lunes, marzo 21, 2011

Primavera non è più


Anoche, antes de dormir, me dio mi clásico ataque de primavera. No es alergia, no. Es peor.

Cuando era niño, creía que era porque, además de la proximidad de mi cumpleaños, la llegada de la última semana coincidía con el inicio del año escolar. Entonces, se acababan mis días de verano (en Lima, el mundo está al revés) y veía a mamá forrar cuadernos y libros, preparar el uniforme del cole y decirme vez tras vez que me tenía que cortar esos pelos. Yo me negaba, pues papá había decidido que ya estaba bien eso de peluqueros que venían a casa con sus tijeritas y sus perfumitos y que yo debía ir, como todos mis amiguitos, a la peluquería del barrio. Lo odiaba. El peluquero me sentaba en la sillita esa con forma de caballo y me cortaba el pelo usando navajas. No tijeras, navajas, que afilaba en una tira de piel atada en un lateral del caballo. Veía la navaja subir y bajar y me sentía como un pollo de mercado a punto de ser degollado.

- Mami, mira que no me mate, porfi- imploraba, con la barbilla pegada al pecho e intentando ver mi reflejo.
- No pasa nada, papi - decía mamá, mientras hojeaba una revista.

Salíamos de la peluquería, yo con un corte de pelo que parecía un niño de peli de postguerra española. Esas crisis me duraron hasta los trece años, cuando aprendí a escaparme a casa de una amiga con madre peluquera. Cambiaba besos a la hija por cortes de pelo a tijera.

Las crisis adolescentes ya las asociaba a eso de que la primavera la sangre altera y, además de sentarme en cualquier banco de mi colegio sólo para chicos, pensaba en salir apenas pudiese a buscar a las chicas del colegio femenino de al lado. Casi todas eran feas. Pero Magaly no. la esperaba siempre en una esquina, y ella llegaba con sus dos amigas, la gordita y la enana. Creo que el hecho de ser tan guapa, y haber sido elegida reina de la primavera tantas veces le había generado un trauma pequeño que la obligaba a representar a pequeña escala su Comunidad del Anillo. Mis amigos, carroñeros máximos, distraían a la hobbit y al orco y yo me iba con mi Elfa por los parques del Callao. Poco me duró la alegría, pues una tarde primaveral, apareció el Elfo máximo (mientras nosotros veíamos un sunset, con música de Luis Miguel) puso su tabla sobre las piedritas de la playa, se sacó la camisa y bailó sobre las olas de espuma. No la culpé por dejarme, pues el surfer me gustó hasta a mi. Hasta que cumplí los dieciocho, temblaba por las noches previas a la primavera, temeroso de sufrir un nuevo y humillante desamor.

Pasada esa edad, la primavera me mostró su mejor cara. Las chicas comenzaban a mostrar el ombliguito, tiradas panza arriba en el césped de la facultad y yo, desde un balcón estratégico, disfrutaba el paisaje. Un día, sazonado con algunas birras, bajé de mi atalaya y me acerqué a una rubita que me había llamado la atención por dos cosas: leía un libro de Saramago y las piernas le brillaban como si estuviesen hechas de mármol rosa. Me acerqué, con mi libro en la mano (yo también leía al portugués) y le pregunté si ella también creía (como mamá) que yo ardería en el infierno por culpa de que me gustara tanto "El Evangelio Según Jesucristo". Sara me dijo que no, y que si acaso nos encontrábamos en el infierno sería por culpa de mi sonrisa diabólica y de su facilidad para mandar a la mierda a los idiotas. Nos hicimos amigos, comenzamos a salir, y una tarde la besé en los pabellones abandonados de la uni. Un día me dijo que la esperase frente al pasillo de coches. Aproveché entonces para llevar a mis mejores amigos de entonces y, de una vez, presentarles a la chica de la que llevaba semanas hablando. La vimos llegar en una carroza, rodeada de flores y globos y enfundada en un vestido de Bella Durmiente. La universidad entera la había escogido como reina de la primavera.

- Te la tiras? - preguntó Tomy, románticamente.
- Todavía no - respondí, babeando - dame tiempo.

