martes, mayo 20, 2008

Singin' in the classes, music for your masses


Ví a mi jefe en el metro, pero disimulé al máximo sumergiéndome en mi lectura del Calígula de Camus. Las estaciones pasaban y mientras se desarrollaba el primer acto de la trama, llegamos a la Avenida de América, donde solemos coger el mismo autobús. Me vió él, y se sentó a mi lado, muy buenas, dije con la mejor de mis sonrisas falsas y no llegué a entender qué me contestó, pero también sonreía, me imagino que con la misma fiabilidad que yo. Hablamos de House (la serie, que increíblemente Erika no sabía que existía), de la oferta de comida francesa en el Lidl, de próximos conciertos ochenteros (B-52, Christopher Cross, The Police) y demás, mientras leíamos el 20 minutos que le habían regalado en el metro.

Al llegar a nuestra siguiente parada de autobús, donde cada día hacemos un pequeño transbordo para llegar al trabajo, encontramos a una sudamericana que, sentada y escondida bajo su descuidado cabello, escuchaba una especie de bachata postmoderna en su teléfono, y sonaba horrible. ¿No sabes para qué sirven los headphones, darling? Pensé, pero dije, Oye Roberto, creo que te llaman, porque está sonando un móvil. Ella ni se inmutó, pero si levantó la mirada y eso me permitió comprobar que no llevaba las cejas depiladas, como dice Verónica que hacen las sudamericanas. No sé cómo la miraría, o quizá fuera porque Roberto y yo nos reíamos disimuladamente cuando sonó la siguiente canción y yo dije, sin disimulo, anda, esa sí que la conozco, ¿bailamos?

Entonces se levantó, y comenzó a hablar con el teléfono, oye chata, habla juerte que no tescucho, decía, con risitas nerviosas, y yo sospechaba que hablaba con alguien imaginario, pero agradecía que el ruido se hubiera terminado. Llegó el autobús y Roberto subió antes que yo, y buscó ansiosamente un asiento en el bus que venía a medio llenar, mientras yo, callado como una puta, comprobaba que la chica musical se sentaba a su lado. Lo miré de lejos y no pude evitar reirme, esta vez sin fingir, mientras el super bachatazo seguía su curso al lado de mi nunca bien ponderado jefe. Una mujer me cedió el asiento, no sé porqué, y retomé mi libro de Camus, concentrándome en comprender al máximo el francés, y además la historia.

Llegamos a nuestro destino, y al bajar, le pregunté, ¿qué tal el concierto?, y él, divertido, dijo me he quedado a la mitad de la última canción, nunca sabré si los amantes vuelven a verse, o ella se queda con su marido. Entramos a la oficina, y yo me quedé pensando que a la chica esta no le vendría mal una depilación del entrecejo, y un tratamiento capilar, o a lo mejor volver a nacer.

lunes, mayo 19, 2008

Si naciste pa' martillo...


El Mongo llamó a casa, a eso de las seis para pedir más dinero. Estaba en una provincia del Perú, con unos amigos y se había quedado casi sin nada, después de comprar recuerdos para media familia Corleone. Su hermano, comprensivo, le destinó algo más del presupuesto familiar y al día siguiente, después de discutir media hora con una vieja en el banco, recibió el giro que le devolvía la vida para un par de días más. Era uno de esos viajes que se suele esperar con muchas ansias, pero que al pasar tres días en el lugar de “ensueño” acabas harto y deseando volver a tu sofá, a escuchar tu música en casa, a ver tu tele, y a hablar con ese amigo especial. Al Mongo le pasaba eso, quería regresar ya, pero habían pagado tres noches más de hotel y el billete de vuelta era cerrado.

-Un par de días más entre tanto serrano – dijo, mientras comía un poco de vaca, aderezada con cerveza.
- Tranquilo Mongo – le dijo Camarón, sin perder de vista sus tallarines verdes – esta noche la hacemos linda, con las cholitas éstas.

La noche a la que hacía referencia era la noche de La Cueva, una discoteca que en Lima sería de barrio, pero que en Cajamarca era de lo mejorcito. Eso los hacía sentirse más seguros, sin temor a que algún acomplejado los atacara por el simple hecho de ir bien peinados, y sin oler a queso. El Mongo terminó de rumiar la carne, y bebió de un golpe el vaso de vino malo que le habían servido. Camarón hizo lo mismo y salieron caminando del mercado en el que habían parado a comer. Los ambulantes, los olores, las mujeres, todo era distinto y los amigos sólo querían que llegue la noche para irse de juerga y olvidar un poco lo horrible que era esa ciudad. Casi tanto como Lima.

Después de una siesta reparadora que terminó cuando alguien descubrió, gritando, que había un agujero secreto en el baño de las chicas, El Mongo y Camarón comenzaron su ritual pre-fiesta en el que el perfume, la camisa planchada, y el gel para el cabello no podían faltar. El Mongo renegó una vez más de su mala suerte al comprobar que había olvidado el exfoliante, pero se consoló a sí mismo recordando que para el ganado que habrá, no vale la pena ir con la cara tan limpia. Camarón entró de golpe en la habitación y dijo que había cola para ver a alguna de las chicas mientras se bañaba, ¿te animas?, preguntó, y el Mongo, sin dejar de limpiar sus zapatos con desesperante parsimonia le hizo que no con la mano y susurró un casi inaudible, ¿pa’ qué? Si tus amigas son asquerosas.

Salieron del hotel, a eso de las diez, y el taxi que habían pedido los estaba esperando. Le pidieron que se acercase un poco más a la puerta, para no pisar la tierra de la calle y subieron no sin antes comprobar que los asientos no tenían restos de alfalfa o alguna otra mierda que comen los conejos. La carrera costó tres soles, pagaron cinco y bajaron como si llegaran a una premiere de cine.

- Dos Heineken – dijeron a coro. Una guapa cajamarquina les trajo las cervezas y tomaron eso como un buen augurio.

El antro tenía forma cavernosa, con salas a media luz y una pista de baile central con un techo iluminado desde el que colgaban algunas estalactitas de yeso. Sonó una de Maná y el Mongo se acercó a una de las tantas universitarias que pululaban por el lugar. ¿Tú también vienes al congreso estudiantil? Preguntó, ella dijo que sí con la cabeza y él la llevó de la mano a la pista. De reojo veía a Camarón volar al lado de una negrita a la que le sacaba una cabeza. Dejó de sonar Maná y retumbaron los primeros tambores de una batucada. Eso cansa mucho, le dijo al oído a su compañera de baile, vamos a buscar donde sentarnos. Ella volvió a asentir sin hablar y el Mongo se preguntaba ya si no sería muda, la comadre. La batucada seguía retumbando a los valientes que quedaban en la pista, hasta que un grito de horror se impuso sobre los acordes de la Magalenha de Sergio Mendes.

Una estalactita se había desprendido por culpa de tanto tamborileo y, aunque no rozara siquiera a algún bailarín, una de ellos se horrorizó tanto al verla caer que gritó como si la estuviera masticando un tiburón. La música paró de golpe, y el Mongo, fastidiado, llamó a Camarón con un gesto, pidiéndole salir del lugar. Ambos olvidaron a sus acompañantes, y subieron a un triciclo que los acercó a la Plaza de Armas de la ciudad. Vaya mierda de discoteca, los adornos eran provisionales, dijo Camarón, como todo en este país, reflexionó el Mongo. Bajaron por una calle en la que habían estado antes, llena de bares, y entraron al que estaba más lleno. Un grupo de estudiantes de Texas bebían como cosacos, y el Mongo se pegó a una rubia que gracias al alcohol debió confunfirlo con Ricky Martin o algo así porque de inmediato lo rodeó con el brazo y lo llevó a bailar entre dos barriles de acietunas apestosas. Camarón pidió una garrafa de vino, del más caro huevón, no el que venden en el mercado. La noche siguió lenta y aunque ninguno durmió solo, ambos querían volver cuanto antes a sus discotecas en la playa, donde lo único que caía del techo era espuma.

viernes, mayo 16, 2008

Sueños de viernes/lunes


Ayer estuve en la pradera de San Isidro, y me clavaron ocho euros por una ración grasosa de alitas de pollo y otro ocho más por un pan payé, que no es más que un cuarto de baguette con tomate, jamon y un chorro de aceite de oliva por encima. Suerte que llevamos las cervezas que teníamos en casa. Al volver cansados de tanto trajín, nos tiramos en el sofá esperando el fatal desenlace y sabiendo que al día siguiente era viernes/lunes. Casi no cenamos y creo que eso provocó que volviera a tener un sueño de esos en los que nunca sé si sigo durmiendo o ya es la realidad lo que vivo.

Vivía en una casa oscura de mediados del siglo XX, pero en mi mesa de noche se mezclaba la luz de las velas con mis entradas para el próximo concierto de The Police en Arganda del Rey y la revista Esquire, con un multicoloreado Steve Jobs en portada. Las mantas eran de lana de alpaca y olían a semanas sin lavar, pero no llegaban a apestar. Mi pijama era como la de Cristopher Robin, pero bajo ella llevaba una camiseta vieja de Led Zepellin. Cool. En algún lugar alguien escuchaba un viejo disco de Nat King Cole, y me vino a la mente la letra de Yellow de Coldplay: your skin, oh yeah your skin and bones.

Me quedo dormido pensando en que al día siguiente hay que trabajar, y aunque me toque media jornada me jode un huevo. En el sueño, sueño que juego al fútbol con mis amigos de universidad, que Shemi me espera a un lado de la cancha con una botella de Aquarius, pero justo detrás de ella hay una valla publicitaria de España ’82. Acaba el partido y me acerco a besarla, pienso al fin, ya era hora, pero como siempre pasa, justo en el momento en que nuestros labios se van a juntar, despierto y recuerdo un capítulo de Scrubs en que a J.D. le pasa lo mismo y pregunta si no será una disfuncionalidad psíquica. Veo el reloj de mi mesa de noche, que está cubierto parcialmente por uno de esos antifaces que se usan para dormir en los aviones y marca las 17:00 en números rojitos. Pienso en dos cosas: en agradecer al cielo la operación láser que me permite leer sin gafas, y que Sol se ha equivocado al definir la hora en el despertador. Quiero encender la luz y no encuentro el interruptor, entra mi tio Hugo y me asusta, ¿qué haces en mi sueño?, pregunto no sé, yo estaba ahora tocando la batería con Miguel Ríos.

