro que el Chesterfield Café, que había cambiado de nombre vendiéndose al mejor postor. En ese bar, hace más de ocho años, conocí a Sol.
- Mirella me cagüen tus muertos - pensé en voz alta.
Entré y descubrí al minuto que el bar conservaba el aire cutre de antaño y fui directo hasta la barra a pedir la cerveza que incluía mi entrada. Sólo cerveza de barril, me dijo el camarero cuando le pedi una Carlsberg, es lo que incluye la entrada. Lo dicho, la cutrez madrileña representada. Desde la barra veía a niños de catorce años, adultos trasnochados y más de un tarado que no ha leído Esquire o GQ en su vida y cree que puede ir a los garitos con bermudas y sandalias. ¿Dónde me he metido?, me pregunté, y avancé hasta el escenario, donde empezaba el concierto de Funky al que Mirella me había invitado. O sea, invitado es un decir, porque pagué mi entrada, a pesar que la chica de mi facultad conocía a la cantante: una búlgara con la mirada más súper golfa que yo había visto en años.
Cuando acabó el concierto, y después de ignorar a la prima fea de Mirella (a la menos fea, al menos le dije "hola"), pregunté ¿qué hacemos?, apenas es media noche. Y recibí como respuesta una proposición terrorífica: ir a una discoteca peruana a celebrar la independencia del Perú.
- ¿No te parece tonto celebrar la independencia de España, en España? Osea...
- No pues oye, vamos nomás, está bien el sitio.
- ¿Bien?¿Bien, cómo? ¿Como ésto de bien? ¿O mejor?
- Más o menos como ésto, pero con más luz. Ya sabes que a los peruanos nos gustan las fiestas recontra iluminadas, pues.
- A mi no, pero con tal de que no haya gilipollas con bermudas o que parezca que vienen de llenar techo...venga una copa y ya.
Salimos del Orange/Chesterfield/Suputamadre y al llegar a Alberto Aguilera la prima menos fea de Mirella pregunta si Tribunal está muy lejos, porque lleva tacones. Le respondo que no, pero me da pereza caminar con esa compañía y (mientras mentalmente me digo "quédate, igual ellas tienen amigas interesantes") paro un taxi. El taxista es peruano, pero no me corto:
- No sé chicas. Un sitio peruano en Madrid, eso no puede ser bueno.
- Hay show y todo, cholo...
- No me llames así, porfa.
- Ay, perdone usted señor pijo. Como te decía, tocan de todo, salsa, merengue, cumbia...
- Pero. ¿No decías que se podía comer?
- Claro, pues. Es como una peña.
Tragué saliva. El taxista ahogó una risa. Por la ventana del taxi vi a dos alemanas, borrachísimas, cayendo en plena Glorieta de Bilbao. Quise ser ninja, tirar una bomba de humo y desaparecer. Déjanos acá nomás, hermano. Bajamos por la Corredera Baja de San Pablo y a medida que los números de las calles iba aumentando, el número de gente guay disminuía. Lejos iban quedando, incluso, los típicos perroflautas de Madrid que, cerveza en mano, acostumbran beber en la calle. Mirella, de repente, paró en seco frente a un letrero que ponía "C stumbres" y me aclaró, al verme confundido, que el verdadero nombre era "Costumbres" pero, se le ha caído la "o", pues, flaco.
Una gordita (adicta al arroz con pollo, afirmo) nos cobró 3 pavos por entrar y yo pregunté, porque sino reventaba, si esos 3 euros incluían una ración de rachi. Dijo que no. Bajamos unas escaleras hediondas, forradas en terciopelo rojo, y en el descenso vi de reojo a Seina, la empresaria/cantante folclórica/personaje/amiga de mi madre, y, como tiene que ser, le rehuí la mirada; no vaya a ser que me reconozca as usual y me cante allí mismísimo el mejor de sus huaynos ancentrales, con ayayayayyyys incluídos. Eso sí que no.
Al finalizar la escalera, encontramos a los hermanos de Mirella (mis hermanos...un amigo de la facultad) y a un calvo gordo que, en Lima, sería cobrador de combi o arreglador de tumbas del cementerio Baquíjano, pero que aquí, en Madriz, en Europa, tenía un polo Lacoste, y ostentaba el grandísimo título de novio de la prima menos fea de Mirella, a quien, gracias a la luz deslumbrante del local, empecé a descubrir un rebelde mostacho. No sobra decir que el 80% de los danzantes (de algo que parecía ser una cumbia unplugged) vestía bermudas de jugar al padel y camisetas del Decathlon. Los hermanos de Mirella incluídos.
