He leído un titular bastante infame en la prensa online peruana:
Jugar la ouija puede llevar a los adolescentes al suicidio.
En Peru21.com para ser más exactos. Además de estar escrito de regular tirando a mal (en mi humilde opinión, claro está), juega tanto con la exageración y el tremendismo que no he podido evitar la tentación de reproducir parte de su contenido (en cursiva, como me enseñó mi tío que se cree periodista), para mi gozo y disfrute.
Especialista advierte que los menores de edad son más vulnerables a estos juegos y pueden caer en un trance de exaltación, lo cual los puede inducir a la autoeliminación.
No sabía que existiesen especialistas en Ouija, o en trances de exaltación, ya que el trance hasta donde sé es el resultado de la exaltación, pero si de verdad existe gente que cree que jugar con los “espíritus” puede dañar el alma, es mejor que se autoelimine (y se lleve a los especialistas en Ouija) y deje el mundo para la gente más normal. Como yo, por ejemplo. Así habría menos colas en los aeropuertos.
Un especialista comentó que el reciente caso presentado en Yarinacocha, Ucayali, donde dos adolescentes del colegio Faustino Maldonado, convulsionaron y presentaron conductas extrañas tras jugar a la ouija, lo que provocó incluso la presencia de pastores y sacerdotes.
Seguimos con las redundancias, o si no es así ¿Qué tenían que ver los pastores con esto? Pobres ovejas, se quedarían solas en la pampa preguntándose:
-¿Quee paaaasaaa, beee?
- No seee, deeebeee seeer que reeegalan aalgo, beee.
Y los sacerdotes, que también son pastores de almitas (cuando les conviene) llegarían al lugar en un dos por tres, con su túnica, rosario y un frasco de agua bendita, a ver si les dejaban jugar a Padre Merrin por un día.
Explicó que durante el desarrollo del trance, los adolescentes dicen haber sido poseídos por el demonio, lo que le da a esa práctica una aterradora connotación demoníaca que los puede volver agresivos y hasta pueden desarrollar movimientos corporales involuntarios.
Yo he jugado a la Ouija un par de veces, y no sentí que me poseyera ningún demonio (más bien demonia, pero eso fue un año más tarde y no tuvo mucho que ver con el jueguito aquél), mi agresividad fue la de siempre (más bien tirando a poca), y los movimientos corporales involuntarios llegaron después del juego, eso sí lo admito, pero fue sobretodo porque le pregunté al espíritu chocarrero qué color de calzón tenía Ruth en ese momento. Y eso me emocionó hasta la convulsión.
"El hecho de estar repitiendo este juego hace que se vuelvan cada vez más vulnerables. Les genera histeria, se exaltan, gritan y vociferan. Ahí es cuando pasa de ser un juego a algo más serio", dijo en declaraciones a la agencia Andina.
Entonces, todos los cobradores de combis han jugado alguna vez. Y las señoras que venden en el mercado central de Lima, también. Y ni te cuento de los españoles, que gritan al hablar por teléfono, y también en la vida diaria puedes escuchar sus conversaciones a treinta metros de distancia.
El psiquiatra advirtió que bajo el pretexto de la ouija personas inescrupulosas pueden sacar provecho del temor que puedan sentir los menores e inducirlos a tener relaciones sexuales con el argumento de una presunta protección frente a los espíritus demoníacos.
Uy, si lo hubiera sabido antes. podía haber usado esa táctica, aunque la verdad, nunca me hizo falta. Pero esto me recuerda a una que, en el caso de que un espíritu se le apareciera y le dijese "¿has visto lo que hace la cerda de tu hija?", fijo que se reía en la cara del poseedor y le contestaba: "¿cerda?, esa a mi lado como mucho es una corderita de dios".
"Este juego tiene una serie de elementos que tienen que ver con la imaginación y hasta con las supersticiones y las películas de terror. El menor ingresa para satisfacer la curiosidad o con fines sociales para no sentirse marginado e insertarse al grupo de amigos", subrayó.
Eso, subráyalo, así, sin vergüenza. Todo el rollo que has soltado para que al final todo sea motivado por lo mismo: las películas, el subconsciente o el deseo de aceptación. En mi época para ser aceptado sólo había que hacer dos cosas: emborracharse con los amigotes, o darle una paliza al tonto del barrio. Eran otros tiempos.
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