Pongo la hora bien y me vuelvo a dormir. Me despierto sobresaltado segundos después, o al menos creo que ha pasado ese tiempo, y ahora parece que estoy en tiempo real porque hay otro bulto debajo de las mantas, que ya no son de lana de alpaca. No compruebo la realidad, porque la última vez que lo hice seguía soñando y el bulto era en realidad la princesa Leia, con el bikini que llevaba cuando la capturó Java The Hud, y me dijo son abrir los ojos hazme tuya Luke, te quiero más que a Chewbaca. Vuelvo a dormirme, ya tenso creyendo que no oiré el despertador entre tanto sobresalto y llegaré tarde al trabajo. Pasan segundos y suena la alarma, me levanto como un resorte y salgo a la calle, que no es mi calle. Rio y me dejo llevar por el sueño que sigue, y me pongo en la cola del autobús. Detrás de mi llega Alyssa Milano, con una amiga y hablan español del barrio de Salamanca. Alguien las empuja y Alyssa me pide perdón, yo le digo que no pasa nada, sonreímos y le digo mi nombre, yo soy Marta dice ella y su pelo crece hasta ser tan largo como la Marta de Roma que nunca olvidaré. Quiero darle un beso, en plan presentación, pero fallo y la beso en los labios, reimos y lo volvemos a intentar y ahora ella me besa. Nos miramos a los ojos y ahora nos besamos sin más, como en un anuncio de Hugo Boss. Mientras dura el beso pienso dos cosas: que esta vez no se me ha interrumpido el sueño, y la horrible pareja que hacían Billy Cristal y Meg Ryan en “When Harry Met Sally”.

Vamos a un sitio más cómodo dice ella, que le den por culo al trabajo, digo yo.

Salimos de la cola y estoy en mi primer barrio. Reconozco la casa del negro, la librería y el restaurante de don Lucho. Ella me lleva de la mano hasta una casa que tiene dos puertas en la entrada, espera aquí, me dice, y siento frío en los pies, me los miro y veo que voy descalzo. Dentro de la casa se oyen gritos, es la casa que te dejó tu padre, respeta su memoria, dice una voz, a ti qué mierda te importa, es mi vida, dice Alyssa Milano/Marta de Roma y sale dando un portazo. Abre la otra puerta con la llave que le acaban de dar y me empuja dentro, como empujan las mujeres, con esa fuerza que hace cosquillas. El cuarto tiene posters de superhéroes antiguos, de la Marvel, y una cama matrimonial que no llego a ver del todo bien, por que ella se lanza sobre mí, y me llena de besos, yo no me resisto y le toco el culo comprobando lo duro que lo tiene y lo fácil que es llegar bajo su falda de colegiala y dejar que mi dedo (el preferido de Fiorella) haga su trabajo. Pero suena el despertador, y ahogo un grito de frustración cuando compruebo que son las 19:00 horas, justo las que había marcado como destino final. Me ducho y salgo rápidamente rumbo al metro. Una mujer sale del parking de mi edificio, en un BMW gris y para al lado de los contenedores de basura. En su parabrisas lleva un distintivo de residentes que le permite aparcar en las zonas verdes. ¿para qué tiene eso, si tiene parking? Me pregunto. Veo el puesto de periodicos, la parada del autobus, a la chica que reparte periódicos gratuitos y que me odia desde que rechacé uno, hace dos semanas. Bajo al metro y hay un gato al lado de un tipo que canta, mal, una de Bob Marley. La línea 6 va casi vacía, no es normal, sospecho, y creo que sigo soñando. Sigo escuchando el “Neon Bible” de Arcade Fire en mi reproductor mp3 y cuando salgo a la calle, el semáforo se pone verde justo en el momento que voy a cruzar. Cool. Si esto es un sueño ninguno de los imbéciles del trabajo estará en la parada del autobús, pienso. Y no están. Recuerdo mi dedo travieso y el olor de Marta en el sueño anterior, un sueño con olores muy reales. Llego al trabajo y enciendo el PC. Escribo como un loco, esperando todavía que en algún momento suene de verdad el despertador y tenga que salir de la cama, o vuelva a ella y Marta esté a mi lado.

lunes, mayo 12, 2008

Devuélveme el rosario de mi madre


Cuando era niño, el día de la madre era esperado con ansias. Los hijos normalmente pedíamos a papá dinero para comprarle un regalo, y corríamos a la tienda del barrio a comprarle unas flores, chocolates o alguna de esas tarjetas con angelitos horribles y gordos que llevaban en sus manos un lazo con la frase “feliz día mamá” inscrita en oro. Guardábamos el regalo hasta el viernes anterior al segundo domingo de mayo, y aprovechábamos la ceremonia que siempre se celebra en cualquier colegio peruano para homenajear a nuestras queridas mamás. Yo a veces cantaba algo, con mis amigos detrás haciendo como tocaban instrumentos de juguete. Espero, desde lo más hondo de mi ser que mamá haya quemado las fotos tal y como se lo pedí cuando me preguntó en mi 20 cumpleaños, qué quería de regalo. Quema las fotos en las que canto como Pimpinela

Ella también hacía regalos a mi abuela, aunque ésta prefería mil veces un abrazo de un nieto a un reloj de oro dado por un hijo, cosa que nunca nadie supo explicar. Mi teoría era que a mi abuela le tocó toda la vida ser el policía malo al educar a sus hijos, pero cuando aparecimos los nietos, guapos y radiantes (sobretodo yo) dejó de representar ese papel y nos llenó de todo el amor que pudo. A mí, incluso, me dejaba robar juguetes y cromos del “Rincón Mágico” una tienda que inauguró mi tía y que luego mi abuela siguió atendiendo.

El domingo, nos reuníamos casi todos en casa de la abuela materna, en una mesa enorme. Era muy divertido ver a papá incómodo porque prefería comer con su madre, y a mi tío dándole el regalo a mi abuelo seguido de un abrazo y un sarcástico feliz día de la madre, papá. El día del padre, le regalaba algo a la abuela. En esa época sólo a dos de mis tías las habían convertido en madres, y el resto o no sabía del tema o, por el contrario, sabían tanto que veían a los hijos en una galaxia muy, muy lejana.
Después de comer, salíamos a caminar y veíamos a los maridos del barrio, borrachos todos, después de haber celebrado como si fueran los protagonistas de esa fecha tan señalada.

Ahora todo es distinto. Mamá y sus hermanas lo celebran dos veces: una el primer domingo de mayo, día de la madre en España, y el siguiente, que es cuando se celebra en el Perú y balnearios. El mejor regalo posible para ellas es comer en un restaurante peruano, ellas solas, sin hijos ni maridos, hablando de fantasmas, apariciones, chismes y cosas varias. Nosotros les regalamos el primer domingo, pero el segundo, tenemos al menos que comer cada uno con su familia. Nos sentamos a la mesa, y le entregamos a mamá los regalos, comprados ya con nuestro propio dinero. Reímos y hablamos de nuestros últimos viajes a Roma, Lyon, París o Marrakech. Compartimos un buen vino que he escogido porque mamá cree fiel y equivocadamente que soy un gran conocedor, y disfrutamos al máximo hasta que ella, con el tiempo medido, me pide que la acerque al centro de Madrid porque a quedado a tomar café con sus hermanas.

De camino le pido que se quede en mi casa, tomaremos té helado y te enseñaré cómo la hemos decorado, aunque Sol dice que no la he dejado opinar. Se disculpa y dice que ya ha quedado con sus hermanas, y yo, despechado le suelto tus hermanas aburren, aunque en verdad no lo siento. La acompaño al metro y le indico como llegar a su destino, ella se va y me dice que le alegra que no me hayan despedido el viernes pasado, sonrío y le digo que nada es seguro con ese jefe gilipollas, pero que me importa cada día menos. No me oye, ya ha desaparecido en el subsuelo y yo me pregunto si hemos cambiado tanto desde hace mil años, si no hubiera sido mejor quedarnos para siempre en esa mesa enorme riendo todos juntos, con el abuelo borracho y mi viejo molesto, en un barrio perdido del Callao. Ojalá que al menos le guste el DVD de Julio Iglesias, si ella es feliz, yo también, pienso en voz alta mientras vuelvo a casa, solo, caminando por la avenida.

miércoles, mayo 07, 2008

Calle Luna Calle Sol


La familia del Pelao era de las que asustan a cualquiera. El abuelo, era padrino de mi viejo, y ni por esas me respetó cuando un día le toqué el culo a su nieta y me persiguió a patada limpia por todo el barrio. Papá se acercó a él, conmigo de la mano, y le dijo padrino, yo a usted lo respeto mucho, pero la próxima vez que toque a mi hijo le meto un cabezazo. El viejo se quedó de piedra y miró a sus hijos de 90 kilos para ver cuál de ellos lo iba a hacer respetar, pero ellos, que conocían a mi viejo desde niños, miraron al cielo y dijeron claro papá, es que cómo vas a patear así al chiquillo.

La abuela estaba medio loca por culpa de sus hijos contestones y su marido de virilidad intranquila. Todo el barrio sabía que el abuelo se tiraba a una vieja loca apodada la Chilindrina y eso, a la pobre mujer, la trastornó. Dicen que en el mercado, mientras esperaba que le quitaran todas las plumas a la gallina que acababa de comprar, comentaba a otras señoras que oiga mire usted, mi marido me pondrá los cuernos, pero a mis hijos nunca les ha faltado un pan sobre la mesa ni una camisa que ponerse, y las viejas, cornudas como ella, asentían aprobatoriamente mientras preguntaban si iba querer la molleja, o me la puede regalar, vecina…para mi perro.

Los hijos, vecinos de mi viejo desde el principio de los tiempos, habían seguido distintos caminos. El mayor se hizo policía corrupto y, con gran olfato, entró en el escuadrón de control de contrabando. Cada dos días llegaba a casa con radio, tocadiscos, televisores, y todo lo que podía robar a los contrabandistas del mercado central, que al reconocerlo, le daban algo de mercadería para que no dijera nada de su venta ilegal. Su casa parecía una tienda y de vez en cuando algún vecino le hacía un pedido especial del tipo, ¿me puedes conseguir una Sony Trinitron de 21 pulgadas, Willy? Te pago al cash. El segundo, vividor y mujeriego, se hizo taxista al ver que el negocio de la venta ladrillos no le daba muchos beneficios ni le dejaba disfrutar de la noche chalaca. En cambio su VW guerrero lo llevaba por las calles más oscuras y le hacía vivir mil aventuras, mientras su mujer, a la que nunca vi peinada ni sin delantal, lo esperaba fiel cada domingo a las doce después de la misa. El tercero, una mezcla de los anteriores, se hizo regidor municipal, y la última vez que lo vi se había convertido en el tránsfuga más famoso del barrio al pasar de un partido político a otro cambiando su voto para no ratificar a un alcalde investigado por corrupción. Hijo de puta, dicen que gritó el alcalde saliente, mientras el tercero lo miraba protegido por sus nuevos compañeros de partido.

Pero las estrellas de la familia eran las nietas.

