Me gusta el calor. Y sé que está cerca cuando las calles de Madrid se inundan de publicidad de Women’s Secret, y yo disfruto mientras llega el bus de la chica de la foto con su bikini marrón y botas tirada en la arena de alguna playa imaginaria. Durante la adolescencia, los calores son más frecuentes y mis amigos y yo nos divertíamos jugando con agua. Éramos gente de puerto y la sequía era algo que veíamos sólo en las películas de John Wayne, extremadamente lejano, como los caballos que montaba Bo Derek y que envidiábamos a viva voz.
Cuando el calor pegaba de lleno sobre el asfalto, José y yo nos escondíamos detrás de cualquier cosa, y al ver pasar a alguna chica del barrio las bañábamos con globos llenos de agua. Ellas, empapadas, nos odiaban un poco más y nosotros, que ya sabíamos que nunca nos iban a hacer caso, nos ibamos caminando con la satisfacción del deber cumplido. Una vez, hasta recibimos una propina de parte de los malotes, porque por nuestra culpa Lourdes tuvo que llegar hasta su casa como una sopa y parecía la ganadora del concurso Miss Camiseta Mojada, dejando a todo el barrio (hombres, mujeres, niños y perros) con la boca abierta de par en par. Era un espectáculo.
En Madrid la cosa es más tranquila, nadie te moja durante los carnavales (en febrero, más bien hace frio) pero las chicas son más generosas al descubrir sus carnes por culpa de los calores. Cuando intentaba sacarme el carnet de conducir, tuve la suerte de coincidir con un profesor más salido que yo. Íbamos en un Peugeot 206, y en cada semáforo soltaba perlas del tipo “te voy a hacer un traje de saliva” “que no me entere yo, que ese culito pasa hambre” que hacían que, incluso yo, Homo Erectus Sempiternus, me pusiera rojo de vergüenza ajena.
Cuando el calor pegaba de lleno sobre el asfalto, José y yo nos escondíamos detrás de cualquier cosa, y al ver pasar a alguna chica del barrio las bañábamos con globos llenos de agua. Ellas, empapadas, nos odiaban un poco más y nosotros, que ya sabíamos que nunca nos iban a hacer caso, nos ibamos caminando con la satisfacción del deber cumplido. Una vez, hasta recibimos una propina de parte de los malotes, porque por nuestra culpa Lourdes tuvo que llegar hasta su casa como una sopa y parecía la ganadora del concurso Miss Camiseta Mojada, dejando a todo el barrio (hombres, mujeres, niños y perros) con la boca abierta de par en par. Era un espectáculo.
En Madrid la cosa es más tranquila, nadie te moja durante los carnavales (en febrero, más bien hace frio) pero las chicas son más generosas al descubrir sus carnes por culpa de los calores. Cuando intentaba sacarme el carnet de conducir, tuve la suerte de coincidir con un profesor más salido que yo. Íbamos en un Peugeot 206, y en cada semáforo soltaba perlas del tipo “te voy a hacer un traje de saliva” “que no me entere yo, que ese culito pasa hambre” que hacían que, incluso yo, Homo Erectus Sempiternus, me pusiera rojo de vergüenza ajena.
Pero el calor, es como todo, y no sólo trae cosas buenas. No sé por qué razón (mi médico me dijo que me había cambiado el Ph de la piel, pero no le creí) mi primer verano en Madrid, sudé más que en toda mi vida. Podría ser por el cambio de un clima húmedo y tropical a otro seco de meseta, podría ser por el aire acondicionado inexistente de la línea 6 de metro, o por la tensión perenne de no poder renovar mi permiso de residencia y tener, consecuentemente, que volver a Lima; el caso es que sudaba a chorros y mis amigos de la Carlos III veían con extrañeza que cambiaba de camiseta varias veces al día. Odio a la gente que va con la ropa manchada de sudor. Luego la cosa se normalizó y me quedó una gran colección de camisetas que Lucio admiraba.
Ahora, ya sudando menos y con un neceser siempre a mano para evitar sorpresas, disfruto del calorcito leyendo un libro, sentado en una banca wherever, viendo a las chicas pasar. De vez en cuando me acerco a alguna y le ofrezco una agradable conversación, a cambio de su sonrisa. No siempre sale bien, pero cuando eso pasa el tiempo vuela y la imagen de Lourdes empapada y con la camiseta blanca ceñida al 200 por ciento, se me va volando de la mente, hasta mejor ocasión.
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