jueves, febrero 21, 2008

La gran noche y el botón




Tomy me prestó un jean para la gran noche. Lo había comprado hace poco, en la Cachina, a una mujer que vendía ropa donada por la ONU que misteriosamente se había desviado de su destino final. Era un pantalón Armani, una talla menos de la que normalmente solía usar.

- Así vas apretadito, como Chayanne – me dijo, mientras vagábamos juntos por los pasillos de la universidad.
- No sé, huevas – objeté – la última vez que usé un pantalón apretado me dolieron los huevos un par de días.

El jean originalmente había sido un poco más ancho, pero la mamá de Tomy, gran costurera, le había hecho unos pequeños ajustes. Yo era uno de sus clientes habituales, y me había ajustado anteriormente un pantalón de cuadros (que Tomy decía que parecía hecho con tela del gorro del Chavo del Ocho) y una camisa Banana Republic, de lino. Por eso, ahora el Armani me apretaba los huevos, y si me sentaba, se abría el botón dejando al aire mis abdominales, entonces existentes y casi perfectos. Aún así, decidí ponérmelos para la gran noche.

Llegamos tarde a la fiesta, y todos nos llevaban dos cervezas de ventaja. Cosa bastante extraña ya que los presupuestos eran reducidos y para comprar alcohol había que hacer colectas vergonzosas, por eso las chicas siempre decían “no gracias, yo no tomo” cuando en el fondo sabían que se morían por beber directamente de la botella como vikingas, pero si lo hacían se quedaban sin plata pal’ taxi. Compramos un vino Toro, que no sé quién nos había recomendado y nos metimos de cabeza entre la multitud. Era una imagen graciosa, cuatro tipos, bien vestidos, con relojes de marca (imitación, pero no se notaba) bailando sin ritmo música de los Auténticos Decadentes y bebiendo directamente de la botella de vino. Sabía a vinagre, pero no quise ser yo, otra vez, el que se quejara de la calidad del licor; ya me habían tildado de aniñado cuando no quise beber, como todos, del vaso de una prostituta en Comas, cuando se llevó a su cliente y olvidó su jarra de sangría en la mesa de una discoteca. Yo seguía a mi bola, bebiendo de la botella (y limpiando el pico, sin que nadie se diera cuenta), mirando sin disimulo a una morena de ojos verdes que bailaba a dos metros de distancia, y preguntándome cómo iba a volver a casa, si me había gastado ya casi todo mi dinero en un tragamonedas mientras esperaba a mis amigos.
Y de repente, el botón del jean salió volando.
Mariana tenia cara de papaya, pero su cuerpo era el botín más preciado entre todos nosotros. Por culpa de mi botón volador (que Tomy buscó a gatas por más de media hora) yo la miraba de lejos, como a los toros, con un vaso de ron en mi mano. Lamentaba mi mala estrella, porque la gran noche al fin había llegado y mis posibilidades de ser uno de los agraciados disminuían con el paso de los minutos, los bailes, los abrazitos por aquí y besitos por allá, en la pista de baile; empezaba a resignarme a volver a casa solo, y ya nada más esperaba a que nadie estuviera mirando para salir, sujetando el pantalón, a buscar un taxi.

No sé quién se llevó a Mariana esa noche, el pacto había sido que las chicas escogerían y nosotros callaríamos para siempre, por una noche harían con nosotros lo que quisieran y nosotros seríamos sumisos gatos en sus manos. Yo me había hecho ilusiones con Katty, pero nada aseguraba que me hubiera escogido esa noche, por mucho jean Armani que llevase. Con este pantalón la haces, decía mi amigo, y ahora seguramente seguía preocupado por aquél botón con el logotipo de las alitas, que había aterrizado quién sabe dónde, quizá en el escote de Mariana, y así tuvo más suerte que yo, aquella gran noche.

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