Pero anoche. Anoche entre los estertores de muerte del último domingo de invierno, me vinieron otra vez los sudores fríos. Recordé al peluquero y su navaja, al caballo que sonreía como poseído, a mis libros, a mis cuadernos, mi pantalón gris rata de uniforme, los desfiles, los colores verdes, cartulinas, a mamá y mis poesías del día de la juventud. Recordé a Sara, a Magaly, a la conjuntivitis y a Tomy. En ese orden. Era casi medianoche y en El Larguero hablaban de lo mal que jugó el Aleti y de que Nadal había perdido ya casi la final de Indian Wells. Cogí el móvil y abrí los contactos. El primer nombre que aparecía era el de costumbre, el que sigue al "AAA" que pidió la Cruz Roja que marcásemos como contacto de emergencia. Casi te llamo. Pero no era momento de hundirme, la noche era cálida y me dormí deseando dos cosas: pasármelo bien en Nueva York esta primavera, y que no me dé conjuntivitis, comme d'habitude.

lunes, marzo 07, 2011

Carnaval tiene la culpa


Otro carnaval más que pasa y yo que no voy a la fiesta del Círculo de Bellas Artes. Siempre he querido ir en plan disfraz veneciano, con mi máscara blanca y bailar en el salón de actos como si formase parte de "Eyes Wide Shut". Pero , este año tampoco ha habido nadie con quien me apeteciese ir.

Yulia, Cris, Vero y Bea salieron rumbo a un pueblo perdido de León para ponerse ciegas de comida y alcohol, intercambiando disfraces y ánimos hasta terminar exhaustas y roncas de tanto...todo. Me llegaron algunas fotos del evento, una con una tabla de carnes en la que calculo que hay un jabalí entero y otras en las que mis compañeras de oficina están disfrazadas de viejas. Coincido con Carlos en que, viéndolas así, no nos enrollábamos con ellas ni hartos de vino. Adorables viejecitas: ¿me dais la paga?

Mi carnaval empezó en Boggo, un restaurante de la calle Velázquez, bebiendo cuatro copas de garrafón con Julio e Iván. Hablamos de todo y todas y mientras Iván y yo compartíamos proyectos futuros Julio me mandaba un whatsapp, en el que ponía "mira, a la tía de tu izquierda se le ve el culo cuando se mueve. Y tiene una verruga en la nalga". Miré sin disimulo, pero no pude llegar a la misma conclusión. Pedí una copa más y me la bebí casi de un trago porque Iván ya se iba a casa, y había llegado a vernos en su moto BMW y con el viento, tío, y medio pedo, no me arriesgo y su putamadre. Yo ya quería fiesta. Voló en su megamoto rumbo a su chalet en Barajas. Yo, confiado en mi instinto, doblé a la derecha en María de Molina y cuando quise retomar mi izquierda para buscar Príncipe de Vergara, me distraje y (aún hoy no sé cómo) terminé en Nuevos Ministerios. A las diez y media estaba ya en casa y le mandé un mensaje a Iván para saber si había llegado bien. Me wassapeó tres caritas felices.

El sábado subí a Alcalá a comer con mamá, que me había invitado comme d'habitude. Después de una siesta de tres horas, desperté con ganas de fiesta y salimos a ver el desfile de carnaval. Nos encontramos con veinte pitufos en la plaza de Los Santos Niños y cuando bajamos por la calle Mayor vimos también a los extraterrestre de "V", a un equipo de fútbol americano y a seis barbies dentro de sus cajas. En la plaza Cervantes escuchamos el pregón dado por una karateca campeona del universo a la que nadie conocía y cuando ya me empezaba a sentir seco propuse bajar a un bar a meternos unos cuantos tragos. Descubrí entonces que mi adorado Tony Roma's se había convertido en una taberna de barrio y que los "chicken fingers" que ya saboreaba tendrían que ser reemplazados por tosta de lomo o hamburguesa Rusty. Vimos el partido del Barça y salimos a ver si seguía la fiesta. Raquel me wassapeó y me dijo que si quería quedar con ella, sobre la 1:30. Esta se pincha, susurré, a esa hora no quedo con nadie.