La mayor apareció un día de la nada, ya con cinco años y el pelo enredado. Mis amigos y yo creímos la historia que uno de mis tios contó: la habían rescatado de la selva donde hasta entonces había sido criada por dos monos y un jagüar. Tenía sangre selvática y cuando cumplió quince años, le salieron de la nada unas tetas más grandes que mi cabeza, y cambió de inmediato de ser la chiquilla fea esa a la señorita Luz, buenas tardes, ¿no quiere que le ayude con su bolsa del mercado? Ella, sabedora de su encanto, destruyó todos los corazones que pudo y a mí me prometió que me haría un regalo especial cuando cumpliera dieciocho. Me entró tanto miedo que me escondí hasta el día de hoy.
La segunda, también tenía sangre charapa, pero a ella sí la vimos nacer en el barrio y por eso ya no creíamos eso de que sabía gritar como Tarzán cuando llegaba al orgasmo. Tenía cara de manzana y siempre, siempre, había rubor en sus mejillas. Una tarde, mientras jugábamos al fútbol en la calle, su viejo salió como loco y nos preguntó si la habíamos visto. No sabemos nada, Willy, dijimos y seguimos con el desempate de nuestra copa mundial imaginaria. El poli volvió a casa, y ya con su revolver bajó la camisa buscó a su hija por cielo mar y hostales del barrio. Regresó ella solita, feliz y más roja que nunca, a ésta ya la han bautizado, dijo mi tio, que de eso sabía mucho, y yo no entendí nada hasta varios años después.
La menor, era un diablo de cabellos rubios y ojos verdes que nadie sabe de quién heredó. La apodábamos la Gringa y siempre la mandábamos pa’ su casa cuando quería venir a jugar con nosotros. Años después, cuando bailaba en una fiesta en la playa, se me acercó una rubiecita y después de tirar suavemente de mi camisa y provocar mi asombro tras verla no precisamente a los ojos, dijo Hola, ¿no te acuerdas de mi? Soy la Gringa. Sonreí como un imbécil mientras mis amigos lobos me pedían mil veces y sin disimulo que presentara a mi nueva amiga, que qué buena que esta la gringuita, tráela para acá, dile que somos fáciles.

Esa era la familia del Pelao, mi más grande rival del barrio del que me acuerdo cada vez, como hoy, que no llueve, ni hace frio, ni calor, sino todo lo contrario.

martes, mayo 06, 2008

Historia de dos ciudades


Mi nueva casa tiene piscina, un trastero para guardar las cosas, suelo de parquet, aire acondicionado y calefacción. Las paredes están recién pintadas y el ascensor va tan rápido que a veces creo que aún no he llegado a mi destino y que se ha abierto la puerta porque, como pasaba en el edificio antiguo, se ha quedado atascado. El barrio es nuevo y los comercios están ordenados pulcramente, hay contenedores cada diez metros, y una mano misteriosa esconde los desperdicios que algunos vecinos (me incluyo) dejan caer por casualidad fuera de sitio. Huele a hierba y si un día me entran ganas de caminar, tengo el parque del Retiro bastante cerca. Los vecinos visten Massimo Dutti, Zegna, o en el peor de los casos, como yo, en Zara o H&M; conducen buenos coches y los domingos por la mañana puedes encontrártelos en la pastelería que está al lado del NH, con su periódico y sus revistas, dispuestos a disfrutar del descanso que manda el señor. Buenos días, ¿es usted el último? Ah, perfecto, espero entonces.

Al lado de mi casa hay una tienda de antigüedades, desde fuera se ven muñecos, globos terráqueos, lámparas, muebles, y muchas cosas curiosas. La dueña es una vieja que asusta, pero que tiene pinta de saber mucho de su negocio, seguramente le compraré algún adorno y después de una limpieza exhaustiva pase a formar parte de la decoración de mi casa. También tengo cerca una biblioteca, con sillones de cuero para leer la prensa del día, o las revistas del mes; ya tengo carnet. Pero cuando necesito un chino, tengo que cruzar el puente porque el de mi barrio cierra por las tardes, como los bancos.

Al otro lado del puente, está Vallecas, el primer barrio que conocí a fondo ya que allí estaba mi primer trabajo. Ahora que vuelvo a patear sus calles, varios años después, comprendo porqué no me chocó tanto el cambio de país: está lleno de sudamericanos. La avenida de la Albufera está abarrotada de comercios y bares, como si fuera una Gran Vía de barrio. Al salir del metro hay un Carrefour donde antes había un Champion y más adelante un bar de esos con mesas en la calle, lleno de colombianos, ecuatorianos y peruanos. Visten como si aún estuvieran en su país, con zapatillas blancas, bermudas y camisa sin mangas con los botones abiertos hasta el esternón. Los veo de reojo, mientras uso un cajero automático, y vuelvo a sentir el miedo que sentía en Lima de que algún avispado me dejara sin dinero, sin tarjeta, sin cartera y sin zapatos. Creo que ellos, como los perros, huelen mi miedo, y me miran de arriba abajo. Mi viejo diría que están comentando lo pretencioso que soy por vestir con zapatillas de marca y un reloj bonito, hoy que es domingo, y que no es necesario bañarse; yo contestaría que vestía igual en Lima, y que éstos eran serán igual de zarrapastrosos aquí y en la China. Cojo el dinero y camino rápido intentando pasar desapercibido aunque para eso hubiera sido mejor salir en chanclas, con una camiseta de fútbol y un pantalón jean, y sin olvidar el reloj de oro (falso). Frente al chino de Vallecas hay una rubia (como la de la foto) que parece esperar a un amigo, la calle Monte Igueldo no es como la recordaba y ahora hay más ambulantes vendiendo películas pirata frente a la zapatería. Entro al todo a cien, compro un destornillador y unos clavos y salgo, veo que el mercado es ahora un Mercadona, y que las bancas de la alameda siguen ocupadas por yonquis o borrachos. Ha llegado el amigo de la rubia, en un Seat amarillo asqueroso, ella se inclina sobre la ventana y se le ve el tanga debajo de la minifalda. Sube y se van. Vuelvo a cruzar el puente y llego a casa con el destornillador y los clavos, pregutándome cómo puede cambiar tanto el paisaje a tan sólo una parada de Metro de distancia.
Mi padre, al que dejé esperándome, se ha aburrido y queriendo ayudar ha roto mi cuadro con el poster original de Star Wars. No le grito, pero se va de todos modos, mejor sube hasta el Metro Pacífico, le digo, es más seguro y el paisaje es más bonito.

lunes, mayo 05, 2008

Lyon


El Aeropuerto Saint-Exùpery no es tan grande, pero en sus metros cuadrados encontré algo que jamás encontraré en la inmensidad de la T4: una tumbona para esperar la hora de tu vuelo, mientras recibes el sol. Allí sentado recordé mis últimos días en Lyon, la lluvia asquerosa que nos recibió y que hizo que preguntara a Eric si es que el bleu ciel existía en Francia. Rió y dijo que sí, que ya mañana lo vería. Su casa estaba en el centro de la ciudad a pocos pasos de la Place de Bellecour, dicen que es la más grande de Europa, matizaba el guía, y Sol y yo comentamos que como le diga eso a un español éste le respondería: ni de coña, la de mi pueblo es más grande que esta mierda de plaza. Ya no llovía y caminamos por las calles pequeñas, y cada cierto tiempo veíamos esculturas de leones y osos pintarrajeados de mil colores, es por la Bienal que hacemos conjuntamente con Quebec, el León es nuestro símbolo y el oso polar el suyo. Alucinante, a mí me encantó el león que estaba frente al Palacio de Justicia, con una cara asustada saliéndole del culo, todo un arranque de simbolismo, pensé mientras le hacía fotos. Frente al Palacio estaba el Rhône, un río tan navegable como el Seine y que siempre estaba lleno de patos, como en París, me pregunté, no sé por qué, cuánta gente habría en el fondo, cuántos suicidas por un amor despechado habrían llenado de agua sus pulmones, cuántos teléfonos y carteras se habrían hundido allí para siempre. No estaba acostumbrado a tanta caminata, y cuando hubo que subir a una colina para llegar a Fourvière, pedí encarecidamente que usáramos el funiculaire. Lo primero que vimos fue un anfiteatro romano reconstruído, se notaba que era falso pero se agradecía el esfuerzo. Además gracias a él, supe por qué no se había reconstruído el Colosseo di Roma, se notaría a la legua y le quitaría su encanto. Luego llegamos a Notre Dame de Fourvière una basílica oscura, tanto, que mis ojos lloraban del esfuerzo que sólo vi recompensado al ver un gran mosaico con la historia de Santiago de Compostela. Bajamos caminando y volvimos a casa, a ver el partido Liverpool-Chelsea. Eric fue feliz con la victoria del Chelsea, y yo lo odié un poquito.

En mi tumbona verde se me ocurre que es extraño que siendo la ciudad natal del escritor no hubiera encontrado ningún Petit Prince decente, Alcalá de Henares está llena de quijotes y los encuentras hasta en las tiendas de los chinos. No en Lyon donde lo máximo que vi fue un muñequito del tamaño de la palma de mi mano, por 6 euros.

Al día siguiente alquilamos unas bicicletas. El ayuntamiento de Lyon ha puesto en puntos estratégicos de la ciudad bicis que los ciudadanos pueden llevarse, previo pago de un euro la hora, los primeros 30 minutos son gratuitos. Recorrimos los mismos sitios que el día anterior, haciendo una escala en una tienda de discos, donde compré LP’s de “Plastic Ono Band” y la BSO de “Le Proffessionel” con música de Morricone y Bach. Luego seguimos por la ribera del Rhône, donde la gente tomaba el sol sin ningún stress ni preocupación, había señores en traje y abuelas con sus nietos, pero lo que más llamó mi atención fueron las Lyonesas que hacían topless en pleno centro de la ciudad, vive la France. Llegamos hasta el Parc de la Tête d’or y dimos vueltas alrededor de su lago y del pequeño zoo que hay en el centro. Vi un tigre de bengala, un león, un cocodrilo y dos pelícanos, vi tres jirafas, un mono capuchino, dos hienas y cuatro tortugas, vi a dos vallecanos que pedían en español una trina y una caña, rapidito que es pa’ hoy. Bajamos por las líneas del tranvia y llegamos hasta el Stade del Olympique de Lyon, ya había comprado una camiseta y sólo nos detuvimos para hacerme una foto y ver si allí las tazas eran más baratas. Volvimos a casa y cuando aparcamos las bicicletas sentí que mi culo se había quedado en alguna parte de la ribera del rio. Ya por la noche, después de dar una última vuelta por librerías y tiendas de DVD’s de ocasión, invitamos a Eric a cenar para agradecerle la cortesía de alojarnos en su casa. Decidí llevarlo a un restaurante peruano, el mejor de Lyon, para que conociera la cocina de mi país. Le encantó la idea.

Ah, qué bien se está en esta tumbona verde, viendo los aviones pasar.