Un vaso llegó a mi mano, y yo, absorto, bebí su contenido para, segundos después, comprobar que la gente lo llevaba compartiendo durante varias rondas. Qué asco. Dejé de mirar a la family de mi amiga universitaria y desvié mi atención hacia la pista de baile, intentando contener el vómito que se manifestaba, no sé si por beber del mismo vaso que los demás o por el polo sin mangas tipo Nadal que llevaba uno de los asistentes, que, ebrio, intentaba sacar a bailar a una mujer con dientes de oro. La cumbia se convirtió en salsa y negué por primera vez, sin sentirlo, cuando el hermano mayor de Mirella me preguntó "no serás pituco, ¿no?" Una joven sin cuello y vestida de negro nos dijo que había una mesa lista para nosotros. Ilusionado, pensé que esto sería como el "Sachún" de Barranco, donde sólo le daban mesa a la gente cool. Grande fue mi decepción cuando nuestra mesa tenía un mantel de papel, que más parecía una servilleta gigante de un Kebab de Gran Vía y estábamos sentados al lado de un par de borrachos que no dejaban de hablar de su estancia en la prisión de Lurigancho. Descubrí que, en el antro, el hecho de tener mesa te aseguraba tener un vaso para cada comensal y me bebí de un trago la cerveza de la jarra, que en ese momento me supo a Champagne.
- Bueno ¿qué opinas? - me preguntó la ex tia buena de mi facultad.
- Es...pintoresco.
- Venimos siempre - afirmó el hermano menor de forma innecesaria - está bien este sitio pa meterse unas chelas.
- Sí - dijo el tío calvo, meganovio de la prima menos fea -, aquí la gente es zanahoria, cholo. Te metes unas chelitas, comes un cevichazo y nadie te jode.
- Ah - dije, tomándome las pulsaciones.
- El que canta es bueno - dijo la prima menos fea, para inmediatamente gritar: - AHHH ES MI CANCION, RASPADILLA - y salir disparada hacia la pista de baile.
- ¿Raspadilla? - pregunté, inocente yo.
- Así le decimos peeee ¿no ves que es pelao? - me espetó el hermano mayor - ¿no la paras? oe, causa¿de qué barrio eres, ah?
- Del...ejem...del Callao.
- Ah, chucha...suave contigo, entonces.
- No, no, brother. Tranquilo, no pasa nada.
- ¿Seguro que no eres un pituco, un pijito de esos?
- Noooo,¡que va¡ - negué por segunda vez - yo soy más de barrio que los columpios.
Busqué con la mirada las posibles salidas, a lo Jason Bourne, y descubrí que sólo podía volver por las mismas escaleras por donde había entrado, que el gordo de la mesa de al lado era zurdo y no comía cebolla; que la mujer de los dientes de oro se sabía de memoria las canciones del Gran Combo; que la pareja que no dejaba de besarse estaba vestida con ropa del Primark y que él tenía un bulto extraño en sus medias blancas de deporte; que la única tia pasable del local estaba rodeada por cuatro amigas feas y acosada por dos tíos que parecían salidos de un partido de fulbito (sudor incluído); que el tío calvo que se follaba a la prima menos fea de Mirella me miraba de forma extraña, y amenazante. ¿No nos conocemos de algo, causa?
- Mirella - le susurré - voy a desaparecer en breve.
- Ya, me imaginaba.
Sonó una canción que supongo era super conocida por la reacción del populorum y aproveché el barullo para salir corriendo, sin despedirme de nadie. Al llegar a la puerta la gordita adicta al arroz con pollo me preguntó si iba a volver, a lo que respondí con un ¡ni de coña! que me salió del alma y no dejó lugar a dudas. Ella, sin dejar de mascar chicles me espetó a modo de insulto: ¡qué pijo! Y yo, por no escuchar gallos, le dije que sí, que qué pasa, que soy pijo y que no volvería a pisar esa mierda de sitio, y salí sin más, dejando atrás para siempre a los bailarines en bermudas y zapatillas blancas.
Cabreado, caminé hasta Tribunal, y desde allí bajé por Fuencarral. Ya en Fuencarral, me dije que no estaría de más caminar hasta Gran Vía, y en Gran Vía se me ocurrió bajar hasta Cibeles, buscando un taxi. Ya en Cibeles, los taxis eran escasos y, harto del mundo, me subí a un autobús nocturno de esos que por un euro te regresan a casa sin hacer preguntas.
Durante el camino, revisé mis mensajes y vi que Marie-Flore quería comer conmigo al día siguiente. Le dije que sí, que tenía partido de fútbol, pero que después podíamos vernos. Quedamos en La Latina para comer en Los Huevos de Lucio y me dije a mi mismo que ya estaba bien eso de jugar al autóctono. Respiré aliviado al saber que tengo opciones, y que puedo ser peruano sin creer que eso significa ir a bailar siempre a esos antros de mala muerte que sólo sirven como focos de exclusión social. Al bajar del autobús me vi reflejado en una marquesina y me imaginé atrapado en ese mundo, vestido como con pantalones pirata y con cadenas de oro pobre colgadas del cuello. Me reí de mi ocurrencia y entré en mi casa, tiré la ropa sobre mi sofá nuevo y me dejé caer sobre la cama. Al despertar, vi un mensaje de Marie-Flore:
- Je t'espere a deux hores à La Latina, feignasse. N'oubliez pas tes commerages :)
Contento, me fui a jugar al futbol con mis amigos en Moratalaz. Al llegar, les conté que, por una noche, había descendido a los infiernos, pero que huí de ellos apestando a ají panca.
1 comentario:
"Ay, perdone usted señor pijo". Buena tio, siempre es divrtido leerte
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