En la plaza ya tocaba la orquesta de turno y el público seguía disfrazado. Papá vio con poco asombro cómo yo me acercaba dando vueltas hacia una Pantera Rosa que giraba como Bisbal. Bailamos "Esclavo de tus Besos" y cuando sonó el Waka-Waka terminamos nuestra relación. El aire invernal me pegó en la cara de golpe e imaginé a la pobre Yulia tiritando en León, con sus piernas bonitas al borde de la congelación. Vamos a ver al Aleti, ¿no? propuse, y mis padres secundaron la moción.

En casa, tirado en el sofá, recibí la llamada de Rubén que decía que se rajaba, que pasaba del cumple de Vero. Mierda, Rubén, contesté, sabes que no puedo ir solo. Pilar apareció en el chat del facebook y dijo que tampoco salía, que mucho frío, que Raquel estaba loca por querer quedar a la una y media. El Aleti ganó 3-1 y, pasada la medianoche, decidí que ya tenía bastante de carnavales. Cogí las llaves del mercedes y me despedí de mis padres. Mamá me pidió que le avisara cuando llegase a casa para saber que estaba bien. Lo hice: le envié por wassap tres caritas felices.

miércoles, marzo 02, 2011

Willy Fucks


Mi primer viaje de verdad fue a un nevado de los Andes, con mis amigos del cole. Uno de ellos no soportó la altura (3200 m.s.n.m.) y se desmayó en plena ascensión. Cuando coronamos la cima, lo veíamos desde arriba como una estrella de mar abandonada en la nieve y forrada de Timberland. Me lo pasé muy bien: comí pan con moscas, bebí vino barato, cené en plena calle y dormí congelado en un hostal de medio pelo. Esa noche descubrí que los profesores también follan y mis amigos y yo nos pasamos el día siguiente bombardeandolos con indirectas del tipo "Profe, ¿por qué tiene ojeras si nos acostamos a las nueve?". Traje de recuerdo una réplica del lanzón monolítico de Chavín de Huantar que duró un año cogiendo polvo en la cómoda de mamá.

Mi segundo viaje fue otra vez a la sierra peruana. Esta vez con amigos de la facultad, que no quisieron creer en mi abstinencia alcohólica y aprovechando mi poca fuerza de voluntad me llenaron de alcohol las venas antes siquiera de que bajáramos del autobús. Conocí la ciudad de los baños del Inca borracho y descubrí que allí las chicas eran guapísimas hasta que hablaban y no se les entendía una mierda. Tenían un acento extraño de erres arrastradas y eses silbantes que me confundía. Me pasé las noches de fiesta intentando hablar con ellas y casi siempre terminaba con alguna turista inglesa o alemana. Traje de recuerdo un queso, una botella de vino que llegó a Lima completamente seca y una resaca del carajo.

Mi tercer viaje fue a Madrid y sólo cargué mi maleta con libros y discos. Volé solo y a mi lado se sentó un hombre que no se decidía entre leer un libro de Química, uno de Voltaire y una revista de coches. El pobre tenía un problema de próstata y se levantaba cada diez minutos al baño. Yo creo que a la altura de las Bahamas, ya meaba aire. Bebí vino y whisky y una azafata me mandó a tomar viento cuando le pedí que me regalase su pin de Iberia, me dormí mal y llegué a Barajas sudando por culpa de que cuando salí de Lima era invierno cerrado y aquí comenzaban ya con fuerza los primeros ardores del calentamiento global. Me llevé de recuerdo la mantita del avión, el libro de Voltaire (La Henriade) de mi compañero de viaje y la certeza de que siempre, siempre, me pediré ventanilla en los vuelos que haga de aquí hasta que muera.

Mi cuarto viaje (paja) fue a Valencia. El de Barcelona es mejor olvidarlo porque esa ciudad es bonita, pero está llena de catalanes. Llegué en autobús, y mamá (que aún cree que tengo 10 años) insistió hasta el hartazgo en ir a despedirme a la estación de Conde Casal. Llegué al piso vacío de mi tío y tuve que comprar de segunda mano una nevera, dos sillones, y una cómoda para meter mi ropa. Caminé por la arena caliente y descubrí que el Mediterráneo nunca está frío y siempre tienes la sensación de que alguien se acaba de mear a tu lado. Descubrí también mi adicción a la paella y a tirarme al sol en plan lagarto, sabedor de que no hay ladrones de monedas al lado. Me traje de recuerdo a Sol, que me duró ocho años.