Había que subir otra vez hasta Fourvière, el metro sólo nos llevaba hasta el Theatre remodelado por Jean Nouvell. En una calle perdida, estaba el restaurante asqueroso del que ni siquiera recuerdo el nombre, el encargado hablaba en español con su cocinero y cuando llegamos le pedí que me trajera un poco de agua, oui oui, monsieur, contestó, dejandome desconcertado. La comida estaba asquerosa, y sentí vergüenza ajena, pero Eric, amablemente no se quejó. Al día siguiente a primera hora nos llevó al aeropuerto y Sol se fue en un vuelo distinto al mío. Por eso ahora, relajado en esta tumbona, tengo tiempo para pensar en lo que disfruté de este puente, lo bello que es Lyon y de lo poco que me importa ya si algún día me despiden del mundo TEC.

martes, abril 29, 2008

Hasta el cuarenta de Mayo


Me gusta el calor. Y sé que está cerca cuando las calles de Madrid se inundan de publicidad de Women’s Secret, y yo disfruto mientras llega el bus de la chica de la foto con su bikini marrón y botas tirada en la arena de alguna playa imaginaria. Durante la adolescencia, los calores son más frecuentes y mis amigos y yo nos divertíamos jugando con agua. Éramos gente de puerto y la sequía era algo que veíamos sólo en las películas de John Wayne, extremadamente lejano, como los caballos que montaba Bo Derek y que envidiábamos a viva voz.

Cuando el calor pegaba de lleno sobre el asfalto, José y yo nos escondíamos detrás de cualquier cosa, y al ver pasar a alguna chica del barrio las bañábamos con globos llenos de agua. Ellas, empapadas, nos odiaban un poco más y nosotros, que ya sabíamos que nunca nos iban a hacer caso, nos ibamos caminando con la satisfacción del deber cumplido. Una vez, hasta recibimos una propina de parte de los malotes, porque por nuestra culpa Lourdes tuvo que llegar hasta su casa como una sopa y parecía la ganadora del concurso Miss Camiseta Mojada, dejando a todo el barrio (hombres, mujeres, niños y perros) con la boca abierta de par en par. Era un espectáculo.

En Madrid la cosa es más tranquila, nadie te moja durante los carnavales (en febrero, más bien hace frio) pero las chicas son más generosas al descubrir sus carnes por culpa de los calores. Cuando intentaba sacarme el carnet de conducir, tuve la suerte de coincidir con un profesor más salido que yo. Íbamos en un Peugeot 206, y en cada semáforo soltaba perlas del tipo “te voy a hacer un traje de saliva” “que no me entere yo, que ese culito pasa hambre” que hacían que, incluso yo, Homo Erectus Sempiternus, me pusiera rojo de vergüenza ajena.

Pero el calor, es como todo, y no sólo trae cosas buenas. No sé por qué razón (mi médico me dijo que me había cambiado el Ph de la piel, pero no le creí) mi primer verano en Madrid, sudé más que en toda mi vida. Podría ser por el cambio de un clima húmedo y tropical a otro seco de meseta, podría ser por el aire acondicionado inexistente de la línea 6 de metro, o por la tensión perenne de no poder renovar mi permiso de residencia y tener, consecuentemente, que volver a Lima; el caso es que sudaba a chorros y mis amigos de la Carlos III veían con extrañeza que cambiaba de camiseta varias veces al día. Odio a la gente que va con la ropa manchada de sudor. Luego la cosa se normalizó y me quedó una gran colección de camisetas que Lucio admiraba.

Ahora, ya sudando menos y con un neceser siempre a mano para evitar sorpresas, disfruto del calorcito leyendo un libro, sentado en una banca wherever, viendo a las chicas pasar. De vez en cuando me acerco a alguna y le ofrezco una agradable conversación, a cambio de su sonrisa. No siempre sale bien, pero cuando eso pasa el tiempo vuela y la imagen de Lourdes empapada y con la camiseta blanca ceñida al 200 por ciento, se me va volando de la mente, hasta mejor ocasión.

lunes, abril 28, 2008

Caminante, no hay camino


Juliette y yo nos enamoramos como quien no quiere la cosa. A mí, ella me parecía un poco engreída, y yo, a ella, simplemente no le parecía. Los dos estábamos en una relación, de esas que duran mucho, y no queríamos complicarnos la vida, eres mi opción fácil, le decía, porque por una vez no he escogido el camino difícil que me llevaría hasta ti. Reíamos de mis estupideces y me gustaba saber que ella era capaz de volar en la carretera con tal de verme unos minutos.

Una vez, paseábamos por una tienda y ella recordó que quería unos pendientes, tienen que ser estos, me dijo señalando los que llevaba puestos, me gustan mucho y ya se me están despintando. Yo hice como que no escuchaba y le sugerí probarse un culotte amarillo con bordes blancos, como esos que se usan para jugar al voley playa. Mejor voy sin nada, dijo, y mi mente voló a un mundo surreal. Días después, cuando buscaba una camisa, vi sus pendientes y los compré sin dudarlo. Busqué una bolsita que me sirviera de envoltorio y, cuando hablábamos de otra cosa, le di mi pequeño regalo, sabiendo que eso la llenaría de alegría. Me dio dos besos, uno en cada mejilla, y le supliqué telepáticamente que me besara de verdad.

A veces creía que ella no sentía lo mismo por mí, porque Juliette no era muy expresiva, y un día me cansé de insistir y de preguntárselo y decidí que ya estaba bien de jugar al frontón con mi corazón. ¿Qué tal el finde? preguntó y le confesé que había estado ordenando mis pensamientos, y que por mi bien, ya no iba a insistir más, que había llegado a mi límite y que no era justo para mí, que siempre estaba diciendo lo que sentía cuando ella no decía nada. Lo entendió y le pareció bien, le pedí que me diera el beso de la muerte, pero no quiso y nos despedimos hasta la próxima vez. Días después, no sé por qué, me dijo que había distintas formas de enamoramiento y que ella creía estar enamorada de mí.
Le pregunté si no querría que me desenamorara, y me dijo que no, que no le gustaría pero que si pasa lo comprendería.

Seguimos en esa dinámica de te doy cariño, pero no te pases, hasta que un día, así es la vida, ella se fue.

La gente me preguntaba si la echaba de menos, y yo decía que sí sin ningún pudor, aunque en realidad pasara poco tiempo desde su despedida. La verdad era que estaba un poquito muerto, como las flores que mi sobrino suele recoger del parque, y mis sonrisas las daba con cuentagotas, sólo a quien yo creía que las merecía de verdad. Intentamos vernos de vez en cuando, y cada vez que ella llegaba por sorpresa y me cubría los ojos con sus manos, volvía a sentir ese perfume que muchas veces me hizo soñar despierto. Estás muy guapa, le decía, y ella sonreía, y yo sentía renacer un poquito esa parte de mí que murió cuando se fue. Una vez soñé que aparecía de golpe, con su/mi pantalón favorito y los pendientes que le regalé, y me decía vamos por el camino difícil, guapo, ven que te voy a dar el beso de la muerte.

jueves, abril 24, 2008

Sudamerican Psycho


Llegué puntual a La Gloria, en Miraflores. Como siempre, el Gitano estaba allí antes, ya te he pedido el risotto negro, me dijo, los otros llegarán tarde. Mi sitio estaba señalado con una copa de vino, cuando lo saboreé sentí la fruta inconfundible del Rioja favorito del gitano, un Kefrén del 2001 que no sé como logra conseguir, olor a fruta madura ¿a que sí? me interrogó, consultando la hora en su Breitling de 1968, lo mejor es su sabor con final largo, dije como siempre, porque era lo único que sabía contestar.

El camarero se acercó sigiloso, recordando quizá la vez en que el gitano le hizo comer uno a uno, los caracoles de mar porque esto no está fresco, yo no soy un turista cagón, compadre, llegó a la mesa y le sonreí para calmarlo un poco. ¿Está bien su vino, señor? Preguntó, y el gitano lo mató con la mirada una milésima de segundo antes de soltarle ¿cómo no va a estar bueno, si lo he traído yo?
El pobre hombre lo odió en silencio, y el gitano chasqueó los dedos avisando de que ya nos podían traer la comida. Mi risotto, como siempre, estaba espectacular, no intenté saber qué comía mi amigo, porque para él todo, todo era una mierda como una casa.

- ¿Has conseguido casa, gitano? – pregunté, imaginando que para eso nos había citado esa tarde.
- No, he visto un piso en el Golf, pero es un poco cutre para mi gusto.

Su familia había llegado desde Toledo, allá por los sesenta, huyendo de Franco; en un principio trabajaron recogiendo papas en Chosica y poco a poco comenzaron un negocio de compra y venta de coches. Ahora eran dueños de una gran franquicia y a su único hijo, mi amigo el Gitano, no le interesaba ese negocio en lo más mínimo.

- Fabiana me ha pedido que me case con ella, o sea, me ha preguntado que por qué no nos casamos.
- Y ¿qué le has dicho?
- Que no nos casamos, porque ella es demasiado religiosa. Alucina que el otro día no quería hacer el perrito porque según ella es pecado.

Me atraganté con un trozo de calamar y al segundo el camarero me sostenía la servilleta. Agradecí con un gesto y bebí un poco de vino, para inmediatamente reirme de la forma más respetosa posible. ¿Y qué hiciste? pregunté, y el gitano, conforme a lo que yo había imaginado, me confesó que llamó a una agencia de modelos, de esas que ofrecen compañía, y dos mil soles después, hizo un trío con dos chicas famosas que presentaban un programa de TV al mediodía.

- No necesitas pagar – le dije – nosotros nunca lo hemos hecho.
- Ya sé, pero estaba cabreado – miró al techo, hizo una mueca de asco y después dijo – yo creo que éstos ya no vienen.

Pagué yo, faltaba más, y nos subimos en un Z3 plata que olía a nuevo. Bajamos por Dos de Mayo y en menos de un santiamén estábamos en el Callao. Nos habíamos saltado todos los semáforos gracias a que, en Lima, la policía sólo le pone multas a los coches japoneses o coreanos, a veces a algún Peugeot, pero jamás tocarían un BMW. Presionó un botón no sé en dónde y se abrió la puerta de su garage, al entrar me sorprendí una vez más por su colección de carros. La abolladura en el Cherokee todavía estaba allí, y me imaginé que incluso quedarían restos de sangre de ese pobre borracho que el gitano dejó tirado en el circuito de playas.
Apareció la abuela, casi ciega, y el gitano se convirtió en un niño de 5 años. Nos sentamos a beber té helado, y mi amigo me preguntó que qué tal con Shemi. Le confesé que ahora hablaba más con su hermana que con ella, pero que empezaba a aburrirme, se está haciendo la interesante, dijo él, y yo tras terminar lo que quedaba de té le dije, es interesante como una película de Bergman, pero al igual que éstas, al final te aburre. Miré la hora en su reloj cu-cu y anuncié mi retirada, me preguntó si quería que su chofer me llevara a casa, pero le dije que no, que iría en taxi, que no estaba muy lejos.

