El Mongo soñó que peleaba con papá. Otra vez.
Como en cada sueño suyo, bueno o malo, abundaban los laberintos, las escaleras, las calles interminables y los colores claros. Aparecía gente de su vida diaria, gente del trabajo que, confundidos, lo miraban como diciéndole ¿qué hago yo en un sitio como éste? No les respondía porque ya ha aprendido en sueños anteriores que es inútil comunicarse con cualquiera que no sea un personaje principal en su sueño. Una vez casi lo logra, pero el interlocutor, que ahora mismo no recuerda si era animal vegetal o mineral, sólo logró escupir un par de letras y murmullos antes de volar en mil pedazos; después de ver eso, sin razón alguna, el Mongo se puso a aplaudir como un loco. Lo soñó despues de ver Scanners, de Cronenberg.
Como en cada sueño suyo, bueno o malo, abundaban los laberintos, las escaleras, las calles interminables y los colores claros. Aparecía gente de su vida diaria, gente del trabajo que, confundidos, lo miraban como diciéndole ¿qué hago yo en un sitio como éste? No les respondía porque ya ha aprendido en sueños anteriores que es inútil comunicarse con cualquiera que no sea un personaje principal en su sueño. Una vez casi lo logra, pero el interlocutor, que ahora mismo no recuerda si era animal vegetal o mineral, sólo logró escupir un par de letras y murmullos antes de volar en mil pedazos; después de ver eso, sin razón alguna, el Mongo se puso a aplaudir como un loco. Lo soñó despues de ver Scanners, de Cronenberg.
Su sueño era muy realista, si olvidamos la decoración tipo Yellow Submarine, ya que se pasó el 80% del tiempo ignorando todo lo que su padre decía, y rechazando siempre todo lo que le ofrecía. Él se revolvía de rabia en su sitio, pensando seguramente que si él fuera el dueño del sueño el Mongo ni siquiera existiría. Sus hermanos, que a veces aparecían por ahí, los miraban como lo hacían en la vida real, cuando eran niños, estupefactos y asustados, seguros de que en algún momento esa bomba de relojería que había incidido en traerlos al mundo, explotaría y que el primer damnificado de la onda expansiva, como siempre, sería el pobre Mongo. Pero él, como hacía desde que tiene uso de razón, seguía en sus trece, sin ceder ni ápice, aunque estuviese cagado de miedo, y sabiendo a ciencia cierta que minutos después recibiría la acostumbrada paliza. Su viejo se sentaba, se volvía a levantar, se iba, y su sueño en ese momento tenía un instante de paz, de sosiego, las luces rojas y los tonos grises, se convertían en soles brillantes que acompañarían a los Teletubbies y de algún lugar venía el sonido de las olas que le recordaba, incluso, el olor del mar del Callao.
Pero de pronto, y sin explicación alguna, papá volvía, y el mar y los colores bonitos se iban. Esta vez, como, cada sueño, se envalentonaba y le decía que ya estaba harto, que quién era él para desafiarlo, que se callara, que no lo mirara a los ojos, y que le iba a pegar tan fuerte que lo iba a dejar irreconocible, como uno de esos monstruos de las películas de Godzilla, que tanto le gustaban ver en vez de hacer la tarea de matemáticas. El Mongo, todavía cagado de miedo, se miraba las manos y las piernas, y comprobaba en este sueño que ya no era más el niño que se escondía debajo de la cama, huyendo de él y de su frustración transformada en golpes. Ahora era un adulto, y como Popeye después de comer espinacas, se sintió fuerte e invencible y le dijo que cuando quiera y donde quiera, que ya se había aburrido de esconderse, que uno de los dos debía morir antes de que se ocultara el sol. Después de soltar esta última frase, y mientras se preguntaba a mí mismo si no la había copiado de una película de Sergio Corbucci, su padre desapareció lentamente, como si fuera un holograma.
Sus hermanos aparecían con más fuerza, no como esos ángeles horribles que adornan los regalos del día de la madre, pero si con una luz detrás en plan Expediente X. Sin verlo oían la voz de papá decir que volvería, que ya se acordarían de él, pero les sonó como Gargamel, cuando dice eso de “los atraparé, aunque sea lo último que haga, lo último que haga”. La sensación de victoria fue tal, que su cuerpo sufrió un subidón de adrenalina, y se despertó de golpe. El reloj despertador marcaba 05:40, con esos odiosos numeritos rojos que brillan en la oscuridad. Volvió a acostarse deseando soñar algo mejor, más bonito, con Mónica Belluci, por ejemplo, o Pilar López de Ayala, o con la tía buena de su trabajo, que además es buena futbolista.
Dos minutos después estaba roncando otra vez, pero esta vez soñó que era Jason Bourne. Despertó con una sonrisa de oreja a oreja, tres horas más tarde.
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