Los amigos de mi hermano planean hacer, en Lima, una reunión de ex alumnos. Jugarán al fútbol, llevarán a sus hijos, comeran y se emborracharán, todo un ejemplo de confraternidad. Le digo que está bien, (qué lindo, dice mamá) que nunca está de más ver en lo que te podías haber convertido, o comprobar que te no siempre el que mejor apunta llega a despuntar. Vamos hablando mientras intento que mi Kia no haga el ridículo en los cuatro carriles de la M-45.
- Sí, parece que va estar bien, y esos idiotas me escriben como si estuviera ahí – dice él, divertido.
- ¿Cómo es eso de “como si estuvieras ahí? – pregunto, cambiando de cuarta a quinta, por hacer algo.
- O sea, me dicen cosas del tipo “tú llevas esto o lo otro”. Pá vacilarme.
Mamá sugiere que envíe un representante, a mi madrina por ejemplo, que siempre está dispuesta para arreglar nuestros problemas en Lima: que si alguien entra a robar a casa, ella lo denuncia a la policía; que hay que pagar los recibos de luz, ella va y lo hace; que hay que preparar una fiesta con regalos para los niños más pobres, ella organiza todo y nosotros le mandamos el dinero. Pues ahora, según mamá, tendría que llevar una fuente de causa limeña y emborracharse como un veinteañero más, en esa reunión.
- Yo no podría hacer algo así – pienso en voz alta.
Mi mejor amigo, de época escolar, estaba preso cuando escapé de Lima. Otro más del grupo murió mientras dormía, por causas que nadie supo (lo de investigar la causa de la muerte, sólo pasa en las películas), y a otro lo apuñalaron al salir de una fiesta en un barrio bajo del Callao. El encargado de la biblioteca, y máximo estandarte de nuestro colegio se casó con un transexual, y por ello fue repudiado hasta el infinito, por la hipócrita sociedad limeña. Y yo, adalid de la libertad de expresión en tiempos adolescentes, me borré de todo escenario político y me dediqué a intentar ser burgués al descubrir que ninguna protesta/marcha/pancarta servía para cambiar el sistema democrático.
- Tendría que conseguir una ouija para hablar con mis amigos – dije, incorporándome ya a la A-2 – o visitar alguna cárcel.
- No todos están presos – me recordó mamá – te quedan los de la universidad.
Me imaginé entonces organizando una reunión de ex alumnos universitarios. Todos deberían asistir vestidos de blanco, incluso ellas, para que nadie supiera (a través de la marca de la ropa) lo bien que le iba al otro en la vida. Beberíamos cerveza, de una sola marca, y se escucharía todo tipo de música, aunque todos saben que odio la cumbia y el reggaetón. Hablaríamos de los sueños que teníamos hace 10 años, y les haría a todos la pregunta que me hago a mi mismo, cada vez que me acuerdo.
- Si el niño que eras a los cinco años, te conociera ahora, ¿estaría orgulloso de tí?
Con suerte, al hacer la pregunta mis amigos se lanzarían sobre mi, y me bañarían con cerveza, arrojándome desnudo a la calle. Y sería feliz.
- Sí, parece que va estar bien, y esos idiotas me escriben como si estuviera ahí – dice él, divertido.
- ¿Cómo es eso de “como si estuvieras ahí? – pregunto, cambiando de cuarta a quinta, por hacer algo.
- O sea, me dicen cosas del tipo “tú llevas esto o lo otro”. Pá vacilarme.
Mamá sugiere que envíe un representante, a mi madrina por ejemplo, que siempre está dispuesta para arreglar nuestros problemas en Lima: que si alguien entra a robar a casa, ella lo denuncia a la policía; que hay que pagar los recibos de luz, ella va y lo hace; que hay que preparar una fiesta con regalos para los niños más pobres, ella organiza todo y nosotros le mandamos el dinero. Pues ahora, según mamá, tendría que llevar una fuente de causa limeña y emborracharse como un veinteañero más, en esa reunión.
- Yo no podría hacer algo así – pienso en voz alta.
Mi mejor amigo, de época escolar, estaba preso cuando escapé de Lima. Otro más del grupo murió mientras dormía, por causas que nadie supo (lo de investigar la causa de la muerte, sólo pasa en las películas), y a otro lo apuñalaron al salir de una fiesta en un barrio bajo del Callao. El encargado de la biblioteca, y máximo estandarte de nuestro colegio se casó con un transexual, y por ello fue repudiado hasta el infinito, por la hipócrita sociedad limeña. Y yo, adalid de la libertad de expresión en tiempos adolescentes, me borré de todo escenario político y me dediqué a intentar ser burgués al descubrir que ninguna protesta/marcha/pancarta servía para cambiar el sistema democrático.
- Tendría que conseguir una ouija para hablar con mis amigos – dije, incorporándome ya a la A-2 – o visitar alguna cárcel.
- No todos están presos – me recordó mamá – te quedan los de la universidad.
Me imaginé entonces organizando una reunión de ex alumnos universitarios. Todos deberían asistir vestidos de blanco, incluso ellas, para que nadie supiera (a través de la marca de la ropa) lo bien que le iba al otro en la vida. Beberíamos cerveza, de una sola marca, y se escucharía todo tipo de música, aunque todos saben que odio la cumbia y el reggaetón. Hablaríamos de los sueños que teníamos hace 10 años, y les haría a todos la pregunta que me hago a mi mismo, cada vez que me acuerdo.
- Si el niño que eras a los cinco años, te conociera ahora, ¿estaría orgulloso de tí?
Con suerte, al hacer la pregunta mis amigos se lanzarían sobre mi, y me bañarían con cerveza, arrojándome desnudo a la calle. Y sería feliz.
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