Al salir volví a admirar el Jeep Cherokee y supe que en mi ciudad, al gitano nunca le pasaría nada; aunque como pasó, él mismo confesara haber matado ese borracho; siempre habría un capitán de policía que dijera, como en esa ocasión, no pasa nada, joven, eso sí, le agradeceríamos si colabora con la ampliación de nuestra comisaría. Desde ese día, algunos drogadictos suelen aparecer atropellados misteriosamente.

miércoles, abril 23, 2008

Verónica


El gallinero estaba formado por salones de clase prefabricados, de época ochentera. Servían para impartir clases a los apestados (gente que tenía que estudiar en verano, o estudiantes sin facultad oficialmente construída), jugar a las cartas, esconderte con la novia en la oscuridad de la noche, y beber a escondidas. Y allí encontré a mis amigos, Murphy y el Wing, cuando Verónica me acababa de romper el corazón, creo que estaban jugando con ecuaciones diferenciales, or something like this, cosa que yo también debería haber hecho en vez de perseguir como un imbécil a la Miss Gallinero, nombre con que secretamente conocíamos a Verónica, mis amigos y yo.

- Qué pasa, estás hecho mierda – dijo el Wing, siempre con gran puntería.
- Me ha dicho que no quiere que me acerque a su facultad nunca más – dije, cabizbajo, y me senté sobre la mesa – me ha mandado a la mierda, y bien mandado, brother.

Se miraron y adiviné que callaron el típico “te lo dije” que soltábamos cada vez que nuestras conquistas terminaban por los suelos. Lo solté yo cuando lo La Triste, lo soltamos Murphy y yo cuando a Wing le dió por Carnola (pero se le pasó rapidito), pero ahora mis amigos sabían que, por una vez, había intentado ir en serio y por eso se callaron y dejaron sus libros para intentar animarme. Alguien quiso entrar y el Wing le hizo stop con la mano, y no te lo digo one more time con los ojos así que el pobre estudiante, que seguramente quería repasar sus apuntes, dio media vuelta y desapareció para siempre.

- Dice que ya se aburrió de jugar, que volverá con su montaner.
- ¿El flaco ese? –preguntó Murphy – pero si se estaba tirando a una de Ingeniería Ambiental.
- ¿Ah, si? – un pequeño brillo de esperanza llegó a mis ojos, pero se fue con las mismas – no importa creo que aún así no querrá nada conmigo.
- No sé cuñao’ ¿Por qué estás tan seguro? – preguntó el Wing, que ahora caminaba en círculos, como planeando un asalto a la torre de Tiro.
- Porque me dijo que me fuera a la mierda, así, clarito, ve-te-a-la-mier-da, separando las sílabas.

De nada habían servido mis cartas misteriosas que le dejaba en sus libros, cuando estaba distraída en la biblioteca (con poemas copiados de libros que sabía que ella jamás leería). En una de ellas fijé una cita, y le dije que iría vestido con algo negro y una gran “A” que pudiera ver. Así lo hice, pero nunca llegó a aparecer, es que estamos en exámenes, pensé en ese momento. Otro día, sin ningún pretexto, y no recuerdo cómo, le pedí a un amigo suyo que me diese su teléfono. Esa misma tarde, cagado de miedo, la llamé y hablamos por más de una hora. Mi viejo casi me mata. Nunca olvidaré cuando me dijo cuál era su premisa estudiantil “cuando hay que estudiar se estudia, cuando hay que chupar se chupa”. Entonces decidí que atacaría al amanecer.

- ¿Y su amiga? –preguntó el Wing – esa que te llevaba las cartas.
- Esa es otra, dijo que se llamaba Jessica y en realidad era Gisela.
- Qué puta – dijo Murphy – se llamaba Gisela, con razón, todas las Giselas son putas – sentenció.
- No sé si todas, pero esta me la metió hasta el hígado.

Recordé entonces esa última escena, cuando ella me había mandado lo más lejos que me podía mandar y se había ido; recordé cómo la veía y lo bien que le quedaba ese Levi’s 501 ajustado en las piernas y caderas, la perfección absoluta. Recordé cómo el viento movía su cabello castaño cuando me lanzó la última mirada, y recordé que, imbécil yo, me había ido dejando en el balcón de la facultad de Química mi libro de Ecuaciones Diferenciales. Murphy y el Wing notaron mi ausencia mental y me levantaron de un tirón, vamos a que te dé el aire, dijo uno que no recuerdo quién fue. Me dijeron que ya se me pasaría, que no sería ni la primera ni la última mujer que me decía eso de hoy no fío, mañana sí, y que no siempre se podía ganar, que estaba mal acostumbrado. Les dije que había perdido mi libro y me prometieron robar uno para mí, nos reímos y así, abrazados, pasamos por delante del balcón donde seguramente todavía podrían encontrarse retazos de mi alma y prometimos que sólo nos tiraríamos a las chicas fáciles. Ya estaba bien de complicarse la vida.

- Ya vas a ver cómo mañana se te olvida, huevón. O como mucho la próxima semana.
- Ojalá, Murphy, pero ahora me siento como si me hubiera atropellado un camión. ¿Me presentas a tu hermana?
- Calla mierda. oye, ¿sabes que si te paras frente a un espejo y dices Verónica nueve veces, se te aparece un fantasma?

martes, abril 22, 2008

Anatomía de Damasco



Cada vez que visito a mi doctor, estoy sano. Él lo sabe y hablamos de su país, Siria, que está en el Oriente Medio y yo le cuento del mío, Perú, que está bajando por Brasil, a la derecha. Sólo voy a que me haga unas recetas de Viscofresh, que uso periódicamente para humedecer mis ojos, secos forever tras la operación láser que me quitó la miopía y el astigmatismo en 12,8 segundos. La tarde de mi operación salí de la clínica con unas Arnette tres tallas más pequeña y la gente del metro, que creía que estaba completamente ciego, quedó pasmada cuando con mucha facilidad me levanté de mi asiento, abrí la puerta y subí por las escaleras mecánicas.

Mi doctor cree que no debería ser tan limpio, que los vellos de la nariz y la cera de las orejas es algo natural que por algo está. Me permito refutarle y digo que intentaré no limpiarme los oidos dos veces al día, como hasta ahora, y que reduciré mis exploraciones nasales, con la maquinita especial que me acabo de comprar. Le cuento que en Lima, mi doctora siempre empezaba todas las consultas con ¿haces bien…caca? Y entonces yo me quedaba muerto de vergüenza y asentía con la cabeza. Él ríe sonoramente y dice que en su país ni los sunnitas ni los chiíes aceptarían jamás ese tipo de preguntas en una consulta médica. Une vez, me cuenta, en pleno 17 de abril, Mientras todo el mundo celebraba un aniversario más de la retirada de las tropas francesas, llegó a su consulta un hombre bañado en sudor que decía no haber podido dormir en toda la noche, vengo desde Al Qunaytirah, le dijo, cúreme la fiebre y no haga preguntas. Mi doctor le recetó algunos analgésicos y esa tarde decidió venir a Europa para asistir a un seminario sobre enfermedades infecciosas, y ya si eso, quedarse. Yo le digo, one more time, que a mi doctora también le aparecían enfermos sangrantes que sugerían de modo amable que no se hiciese preguntas sobre el origen de sus heridas, llegaban como si los Moches les hubieran hecho mal una trepanación craneana, él no entiende y le cuento sobre esa cultura precolombina de mi país, su medicina, su arquitectura y su alfarería. Queda impresionado y, me imagino que para no quedarse atrás, me habla de la escritura cuneiforme ugarítica, y cuando ve mi gesto de ¿melosplica? Dice que es la raíz del alfabeto fenicio y que data del siglo XIV a.c.

El tiempo pasa y hemos gastado sobradamente los tres minutos que el Ministerio calcula como tiempo máximo de consulta en la seguridad social, nos despedidos amistosamente y le cuento que me mudo, que quizá no nos volvamos a ver, me dice que se alegra que deje de ver a un paciente y esta vez no sea porque lo meten en una bolsa de plástico. Me acojono. Salgo y tres viejas pelean por ver a quien le tocaba pasar ahora, yo tengo almorranas, dice una, y yo estoy embarazada, grita la otra. Le hago adiós con la mano y bajo las escaleras, voy rumbo a casa a meter mis cosas en cajas y esperando que mi próximo médico sea tan buena persona como éste.

lunes, abril 21, 2008

La jarana y el apretón


Era una de esas tardes muertas de universidad, el Mongo y sus amigos seguían pasando las horas entre copas de vino barato. El salón solitario hacía de cantina, y de vez en cuando alguno traía una guitarra y se armaba la jarana. El Mongo cantaba y acompañaba con las palmas, mientras el Loco usaba la mesa como un improvisado cajón, y el Tatuajes tocaba la guitarra.

Quiero verte, para darte mi cariño bueno
Y encenderte los luceros que hay en mi cielo
Quiero hacerte, con mis besos
Prisionera de mi ensueño


El vino seguía pasando de mano en mano y el ruido se escuchaba hasta el patio central. Alguno más se unió y aunque nadie sabía quién era, su voz rota sirvió para darle otro color a la jarana criolla, que iba tomando forma.

El tiempo que te quede libre
Si te es posible, dedícalo a mí
A cambio de mi vida entera
O lo que me queda, y que te ofrezco yo

Las horas pasaban y la borrachera animó al recién llegado a proponer un nuevo repertorio, cantemos una de Nirvana, Polly por ejemplo, dijo, sin dejar de servirse el vino que no había ayudado a comprar. El Mongo y sus amigos lo miraron de reojo y tras una seña del Tatuajes lo dejaron solo en el salón de clases, murmurando algo acerca de que la canción era sobre un violador y su víctima. Poca gente estudiaba ya a esa hora, el Loco propuso ir a buscar a la Miss Contabilidad, está loquita por ti Mongo, le dijo, que se traiga unas amigas y la hacemos en el pub de enfrente. Era tentador, pero nuestro héroe no estaba para juegos esa noche, vamos a bailar salsa, dijo y caminó torcido hacia el pub, sabiendo que sus amigos lo seguirían. Un pequeño dolor apareció en su estómago, pero así como vino se fue.

El pub era pequeño, una barra con dos taburetes, luces azules y una pista de baile con mosaicos blancos y negros bajo una bola de espejos. El Mongo reconoció a su hermano entre el público,

- Salud, pues Monguito, por ese gusto, los dos hermanos juntos, carajo – dijo el Cariñoso, más maricona que nunca.
- Salud, compare’, perdona que no me quede mucho pero he venido con unos amigos – dijo el Mongo, y al señalarlos reconoció a la China y a la Negra, que bailaban juntas frente a dos babosos que las veían embelesados.

El Loco pidió una jarra de Sprite, con hielo, y sacó de su mochila una botella de ginebra que vació sin que nadie lo viera. Su hermano celebraba su cumpleaños aunque faltaban días para que oficialmente cumpliera 22, lo saludó afectuosamente y sus amigos le ofrecieron un trago de sangría. El hambre empezaba a hacer sonar las tripas, pero el bolsillo casi vacío impedía llevarse algo a la boca, no había ni para una hamburgesa del vendedor ambulante que había intoxicado a media universidad e inmunizado a la otra mitad. Sonó una del grupo Niche
Hagamos lo que diga el corazón
y vamos a entregarnos sin medida
y el Mongo, sin preguntar se llevó a la China al centro de la pista, le dio mil vueltas y empezó a besarla sin miramientos. Los babosos lo odiaron un poquito más y su hermano se largó del pub, para seguir su propia fiesta en casa. La nueva pareja bailó dos canciones más, una de Fito Páez y Slave-to-The-Music(Nananeaonlynananeoaná), hasta que la cosa se puso aburrida y el Mongo volvió con su pandilla. Bebió un poco más del preparado del Loco y sintió un alien comiéndole las tripas, caminó disimuladamente hasta el baño, abrió la puerta y encontró al Tatuajes sentado, medio dormido pero con la energía suficiente como para preguntarle, Mongo ¿tiés papel? La carcajada que soltó le hizo olvidar sus cólicos y al salir del baño se encontró con la Negra, que llevaba un top apretadito, as usual. Hola, le dijo, y él quiso pasar de largo, pero ella le dijo baila conmigo y lo arrastró de la mano hasta la pista.

She’s into superstition, black cats and voodoo dolls
I feel a premonition, that girl’s gonna make me fall

La Negra le contó que salía con Miguel pero que nadie lo sabía, que él quería llevar todo en secreto, como tú con la China, Monguito, que a veces se veían en el parque que hay frente al cuartel de bomberos. El Mongo, bailaba, y el dolor era cada vez más intenso, le dijo que él y la China no llevaban nada en secreto porque no había nada que esconder. Pero si he visto que la besabas, respondió, y el Mongo se encogió de hombros, y dijo porque teníamos ganas (cólico) ella me gusta y yo le gusto, así como también te gusto a ti ¿no? (cólico y patada de alien al duodeno). La negra se quedó muda y bajó la mirada, pocas veces se le habían enfrentado de esa forma, a ella que era tan vivaracha y zalamera y que de un tiempo a esta parte llevaba los tops como ninguna, así que seguramente pensaría ¿qué va a pasar? Y contestó sin miedo, sí, me gustas ¿y qué? Dos segundos después, resistiendo la hecatombe estomacal e intentando no vomitar dentro, el Mongo le dio un beso tan espectacular que sus amigos aplaudieron y gritaron cosas como bien carajo, ese es mi pata. Gritaron todos, menos la China.

De vuelta a casa, el Mongo quiso resistir hasta el último momento. El taxista no lo dejó cerca de casa, muy peligroso tu barrio, chino; y tuvo que caminar un kilómetro y medio. El Alien se había apoderado ya de todo su aparato digestivo, y llegando a la esquina de las Najarro se dejó vencer por la naturaleza, ¿quién va a saberlo? murmuró, son las dos de la mañana, todos están roncando. A cien metros de distancia, vio la luz de su salón encendida, y adivinó que de allí venían la música y los ruidos que escuchaba, al llegar comprobó que su hermano y sus amigos, además de unas tías, madrinas y amigas de la familia festejaban por todo lo alto el cumpleaños adelantado. Silbó y gritó, pero su hermano no lo escuchó. Entró lo más disimuladamente posible, directamente al baño, pero por alguna sencilla razón todos notaron su presencia. Bajo el agua fría de la ducha, y esperando a que su hermana le trajese otro pantalón se prometió nunca más beber del vino que trajera el Loco con el estómago vacío.

jueves, abril 17, 2008

The meeting


Hoy he llegado a la oficina con el piloto automático puesto; me niego a meterme cafeína al cuerpo, ya sabemos lo nocivo que puede ser para mi organismo, además, esta tarde toca reunión de departamento. Esas reuniones se caracterizan (me imagino que será igual en muchas empresas) por decir lo mal que lo hemos hecho, lo bien que lo podríamos hacer y por presentar ideas para llegar a ello. La comanda el director general, un hombre de éxito en su vida profesional y fracaso en su vida personal que esquiva de manera magistral todas las preguntas incómodas. Por ejemplo, si te da por preguntar, jefazo, ¿este trimestre cobraremos objetivos? El responderá, casi lo hemos logrado, las últimas ventas no se facturaron en este periodo así que no cuentan en el balance global, pero sí en el siguiente; entonces, tres meses después le vuelves a hacer la misma pregunta y te sale con algo como las ventas espectaculares del trimestre pasado entraron parcialmente en éste, pero no fueron suficiente para complementar dos meses de vacas flacas. Entonces se te queda cara de gilipollas y haces de tripas corazón.

Cuando pasan las dos horas de cifras y letras, se discuten los proyectos pendientes de resolución, vemos en qué etapa estamos y vemos cómo podemos potenciar nuestras fortalezas (versatilidad de producto) y esconder nuestras debilidades (caro que te cagas). El jefe comercial, que es un bocas,explica que hemos trabajado mucho pero que se cagará en tós nuestros muertos si no lo logramos, el jefazo lo calma y dice lo mismo, pero más bonito. El comercial deja un momento de hacer dibujitos en su agenda y yo sigo pensando que estaría mejor con Vero, compartiendo una botella de Valdepeñas reserva del 2000. El jefazo lo nota y me espeta no has abierto la boca en toda la reunión, y yo digo es que hasta ahora estaba de acuerdo en todo.

Toca el turno de hablar al responsable de producto, y todos le reclaman que se dedica más a hacer powerpoints que a dar soporte de alto nivel o definir estrategias de posicionamiento en el mercado. El cabrón, sabedor de su antigüedad y de que es el ojito izquierdo del jefazo responde, si no os gusta como trabajo, me echáis y contratáis a otro. Sonreímos de lado, yo lo miro como diciendo qué caradura eres, mamonazo, y sigo pensando en esas copas de vino y risas que me he perdido. El jefazo calma los ánimos y dice consumibles, ¿por qué vendemos tan poco? El jefe de producto agradece con una sonrisa maricona la ayuda y ahora el marrón le pasa al que trabaja como responsable de consumibles y cobra como técnico, que además es de Aragón. Se pone terco como una mula (para hacer honor al estereotipo de los de su tierra) y a grandes rasgos dice que vendemos poco porque sí. Yo descubro una oportunidad de no seguir callado como una puta y pregunto ¿no será que nuestro proveedor está vendiendo a nuestros clientes, sin que lo sepamos, por debajo de nuestro precio? Explota una bomba y las siguientes dos horas la pasan definiendo planes de investigación, y acciones correctivas ante el problema que acabo de inventarme y que meses después descubriremos que era real. Pero lo peor estaba por venir, se abren las puertas y entra la jefa de marketing, con sus powerpoints y sus ideas brillantes para definir más y más la imagen del producto y también para contarnos los próximos eventos que auspiciaremos. Veo por la ventana que empieza a hacerse de noche, las tripas me crujen porque la pizza asquerosa que nos suelen traer ya se ha desintegrado por completo dentro de mi organismo. Alguien sugiere que sería mejor irnos, yo siento un poco de amor fugaz por esa persona, el jefazo dice, sí, sí, terminamos de ver esta presentación y nos vamos.

Esa es la reunión que me espera esta tarde, saldré a las tantas y de regreso a casa una vez más me preguntaré si no estaría mejor haciendo el trabajo ese de chimpancé amaestrado que hacía antes de entrar en este mundo TEC. Me consuela saber que dentro de poco abrirán la piscina de mi piso y podré, afterwork, llegar a remojar mis carnes en ella y de paso espiar a las vecinas buenorras escondido tras mis gafas oscuras, y respirando como Darth Vader. Estoy enfermo.

miércoles, abril 16, 2008

¿Y tus tetas, qué?


Paola y Jessica son amigas, pero no se ven mucho. Paola es, además, madrina del hijo de Jessica, un diablillo de pocos años. Paola se siente un poco nostálgica, recuerda que el cumpleaños de su ahijado está cerca y llama a su comadre para invitarse a la fiesta.

- Hola Jessi, ¿qué pasa?
- ¿Paola? – incrédula, sin dejar de preparar la merienda – qué sorpresa, creía que te había tragado la tierra, o que te habías quedado enredada en uno de tus movimientos de Pilates.
- Qué cabrona, ¿cómo está mi ahijado?
- Muy bien, ya casi va al cole, a veces se junta con los malotes de la guardería y eso me preocupa, flaca, no quiero que mi hijo sea un macarra. Bueno, ¿Y tus tetas, qué?

Silencio, risas nerviosas, en la tele las noticias muestran a Zapatero virtualmente ganador de las elecciones. Paola no sabe cómo reaccionar, y sólo atina a decir ¿ein?

- Tus tetas, ¿ya te las has operado? – insiste la comadre, quizá por venganza ante el abandono del ahijado por más de dos años, quizá por simple curiosidad, quizá porque al recordar a su hijo recordó la lactancia y por eso la palabra tetas salió de su boca de forma involuntaria.

- No – respondió Paola – ni quiero, paso.
- Yo me lo estoy pensando, con este culito y un buen par de tetas seguro que me va mejor en la vida.
- Yo estoy bien así.
- Que sí, que estás perfecta, pero ¿no te gustaría tener un buen par de orejas?
- Joder tía, córtate un poquito ¿no?
- Vale, vale, pero yo que tú me lo pensaba.

Siguen hablando del niño, y quedan en verse en la próxima fiesta, el jueves a las seis, no llegues tarde que nos conocemos; Paola promete llegar o’clock. Días antes se zambulle en las tiendas de juguetes y tras descartar coches, peluches y el barco de Piratas del Caribe compra un cubo con palitas y rastrillos, para que el niño se ensucie a conciencia en el parque de su barrio, con sus amiguitos Manolito, Borjita y Chemita. Sale feliz con su regalo y lo guarda debajo de su mesa de trabajo, lo patea de vez en cuando sin querer, porque así es ella. Va hasta su coche y la tarde del jueves, llega, pasadas las seis porque si llegara o’clock no sería ella, sería un clon extraterrestre con los relojes internos funcionando y todos descubrirían el engaño. Se abraza con Jessica y después de darse dos besos ve como ella, con un gesto disimulado le dice mira a fulanita, es amiga de mi cuñado, se ha puesto unas peras que parecen zepelines; Paola no puede evitar ver las tetas de la susodicha y se pregunta si nadie notará que un pezón mira al este y el otro al oeste. El ahijado abre sus regalos, ayudado contra su voluntad por Manolito y Borjita, Robertito mira desde detrás de un sillón, es un poco rarito este niño, susurra Jessi y Paola respira aliviada porque al parecer el niño a recibido cuatro barcos con un Johnny Depp en miniatura.

Salen de la fiesta, y de vuelta a casa, el novio de Paola habla de fútbol, letras por pagar, caterings y trabajo, ella se pregunta si es verdad eso de que sin tetas no hay paraíso.Mueve la cabeza como para sacudirse los pensamientos, y su novio le pregunta ¿te pasa algo?, y ella lo niega todo y responde, nada, sólo que no sé si invitar al calvo a la boda.

martes, abril 15, 2008

Ódiame, por piedad, yo te lo pido


La relación con la hija de Majin Bu duró lo que tenía que durar. Al final la diferencia de edad sí importaba, sobre todo en temas sexuales (porque siempre tenía el temor latente de que en cualquier momento la policía entraría en su casa y lo llevaría a la misma cárcel en la que estaban sus tíos) y sociales (porque mientras sus amigos estaban en discotecas, o tirándose alguna pichaira, él la ayudaba con sus tareas del cole). El Mongo intentó por todos los medios que la cosa fuera bien, y desoyendo las pocas voces que se atrevían a aconsejarle que rompiera con ese capricho, insistió durante meses. Su mejor amigo fue el más tenaz, he intentó recuperarlo por la senda de la juventud, déjate de huevadas, le decía, es una niña y nunca va a entender ciertas cosas, además ahora que la China viene a verte con la falda levantada no puedes desaprovechar la ocasión. Pero él quería seguir jugando con fuego. Una vez, con Majin Bu en el cuarto de al lado, el Mongo se dejó atacar por la niña de vientre voraz, que rompió su propio pantalón para facilitar el contacto y a la vez evitar quedarse desnuda en pleno pasillo de su casa; la adrenalina fluía a raudales y el Mongo vivía feliz con su muñeca inflable de edad prohibida.

Los demás, al ver su empeño, lo apoyaron como buenos amigos que eran. Erika invitó a ambos a su fiesta, y el Mongo llegó a la discoteca, feliz de poder al fin compaginar los dos mundos. La niña se había arreglado como para una kermesse del colegio y sólo le faltaba el mandil, pero a él no le importó, ni tampoco reaccionó cuando sus amigos, siguiendo el procedimiento normal en estos casos, le preguntaron eso de ¿estás seguro que antes de venir a terminado su trabajo sobre la guerra con Chile? Las chicas, a simple vista, tuvieron más piedad, pero en el fondo la destrozaron como pirañas, una dijo que ese rimel no era el mejor, otra preguntó si la había peinado su mamá, y todas, todas, desearon que, por su bien, el pobre Monguito deje rápido a esa chibola que huele a leche.

Lo intentaron también en el lado opuesto, entre las amigas de la niña, pero no hubo mejor respuesta, una propuso jugar al monopoly, y la otra hablaba del viaje de fin de curso y el grupo Menudo. El Mongo, por fin, empezó a darse cuenta de que esa relación tenía fecha de caducidad, y por suerte o por destino, apareció ante él un viaje largo, de esos en los que prometes escribir todos los días y al final no lo haces. Le prometió a la niña amor eterno, y llenó su maleta con sus mejores discos y libros; salió de su habitación dejando atrás su cama, y la pared con posters de Nirvana y Los Tres Chiflados. Se subió a un taxi y salió rumbo al aeropuerto. Allí estaba ella, mezclada entre los mejores amigos del Mongo, ninguno de los dos lloró al despedirse y él prometió llamar apenas llegase a su destino. Cuando el avión despegó sintió liberarse de un gran peso pero no supo identificar, en ese momento, cuál era.

Años después, el Mongo recibió un e-mail en el que la niña desahogaba mil y una frustraciones en pocas líneas, bastante bien redactadas, eso sí. Lo llamó impotente, feo, fracasado, egoísta, libidinoso y ególatra pero sin usar ninguna de esas palabras, y en su lugar se valió de ejemplos y definiciones como cuando se juega al pasapalabra: con la “I” hombre que no dura más de un minuto en la cama y se corre cuando lo besan. El Mongo sonrió feliz, al comprobar que despertaba pasiones (malas, pero pasiones al fin) en una persona a la que no veía hace más de cinco años y, sin perder el tiempo, imprimió el e-mail para tenerlo como recuerdo. Con tan mala suerte que tras imprimirlo y borrarlo de su bandeja de entrada, la impresora se atascó y las veinte líneas de insultos se perdieron para siempre. Le escribió a la niña, pidiendo que por favor le reenviara el e-mail para poderlo imprimir, por probar, pero no obtuvo respuesta alguna. Tras poco esperar, se sirvió una taza de té, y mientras atendía a su puesto de recepcionista reflexionó : es la cuarta vez que termino con esta flaca, a ver si ahora le queda claro.

lunes, abril 14, 2008

La casa de los gritos


Entre la casa de los Rios y la de los Talledo había un callejón extraño. La puerta de acceso era de metal y tenía cuatro cerrojos dífícilmente movibles por nuestras infantiles manos. Yo solía usar el marco para columpiarme como un mono, hasta que un dia tomé demasiado impulso y salí disparado como una flecha, aterrizando sobre mi espalda. Estuve un par de minutos sin poderme mover, mientras mis amigos reían como locos. El callejón daba acceso a todas las casas, que en el fondo eran una misma dividida entre el número de hijos que estaban casados. Todas las divisiones estaban habitadas, menos una, en la que decían que vivía un abuelo al que nunca vi. Allí penan, decía John, y mi prima dice que ha visto un muerto, una vez que llegó de madrugada, se le quitó la borrachera y todo. Eso, en Lima, basta como testimonio auténtico, cuando a alguien se le “quita la borrachera” sólo es por algo sumamente importante, así que al escuchar esa frase dimos por buena la historia.

Esa primavera del 87 era algo aburrida, y para que no toda nuestra diversión se centrara en comentar el último capítulo de los Transformers, propuse un expedición a la casa embrujada de los Ríos. Javier se opuso terminantemente, su abuela era estrictísima y él le temía mucho, tanto que cuando no quería hacer algo bastaba con decirle, se lo diré a tu mami, y él bajaba las orejas y obedecía con fidelidad canina. Usamos el mismo truco, lo amenazamos con contarle a la abuela que él era quién auspiciaba las peleas entre sus primos y accedió a nuestras peticiones. Esa misma tarde, todo el grupo estaba frente a la puerta de la casa embrujada, el salón estaba completamente oscuro, sólo un haz de luz iluminaba una saco vacío, tirado sobre el suelo. Avanzamos tanteando las paredes hasta la escalera, arriba vive el viejo, decía John, y Javier fue el último en subir. Las escaleras eran de cemento, sin ningún revestimiento y olían a gato, en las paredes había fotos de alguna familia desconocida, espejos rotos y un almanaque de 1978, en el suelo un sofá viejo, sin patas, y un par de cajas que nadie abría hace siglos.

Aquí no hay nadie, dije, lo único que da miedo son las pulgas que se me están subiendo a las piernas. John no respondió, miraba espantado el saco muerto, que ahora, ante nuestros ojos, comenzaba a moverse. Creo que ese fue el día en que grité como mujer, o quizá fue John, nunca estaremos seguros porque lo hicimos al mismo tiempo y se confundieron los sonidos. Ya estábamos en lo alto de la escalera y cuando quisimos salir corriendo encontramos a Javier que, petrificado, nos bloqueaba la salida. Lo solucionamos en un segundo y tras recibir un certero empujón el pobre aterrizó sobre el sofá viejo, rompiéndolo, y quedando oculto dentro de una nube de polvo pestilente.

Salimos disparados, y corrimos hasta el extremo opuesto del parque que habia frente a la casa, nos recostamos en un árbol intentando recobrar el ritmo normal de nuestras pulsaciones y mirando hacia atrás buscamos a Javier que no apareció nunca. Búscalo, ordené, y John me dijo que lo busque tu vieja, huevón, yo no regreso ni cagando. Muchos minutos después, volvimos juntos y encontramos a Javier bañadito y perfumado en el balcón de su casa, la puerta se abrió y salió la abuela con el saco muerto en las manos, ¿para qué te metes a casas ajenas?, gritó, dice el vecino que has asustado a su gato que dormía aquí adentro, dijo señalando el saco embrujado; John entró en la casa lleno de pavor, y yo me fui sabiendo que el único monstruo de los alrededores era esa vieja a la que nunca había visto sonreir.

jueves, abril 10, 2008

Mi asesina de nalgas



Cuando pitufo Fortachón me dijo que inyectándome Nandrolona mejoraría el crecimiento de mis músculos, no lo dudé, el verano se acercaba y Shemi empezaba a verme con mejores ojos. Además, nadie en el gimnasio había logrado mejor masa muscular que pitufo Fortachón, y eso me convenció de iniciarme en el mundo del dopaje profesional.

- No te olvides de combinarlo con una dieta rica en proteínas, mucha leche, claras de huevo y jugos de frutas, no quiero que vengas y de la nada te pongas a vomitar – me aconsejó, y me dio la dirección de una farmacia donde la vendían sin receta.

El barrio, contrariamente a lo que se podía pensar, era de los mejores de Lima. La farmacia estaba en plena calle Tarata y su edificio principal aún mostraba signos del último atentado terrorista, aunque ya habían pasado 3 años de eso. Me acerqué al mostrador y en cuanto pedí el Deca Durabolín el farmacéutico me hizo shhht con la mano y me susurró son veinte lucas, flaco. Me llevé dos frascos y volví a casa, imaginándome musculoso y elegante en las discotecas del sur, caminando entre las rubias y los surfers; ya nunca más la Negra me diría eso de que ese polito te quedaría mejor si tuvieras cuerpo, chino. No quería esperar más y fui a la farmacia de mi barrio, donde estaba el único enfermero en el que tenía confianza ciega, confianza que se había ganado a base de pinchazos casi indoloros en mis tristes nalgas. Mediana fue mi sorpresa al comprobar que él ya no estaba, y que su hija (adorada desde la lejanía por mis amigos y yo) se encargaba ahora de clavar agujas y recetar antalginas. Vengo a inyectarme esto, dije, fingiendo no saber lo que llevaba en las manos; ella me miró de arriba abajo y me preguntó si tenía receta, le dije que no, que me la habían quitado donde la compré, y tras sonreír dijo ese de la calle Tarata siempre hace lo mismo.

Pasamos a un cuartito cerrado, pintado de blanco para que pareciera más limpio, y me pidió que me bajara los pantalones mientras preparaba la inyección. ¿Así sin más?, pregunté, ¿no vamos a caminar por la playa o algo antes?, pero sólo obtuve una sonrisa fingida como única respuesta. Ponte boca abajo, ordenó, y yo no pude reprimir un pensamiento libidinoso, de esos que el padre Felipe decía que eran pecado, pero el pinchazo inmisericorde me borró la sonrisa por completo.

- ¡Suave flaca! - exclamé.
- Aguanta un poco, no seas llorón – respondió autoritaria.

Arrugé la sábana para reprimir el dolor, pero ella me dijo relájate sino no puedo meterla bien, y te va a doler, en ese momento pensé que me merecía lo que me pasaba porque yo había dicho esa misma frase anteriormente, pero con distintos propósitos. Relajé el culo y me dejé llevar. Pasaron segundos interminables, y al final del suplicio y ya cuando me subía los pantalones dijo ya no te quejes que ya te la saqué, casi me la rompes ahí dentro. Volví a creer que todo era una especie de castigo divino.

- ¿Cuánto de debo? – pregunté, y salí cojeando del cuarto blanco.
- Nada – me dijo – eres mi primer paciente.

