Creo que se llamaba Rosa, pero no estoy seguro, lo que sí sé es que todas las tardes de verano estaba en la puerta del mercado. Se sentaba al lado del puesto de periódicos y desde allí controlaba a todo el que entraba y salía. No gritaba, ni ofrecía su producto: chupetes, helados y adoquines; simplemente esperaba a que nos acercáramos mientras conversaba con la frutera, su vecina de enfrente.
Ibamos al mismo colegio, y teníamos la misma edad, pero ella estaba dos años atrasada. Algunos decían que por bruta, pero todos sabíamos que era porque tenía que trabajar y al volver a casa le quedaban pocas ganas de estudiar. Su uniforme no era el más nuevo, pero siempre estaba limpio, y una vez hasta salió a cantar en la actuación del día de la madre que organizaban los mismos tres profesores de siempre, que estaban casados. Yo también cantaba, lo que me mandaran, Pimpinela, Luis Miguel o alguna canción criolla. En esos días de actuación, se escogía un salón y se encerraba allí a los niños artistas. Jugábamos, ensayábamos los últimos pasitos y alguno que otro se meaba o se cagaba (literalmente) de miedo. Ellla siempre estaba sola, en un rincón, mirando fijamente al mapa del Perú y pensando seguramente en los chupetes que estaba dejando de vender esa mañana tan calurosa.
Nuestros padres, incomprensiblemente, la usaban para asustarnos. Para ellos una niña trabajadora era un mal ejemplo, un símbolo de fracaso escolar, una marca en la sociedad que señalaba la mala gestión paterna. Siempre nos decían que si nos portábamos mal, si no estudiábamos, si veíamos tele hasta tarde, terminaríamos como ella, o peor, que si perdíamos los libros nos mandarían al mercado a vender chupetes al lado suyo. Nosotros, niños idiotas al fin y al cabo, nos asustábamos fácilmente y nos acostumbramos a mirarla de lado, sin sonreírle directamente e ignorándola poco a poco. A ella no parecía importarle, su mente estaba en llegar rápido a casa después de clases, coger su caja de tecnopor y vender todo lo que pudiera. Así su viejo, un gordo que trabajaba de lo que sea, como muchos don nadies en mi barrio, no le pegaría y su hermana (como me contó un día) tendría un bonito vestido el día de su primera comunión.
Como habrán descubierto ya, yo era su único amigo (a pesar de que mamá me dijo que ella me había contagiado piojos), y a veces le hacía los dibujos de historia aprovechando el recreo. Cuando me veía llegar al mercado solo, me ofrecía un chupete gratis, pero yo no lo aceptaba. Hablaba con mi amiga chupetera y con su vecina la frutera, hasta que se me olvidaba lo que tenía que comprar y tenía que recordar que había cocinado mamá el día anterior, y el anterior, hasta que poco a poco volvía la lista de la compra a mi mente. Pero, si alguna vez llegaba al mercado con mis amigos, ella no me saludaba.
Eso me molestaba mucho, y se lo dije en uno de nuestros tantos recreos juntos, pero ella defendió su posición diciendo que los otros niños la miraban mal, casi con asco y no quería que yo perdiera amigos por su culpa.
Los años fueron pasando y yo terminé el colegio mientras ella seguía estancada en 3º. Nos vimos cada vez menos, y finalmente cuando me mudé la perdí de vista para siempre. Alguna vez me imaginé que mi familia entera vendía chupetes en la playa, y me entraron escalofríos. No por el hecho de hacerlo, sino por creer que, seguramente, sufriríamos el mismo rechazo que mi amiga chupetera sufrió durante toda su vida. Rechazo, casi unánime, porque si algo aprendí de niño es que en esta vida, todo da vueltas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario