martes, mayo 26, 2009

A las muelas me remito


Mi familia tiene un amplio historial de problemas dentales. Y yo, unfortunately, no he podido escapar a esa maldición.
Quien sí lo hizo, de manera circunstancial, fue mi hermano menor. Jugábamos al fútbol en la calle, como siempre, usando algunas piedras o ladrillos sueltos como arco y haciendo rodar la pelota por el asfalto imaginando que era la alfombra verde del mejor estadio del mundo. Un triciclo de carga, de esos que abundan por los barrios vendiendo pan, dobló la esquina a una velocidad extrema y yo lo esquivé por poco gracias a un instinto desarrollado después de que un heladero (que iba a veinte kilómetros por hora) me hiciera volar por los aires, años atrás. Pero mi hermano no poseía el mismo instinto.
Cuando de lejos vimos a un niño tirado y al triciclo de pan parado al lado, nuestra primera reacción fue la risa tonta, cruel y burlona típica de los barrios del Callao al ver a otro en desgracia; pero cuando comprobamos que el caído era de los nuestros corrimos en tropel, unos a rodear al panadero y otros a levantar del suelo al herido, que escupía sangre. Los médicos vieron en las radiografías que las raíces de los dientes no estaban dañadas y aconsejaron extraer los que tenía partidos. Mi mamá aceptó la operación, mientras mi papá daba explicaciones a la policía en el cuarto contiguo, a donde había ido a parar el pobre panadero después de la paliza que él mismo le dio, porque me calenté al ver a mi hijo sangrando, compadre, ¿no habrías hecho tú los mismo?.

Meses después el cabrón de mi hermano lucía su nueva sonrisa perfecta, que lo acompaña hasta el día de hoy.

En mi caso, el diente torcido, lo gané gracias a mi ya mundialmente conocida estupidez. Reté a mi hermano (el segundo) a una pelea de lucha libre, emocionado al ver lo fácil que hacía "Andre The Giant" las dobles Nelson. Él me miró, desganado, y rechazó mi oferta con la mejor de sus frases: "mi mamá dice que no hay que pelear". Como siempre, lo manipulé a mi antojo y le dije que era un aniñado, un hijito de mamá, que no sabía pelear y que además (esto le dolió en el alma) era un serrano cobarde. Saltó como un tigre sin darme tiempo a preparar los puños, ni media Nelson, ni la grulla del Karate Kid. Me puso un pie delante de mi pierna izquierda, con la mano derecha inmovilizó mi brazo bueno, y con la izquierda me cogió del cuello. Caí como un maniquí, golpeé el suelo con la boca y sentí un calambre que corrió desde mis dientes hasta la base de mi cráneo. Mi hermano se apartó de mí, consciente de lo que había hecho, y gritó pidiendo ayuda. Yo me retorcía de dolor y no quería ver de dónde venía tanta sangre.
El doctor del barrio dijo que me había movido un diente, cosa extraña señora, lo normal es que salga volando, que ya se caería y, entonces, el nuevo nacería perfectamente delineado con el resto de los incisivos. Sigo esperando que se caiga, hasta hoy. Y sonrío con un diente mirando a mi laringe.

El caso más flagrante de dentadura ofensiva era Elvira, la mujer de mi tio Manrique. Si soy sincero, nunca le vi una sonrisa completa. Mi primera imagen suya se remonta a casi veinte años atrás cuando entró del brazo del que sería su marido, maquillada con el peor de los gustos, para anunciarle a mi abuela (que se desmayó, como hacía las poquísimas veces que se quedaba sin argumentos) que estaban esperando un hijo. A pesar de la seriedad del momento, y del contrasuelazo de mi abuela, Elvira nunca dejó de masticar su chicle.

Con los años, el azúcar y los embarazos siguientes, su dentadura se deterioró de forma notable. Los niños del barrio se burlaban de ella y la pobre desarrolló una nueva forma de sonreír que consistía en apretar labio contra labio y mover los cachetes. Esto le funcionaba de maravilla, pero yo, pendenciero, siempre conseguía con mis ocurrencias que se riera a carcajada limpia y entonces mis amigos y yo podíamos comprender el significado de la palabra "caries" en toda su magnitud. Nunca quiso ir al dentista, argumentando que ya estaba vieja para eso, a los 32 años. Todos nos acostumbramos a verla al lado de sus hijos, compartiendo la condición de desmuelados cuando a éstos se les caían los dientes de leche.

Como no quiero correr el mismo destino, acudí hace poco a mi cita con el dentista dominicano que suele atenderme.
Después de que certificara que no tenía caries, le pedí que me preparara una férula de descarga, ya que, por culpa del stress europeo, rechinaba los dientes al dormir y despertaba con una jaqueca del carajo. El dominicano me dijo que era una sabia elección; no sé si porque así dejaría de tener dolores de cabeza o por los 150 eurazos que costaba la cosa esa de plástico. Pagué sin rechistar, recordando a mi hermano menor (que también la usa), a mi otro hermano (gran luchador) y a Elvira (la desmuelada de la familia) y volví a casa con un molde plastificado de mi torcida dentadura. Me lo puse para dormir y a eso de las cuatro de la mañana no pude soportar más la combinación de incomodidad y asco que me invadía. Vi a Sol dormir de lo más tranquila, soñando quizás con Roman Duris, y la odié un poquito. Bebí un poco de agua y traté de conciliar el sueño nuevamente, cosa que logré una hora después. Soñé que era un boxeador al que alguien había untado el protector bucal con pegamento extrafuerte. Desperté sin jaquecas y eso bastó para disfrutar del resto del día.

Quedé ese mismo día con unos amigos para tomar el aperitivo y les hablé de mi última adquisición. Obviamente, se burlaron de mí, y cuando les expliqué que sin eso rechinaría los dientes sin parar durante toda la noche uno de ellos me dijo joder, como para meterte algo en la boca mientras duermes.

miércoles, mayo 20, 2009

Mi primer viaje de negocios


El tele-taxi llamó a mi puerta cinco minutos antes de lo previsto. Casi muero ahogado por un sorbo de té en el que flotaba un trozo de brioche. A la T4, le dije, y me despatarré sobre el asiento trasero, con los ojos cerrados. Una conversación que parecía salida de una radionovela me despertó, ¿qué es eso? pregunté, y el taxista (en cuyo respaldo había un cartel que rezaba "no asepto billetes de 50 euros") contestó Holocausto, una serie que viene con el Mundo. Me levanté, entonces, y vi que el cabrón aprovechaba el atasco madrileño para ver su pantalla de dvd y ponerse al día con su serie favorita. Rogué que no nos parara ningún policía.

En el control de embarque estaba ya Dario, mi nuevo compañero, che tempismo! dijo, con su acento italiano y pasamos los detectores de metales quitándonos relojes, zapatos, cinturones, monedas y teléfonos. Comprobamos en las pantallas que el vuelo salía o'clock, pero habíamos llegado con demasiada anticipación y aprovechamos para tomar un café. Hablamos de los horarios, los sueldos, las nostalgias, los gatos, Dan Brown y Roma, la ropa de H&M y mil chorradas más. Todas divertidas. Una hora después, aterrizábamos en Lisboa.

El taxi olía a sepulcro, y era casi tan viejo como los taxis de Marrakech. 12 euros después estábamos ya en la oficina, donde fuimos recibidos sin honores y con un task list del carajo. Dario fue al departamento de riesgo en la tercera planta, con ventanas y mucha luz, y yo a las mazmorras de los informáticos, que apestaba a pies y sólo tenía un armario con facturas viejas como único paisaje natural. Bruno, mi homólogo portugués, me estuvo explicando durante tres horas toda la estructura funcional del departamento de sistemas de la empresa. Yo asentía como los perritos de juguete y juro que intentaba captar al máximo todas sus enseñanzas. Pero mi carne es débil, mi fuerza es tan débil, que lo olvido todo.
Comimos en un menú asqueroso, de esos con manteles de hule, en el que un amable señor nos ofrecía platos muy baratos, con su (amable también) mosquita incluida. ¿Qué es eso naranja que tiene tan buena pinta? pregunté, y Ana, guía de Dario por estos lares respondió, creo que pastel de zanahorias. En ese instante supe que no debía dejarme llevar por mis instintos.

Sol llegó a eso de las cuatro. Decidió con muy buen criterio aprovechar mi hotel de cuatro estrellas para visitar la ciudad y usando una fotocopia de mi DNI que lleva a todos lados, pudo registrarse en la recepción sin ningún problema. Espérame en el lobby, le dije, que llego, me cambio y salimos a patearnos el centro histórico. No contaba con que Bruno se ofrecería a hacernos de guía turístico y que tendríamos que esperarlo casi una hora, perdiendo así mucho tiempo de luz solar. Cuando caminábamos por una callecita aledaña a la Praça do Comercio, un lugareño (morenito y menudo) vio a Dario fijamente a los ojos, y le espetó "Marijuana, Weed, Coke" motivando nuestras risitas nerviosas y la indignación de mi colega romano. Al caer la noche nos metimos en un restaurante pequeño, acogedor y atendido por un camarero que sabía más idiomas que el director general de Toshiba España.

Dario comió jabalí.
Sol comió un plato típico de nombre impronunciable.
Me too.
Bruno pidió un filete de pollo con patatas. Qué cabrón.

Pasé la noche sudando por culpa de la indigestión. A eso de las cuatro de la madrugada estuve tentado a encender la TV pero supe que Sol me empotraría contra la pared de un almohadazo, y decidí contar ex-compañeras de trabajo desnudas para conciliar el sueño. Funcionó, es mucho mejor que contar ovejas.

Al día siguiente tuve unas veinte reuniones más, y con la cabeza como un bombo llamé a Sol para preguntarle donde estaba. Me susurró que estaba en el Monasterio de los Jerónimos de Belem, y me colgó. Le mandé un SMS pidiendo que, a las cinco de la tarde, me enviará su posición exacta para recogerla en taxi camino al aeropuerto. Así lo hizo, y cuando el taxista metía mis maletas en el coche le dije Vamos, a la Praça do Marquês de Pombal, y despois al aeroporto. El dijo que sí a todo y salió como si se estuviera jugando la pole position en Montmeló.
Dario dijo allí está, y yo vi a Sol, tranquila y bronceada, leyendo frente a las oficinas de AXA Lisboa. El taxi paró, le pedí que esperara un segundo, el taxista preguntó si iba a bajar maletas, le dije que no. Cuando puse un pie en la acera, salió disparado llevándose al horrorizado Dario dentro.

Cinco minutos después volvían. Me pidió perdón por el malentendido, y yo, ya hasta los cojones de los portugueses, le dije, al aeropuerto por favor, obrigado. Por suerte el avión salió puntual y llegamos a casa a la hora prevista. Me tiré en mi cama dos estrellas y, cerrando los ojos, deseé que este fuera mi último viaje interestelar.

martes, mayo 12, 2009

Driving me (crazy)


Nadine y yo esperamos con el autobús que nos acercará al metro. Sino logramos subir tendremos que caminar 700 metros cuesta arriba combatiendo las nubes de polen que nos rodean, perezosas y voladoras.

- Entonces - pregunto - este autobús es de la empresa y está sólo para esto.
- Oui -contesta, suizamente aunque vuelve al español segundos después - tiene horarios establecidos y es gratuite.

Una chatarra verde dobla la esquina y me imagino que este armatoste debió sobrevivir el viaje transoceanico al que todos los autobuses europeos están condenados para terminar, cual cementerio de elefantes, usados como transporte público en algún país sudamericano. Como el mío. Las chicas del call center - arregladas ellas, como para una fiesta - suben en graciosa manada y Nadine y yo vamos detrás. Veo que el conductor es peruano.

- En mi país decimos chofer - le cuento- no chófer, como se dice aquí.
- Suena más francés -me dice ella, mientras yo asiento - como si pronunciases chauffeur.
- O fercho - remato, pero ella ya no me entiende.

Una mano me sujeta el brazo impidiéndome el acceso. El fercho me dice algo que no entiendo, le pido que lo repita, por favor, y me espeta "tú no puedes subir, no tienes la tarjeta". Miro a Nadine y ella me hace un gesto, avergonzada, pidiéndome que ignore la broma. ¿Es broma? pregunto con los ojos, y ella me hace que sí, con la cabeza. Me río, entonces, y hago el amago de seguir mi camino pero el chofer insiste y enseñándome una tarjeta verde llena de mierda remata su faena con un yo no me estoy riendo, compadre.

Descolocado, mato al idiota con la mirada y me siento al lado de Nadine que, sudando de la vergüenza, me dice, en francés, que ignore el hecho. No sé si está de broma, o quiere que le cruze la cara, respondo, confundiéndola aún más.
La pobre bajó intentando no verme con parte de la manada en el metro La Granja y yo seguí hasta Valdelasfuentes.
Cuando llegamos, el chofer no abrió la puerta trasera, como es debido, sino que nos obligó a bajar por la parte delantera. Yo ya iba por la segunda canción del "Presence" de Led Zeppellin pero con rabillo del ojo vi que, una vez más, intentaba cogerme el brazo (¿quién sabe?) quizá para disculparse. Mi orgullo hizo que lo rechazara como a un leproso y bajé sin siquiera dignarme a mirarlo. En el tren camino a casa, planeé mi venganza.

Al día siguiente me encontré en la cafetería con la Facility Manager, a quien había conocido un par de días antes, y, entre cafés y porras, le conté mi culebrón venezolano. Ella prometió, sin dejar de ver mi flequillo y jugar con su cabello, que tomaría cartas en el asunto, porque este individuo ya tiene varias quejas encima. Ese pata se pasa de confianzudo,dijo alguien que resultó ser uno de los vigilantes del edificio, es peruano como yo, y cree que todos son sus colegas, has hecho bien pararle los pies flaco. Lo dibujé en mi mente entonces, con su polo mugroso, su sonrisa rococó de dientes de oro, y sus gafas de sol de plasticorro. Sentí piedad, y un poco de culpabilidad porque quizás por mi queja encantadora perdería su trabajo; pero al compartir el ascensor con una rubia de esas que paran el tiempo, lo olvidé para siempre. Tuve dos razones de peso para hacerlo.