Me reí por no llorar, y cuando se ofreció a conseguirme más nandrolona, le dije que no, que pasaba, que si he nacido flaco es por algo. ¿Pero no engordas aunque comas lo que sea? Preguntó divertida, no, sea lo que sea, confesé casi avergonzado, por eso tengo esta espalda de lombriz.
Salí de la farmacia y al llegar a casa encontré mi teléfono sonando. Era pitufo Fortachón que preguntaba que qué tal la inyección, y si ya sentía mis músculos más duros; le contesté que no, y que no iba a volver a comprar esa mierda, porque en el folleto explicativo decía que podía cortarme la menstruación.

martes, abril 08, 2008

El Mongo contra Majin Bu


Cuando ella le dijo que sus viejos lo querían conocer, el Mongo buscó rapidamente una excusa. Pensó decir que tenía clases esa tarde, pero la universidad estaba en huelga general indefinida. Se le ocurrió salir por ahí, con unas amigas de esas que siempre respondían al llamado (como los elefantes a Tarzán), pero recordó que había decidido ser, con esta niña, un poco menos mierda de lo normal. Diles que llego a las 6, dijo, y ambos se vistieron porque ya era tarde y ella debía volver a casa. Cuando se fue, el Mongo bajó a la cocina y mientras bebía un poco de agua se preguntó si el gordito sonrosado ese sería tan malo como lo pintaban. En el barrio lo apodaban Majin bu, como el personaje de Dragonball Z, y la verdad es que se parecía bastante.


Había tenido ya un par de charlas tipo padreasustanovio novioseaburreamorirydiceatodoquesí, y había salido airoso, en una incluso le sujetaba la lana a la madre mientras esta tejía a la vez que le explicaba eso de las abejas y las flores. Su casa, como casi siempre, estaba vacía, y tirado en el sofá se preguntaba si estas cosas valían la pena, ¿no estaré perdiendo el tiempo?, el teléfono lo sacó de sus pensamientos. Era su tío favorito, que venía para acá, que no te muevas, que llevo unas chelas y hablamos un poco.

Llegó media hora después, y con música de Fito Páez de fondo hablaron de viajes, becas, la universidad y las huelgas, Europa y las francesas, las italianas y Mónica Bellucci, de fútbol y Alianza Lima, de los ausentes. La tarde pasó volando y cuando el Mongo vio el reloj recordó que su niña lo esperaba y dijo vuelvo en media hora, apuró un trago de cerveza y salió corriendo.
Ella ya estaba nerviosa, él no intentó disimular su leve olor a cerveza, es lo bueno de comprar de las caras, no apesta tanto como las que compra el populorum, la tranquilizó. Subieron juntos las escaleras y Majin Bu estaba allí sentado, esperando, como un oso rosa en la puerta de una cueva, le ofreció asiento con la mano, sin decir nada, y el Mongo se despatarró en el sofá. Entonces se dio cuenta de que había ido en sandalias. Así que sales con mi hija, ¿no eres un poco mayor para ella? Preguntó, y le clavó los ojos, intentando intimidar. El Mongo, respondió que sí, que era mayor, pero que no se había dado cuenta hasta que usted, señor, lo ha mencionado.
Majin Bu, le explicó, ya en mejor tono, que tenía grandes planes para su hija, y que no permitiría que nada ni nadie la distrajera de su meta final: ser una profesional de prestigio. Al Mongo casi le da la risa, pero siguió en su papel y tras rascarse la oreja le respondió que había esperado toda su vida para conocerla, y no le importaba esperar un poco más. Majin Bu esbozó una sonrisa y le ofreció su mano, bienvenido a la familia, le dijo, y el Mongo, tras devolver el saludo, se disculpó diciendo que tenía invitados en casa, y que era necesario que volviese lo antes posible, Majin Bu comprendió, y lo acompañó hasta la puerta. El salió y desde la esquina comprobó que la niña lo observaba desde la ventana, con una sonrisa de satisfacción difícil de describir.

Al llegar a casa el Mongo se reencontró con su tio favorito, y también con su hermano que acababa de llegar, ese era su único mundo de tres esquinas y en él se zambulló ya sin ningún compromiso que cumplir. ¿Qué tal todo? Preguntó su tio, todo bien, respondió él, nada del otro mundo. No me ha absorbido Majin Bu.
¿No tenías miedo? Le preguntó su hermano, y el Mongo, canchero, respondió, ¿miedo yo? Recuerda que en la universidad nos entrenan para hablar con presidentes de empresas, no me iba a asustar con cualquiera.

- Con todos los respetos – puntualizó su tio.
- Sí, sí, con todo el respeto del mundo, pasa la chela nomás – dijo el Mongo, y se rió a carcajadas.

viernes, abril 04, 2008

La fiesta de Meteoro


La primera en llegar fue Cindy Lauper, traía una bolsa de la Casa del Libro y dentro estaba lo último de Boris Izaguirre. En ese momento pensé que es cierto eso de que hay personas que regalan lo que les gustaría que le regalen, pero creo que no soy uno de ellos: jamás he regalado a nadie un LP de The Beatles. Nos sentamos y hablamos mientras en la tele veíamos un capítulo de Meteoro, estás igualito pero te falta el casco, me dijo, y alegué que con eso puesto tendría mucho calor y no podría beber cerveza a mis anchas. Le ofrecí una copa de vino y seguimos hablando. Alaska y La Pequeña Lulú fueron las siguientes en aparecer, la primera me regaló un perfume de Loewe que tampoco estaba entre mis favoritos, pero agradecí el gesto (días después lo usé y una gran mancha amarilla se apoderó de mi camisa blanca), Lulú hablaba con La Hippie y reían no sé de qué. De fondo, música de La Fania, que todos, menos Lulú, sabíamos de memoria.

La mesa estaba llena de tostas, unas con queso azul y otras con cabrales, algunas con salmón y otras con chorizo; La Hippie había preparado muffins salados, con jamón y no sé que cosas más, pero que gustaron a todo el mundo. Yo sólo pude probar uno, y lo combiné con un whisky de doce años. Me preguntaban qué sentía al cumplir años, ¿eres más maduro?, y respondí, que más maduro no sé, pero un poco podrido sí que me siento, sí. Lo bueno de haber pasado de los treinta es que hay menos cosas que te asustan, ya no tienes miedo al fracaso o a quedar como un idiota, porque te ha pasado ya muchas veces; ya no tienes ese complejo de superioridad que te arrolla a los veinte, y sabes que no eres capaz de conquistar el mundo. Eso da mucha tranquilidad. Además, esta edad es suficiente para controlar el fuego ese que llaman pasión, que si no sabes hacerlo, te quema, y si lo dejas se apaga, pero en este nivel del camino puedes manejarlo y que sirva para lo que fue creado: mantenerte calentito.

Llamaron a la puerta y al abrirla vi a un Rolling Stone (no pude definir cuál era) del brazo de Madonna vestida para su video Like a Virgin, también llegó Vilma Picapiedra. Hola, soy Meteoro, gracias por venir a mi fiesta, dije, y entre risas y abrazos seguimos disfrutando la noche. Les conté que la idea de combinar música de los 70’ y 80’ mientras que la tele proyectaba imágenes de series de la misma época, me vino de repente, ellos alucinaban con el espectáculo y la decoración, ¿Ese es Michael Jackson? Preguntaron, sí, dibujado por Andy Warhol, respondí. Las copas iban y venían, lo noté cuando quise cambiar de dvd musical y las piernas se me convirtieron en serpentinas. Llegó el momento de las fotos, y como siempre, puse la mejor sonrisa posible. Parecíamos personajes del parque Warner.

Los últimos en llegar fueron los miembros del elenco de Fama, y sus hijos, uno de los cuales no venía disfrazado y por eso se la pasó con el ceño fruncido toda la noche. No me acerqué a consolarlo, odiaba cuando los adultos me hacían eso durante mi niñez, le puse un DVD de clásicos de disney y lo aburrí más sin querer. La noche siguió pasando y en algún momento todos bailábamos algo que no consigo recordar. La gente de los 80’ fue volviendo a sus casas y yo caí rendido en mi cama sin darme cuenta de que se me había olvidado sacar el tiramisú. Al día siguiente, zombie, limpié la casa y viendo la cara de la Marilyn de Warhol me despedí para siempre de ese salón en el que nunca más haré una fiesta. La próxima será mejor, y en otro sitio, murmuré antes de beber un poco de agua, y quedarme dormido otra vez en el sofá.

martes, abril 01, 2008

Chandler's Smile

Cuando salí de Sitel, mis amigos me hicieron una tarjeta de despedida. Estaba llena de frases cariñosas, en plan “siempre te recordaremos” “eres un tío de puta madre”, etc. Todas ellas, sinceras y recibidas con gran alegría por mi chalaco corazón. Sin embargo, una frase, escrita por una gran amiga mía, me supo más a broma que a otra cosa: “siempre extrañaremos tu linda sonrisa”.

Y es que nunca me he caracterizado por tener una linda sonrisa, hay miles de fotos que lo confirman, y si nos pegamos a eso de que uno no sale mal en las fotos, sino que realmente es así, entonces sufro el “Sindrome Chandler”.

En un capítulo de Friends, Chandler y Mónica preparan las fotos para su boda, pero él cuenta que aunque su sonrisa es bonita, la cámara lo odia y siempre sale con la risa de Chita, el mono de Tarzán. A mi me pasa lo mismo, puede que en directo engañe, pero cuando alguien me fotografía, más vale que ponga cara seductora (por decir algo) porque si se me ocurre sonreir, entonces mis ojos desaparecen de mi cara y parece que me hubiera dibujado un niño de cinco años. Con muy mala fé, además.

Una vez descubrí mi lado bueno, como Julio Iglesias, e intenté hacerme siempre las fotos de esa forma, pero pasado un tiempo me aburrí y dejé que los flashes y películas me siguieran retratando como les diera la gana, que salgo bien, todos contentos, que salgo mal, qué le vamos a hacer. Recuerdo con especial rabia la foto que tengo con Thalía; la conocí en una conferencia de prensa y después de recoger mis babas me acerqué a ella y le pedí que se fotografiara conmigo; claro mi amor, me dijo, y creo que tuve un pequeño orgasmo. El fotógrafo apuntó disparó y ¡zas! Ella salió casi perfecta, y yo como si estuviera preguntando ¿tengo algo en los dientes? Fíjate bien. Lo mismo me pasó con Emilio Estefan, Luis Fonsi, Rubén Blades, Sin Bandera, Beto Cuevas, y un largo etcétera que han hecho que hoy, aunque aparezca a mi lado Michael Jackson, evite en lo posible que alguna cámara capture el momento, porque con mi suerte seguro que soy quien pierde la nariz.

Por eso nadie verá las fotos de mi última fiesta de cumpleaños. Vero dice que hay que seducir a la cámara, yo creo que con mis atributos no podría ni seducir al móvil de juguete que tiene mi sobrino.