Mi quinto viaje fue a París. Me quedé en casa de unos amigos cerca de Nation y disfruté mi primer reveillon con cientos de miles de personas al lado, la última noche del año en Champes Elysees. Bebí vino, comí foie, caminé acompañado por la rues más románticas del mundo y visité las tumbas de Victor Hugo y Dumas. Me quise tumbar al sol en Tulleries pero no había sol, y compré en las tiendas de Montmartre en lugar de osar siquiera meterme a las galerías Lafayette. Descubrí lo que es el aire frío del Sena y decidí volver, al menos una vez al año, a esa ciudad con tanto encanto en la que nunca me gustaría vivir. Traje como souvenir llaveros, camisetas y una foto al lado de la torre Eiffel que apenas enmarqué rodó por los suelos y se quedó para siempre con el cristal rajado.

Mi sexto viaje fue a Marruecos. Llegué de noche y el aire seco me dio un bofetón nada más bajar del avión. Quise volver a Madrid a la media hora, horrorizado de que existiese un lugar más caótico que Lima (de donde venía huyendo, al fin y al cabo) y más poblado. Fui convencido de buena gana para quedarme y al día siguiente disfruté de esa civilización desconocida para mí. Vi riads, palacetes, souks, y burkas. Olí curry, pimientos, naranjas y mil especias. Sentí el calor de la gente y el de una cobra que un ambulante bromista me colgó en el cuello. Me dormí cansado en el jardín de un rey y confundí al príncipe con un dependiente de Western Union. Me traje de recuerdo un juego de mesa hecho con maderas y piedritas y unas Converse All Star falsas (que por cierto, no sé donde coño están).

Mi séptimo viaje fue a Roma. Vagué por las calles como un desgraciado, sabedor de que lo que fui a buscar con tanto ahínco ya no existía más. Conocí la casa del papa y vi su colección de tesoros que era tan extensa que terminó por aburrirme e interrumpí la visita para echarme la siesta en sus jardines, al lado de una escultura con forma de piña. Me emborraché de vino blanco y vomité pescado en el muro de Marta con tanta furia y despecho que la pobre tuvo que mandar a pintar la habitación después de mi visita. Me colé en un tren y mi gran sonrisa hizo que la azafata me colase en el vuelo del día siguiente cuando, por mi culpa, perdí el ansiado vuelo de regreso a casa. Descubrí que soy capaz de aprender un idioma en tres meses y me traje de recuerdo un Colosseo horrible que estuvo en el recibidor de casa durante un tiempo y una réplica de La Donna y el Ermellino que mamá tiene hasta hoy.

Mi octavo viaje (joer, sí que viajo, sí) fue a Liverpool, para celebrar que en Toshiba estaban a punto de despedirme. Me empapé de Beatles hasta la médula y bebí pintas como si no hubiera mañana. Viaje en ferry for once in my life y me alojé en una casa de las afueras en la que siempre encontraba, al volver de mis paseos a un adolescente que me saludaba con un desganado, Hi, mate. Estuve a punto de ir a un partido de fútbol, pero preferí romper con mi novia en Queen Square y comer beans & eggs para ahogarme en la pena y los gases. Me traje de recuerdo una taza del Cavern y un parche de Rubber Soul que cosí una tarde de domingo al bolsillo de mi chaqueta de los conciertos.

Mi noveno viaje fue a la capital del mundo. Llegué al JFK de día, con sueño y hablé inglés de Tailandia cuando los agentes de aduanas me preguntaron que qué coño quería yo en New York. Fui de rebajas, y desayuné Snapples y muffin sentado en la hierba de Central Park. Hablé con las ardillas en español y en inglés con un mexicano. Compré en Gap, Barnes & Nobles, Bloomingdales y Chinatown. Bebí margaritas en Broadway y escuché jazz en vivo en un bar de Harlem. Comí en un diner como Tony Soprano y bebí coca cola hasta reventar en un Friday's de Time Square como Mirella. Me traje de recuerdo un reloj Montblanc y las ganas de volver, ya con más calma. Con mi paz. Y por eso me largo allí a celebrar mi cumpleaños. Me recogerá Oscar del aeropuerto, dormiré en casa de John y saldré de fiesta y de compras con Magaly.

Me encanta esto de tener amigos cosmopolitas.