Hoy, después de un día de altibajos en el que el Director General me dijo que no se me ocurriera desconfigurarle su conexión a Internet nunca más, subí destrozado al autobús rogando que llegara pronto a la estación de tren. Ringo cantaba "I wanna be your lover, baby, I wanna be your man" pero una incómoda voz me devolvió a la tierra. Bajé el volumen de la canción y, recordando su existencia, le pedi al fercho que me repitiera lo que acababa de decir. ¿Valdelasfuentes, no, caballero? preguntó, temblando como una hoja. Vestía una camisa replanchada, estaba peinado y ya no olía mal. Sí, por favor, contesté y me senté victorioso, ansioso por llegar a casa y brindar conmigo mismo, cerveza en mano, por este pequeño triunfo.

viernes, mayo 08, 2009

Bienvenue chez les Ch'tis


Mi nuevo trabajo es particular, cuando llueve se moja y todo lo demás. Es una empresa que no es una empresa porque es parte de otra empresa con accionariado en una empresa que no deja que la nueva empresa se desligue de la empresa original. Mi misión, ya que he decidido aceptarla, definir la estructura técnica de la nueva empresa, antes del verano, y entonces asumir las funciones de IT Manager. O como diría Rosa: "o sea, jefazo, amos".

No creo que sea para tanto, pero el puesto tiene bastante distancia con el anterior, en donde mi máxima preocupación era parecer preocupado para que así todos creyeran que tenía mucho que hacer y en qué pensar.
Los jefes son de Lille, y han contratado un profesor de francés para pulir mis voules-vouz y, sobretodo para que deje de presentarme como Christianne, cada vez que alguien me dice enchanteé.

Las oficinas están a tomar por saco de mi casa, y aunque en un principio decidí ir con mi Kia sufridor, abandoné esta idea después de pasarme treinta minutos buscando un sitio donde dejar a mi chatarra verde esperando hasta que mi día acabara. El polígono industrial estaba a reventar, y cuando se lo comenté a mi nuevo compañero (que para colmo se llama igual que el anterior, así que ya lo odio), me dijo que por eso se compró la moto, porque venir en coche es de gilipollas.

Entonces, viajo en metro. Lo que no está mal si descontamos la mujer que se cuelga de tu hombro, el asqueroso que ya huele mal a las 8 de la mañana, el idiota que tiene la música a todo volúmen como si el móvil fuese un radiocasette, o la vieja que dice que sufre achaques pero corre a hiper-velocidad cuando ve un asiento libre. Cuando bajo del metro, subo al tren (en Chamartín) y miro los paneles informativos para saber en qué anden pararme a esperar. la putada llega cuando la información cambia de golpe y todos, la vieja hiper veloz incluida, salimos corriendo como el ganado que somos para lograr subir al tren que, al vernos llegar, hace buuuuuuuffff y sale disparado.

Ya sentado, abro mi libro. El autor dice que el socialismo no es tratar a todos por igual, sino a los desiguales como si fueran iguales. Me parece interesante, pero cuando quiero seguir leyendo se sienta frente a mí un mariconazo que habla con otro maricón (me imagino) sobre la fiesta de nosequién a la que fueron los nosecuantos. Gritando de vez en cuando. Cierro el libro como queriendo atrapar un tábano, pero él ni se inmuta, sigue hablando a voz en cuello, y sí tío es superfuerte, oooaooo, es que eres una guarra, colega. Subo al máximo el volumen de "Wish you were here" pero David Gilmour parece cansarse también de la locaza que tengo como compañero de viaje y se queda mudo poco a poco. Me largo, y me siento frente a una morena que se ha quedado dormida y babea.

El trayecto de vuelta es el mismo, pero en él voy recordando a mis compañeros franceses y sus historias: uno ha trabajado en Portugal y España, otro en Italia y Francia, y alguno en Suiza y Alemania. Me preguntan de vez en cuando si me gusta viajar y yo digo que oui oui, y a los diez minutos me entregan una reserva de vuelo para la quincena de Mayo porque tengo dos días de reuniones en Lisboa. La cagada.

En casa Sol me espera alegre y yo llego reventado, le digo que todo tres bien, pero que no me gusta el horario, aunque es mejor que estar en casa viendo porno todo el día. Ella asiente y pregunta si quiero ver algo, le contesto que lo que quiera y pone un capítulo de Bones. A los diez minutos me duermo y estoy tan cansado que ni siquiera tengo fuerzas para soñar con Angelina Jolie.