miércoles, mayo 28, 2008

Amigo ¿por qué tomas tanto?


Arturo me pregunta si alguien ha influenciado mis gustos musicales (inclinados de forma abrupta hacia el rock de los 60 y 70) o yo ya era así. Más o menos es la misma pregunta que me hizo Sol hace unos meses, cuando, harta de que escucharme cantar “I am the Walrus”, soltó eso de ¿desde cuando eres tan fan de los Beatles? Entonces, me hundo en una espiral de colores, en plan “That 70’s Show” y recuerdo el principio de los tiempos.

Todo comenzó cuando Luis Miguel sacó ese esperpento de disco navideño, y busqué entre los cientos de discos descargados de Internet hasta encontrar el “Let it be…Naked” que escuchaba cuando hacía páginas web porque su melodía fácil me permitía un trabajo relajado. Aburrido, y frente al PC, busqué la historia del disco y descubrí que había una película que hicieron los Beatles, a modo de documental intentando que quede registrado todo el proceso de creación de un disco. Me pareció muy interesante y busqué más datos sobre esa época. Entonces, entre los resultados de la búsqueda de San Google encontré también un recopilatorio del mejor rock de los 60/70, y lo descargué sin complejos.
Así descubrí a “The Animals” y “House of the Rising Sun”, el “Like a Rolling Stone” de Dylan, comprobé que esa canción que me devolvía la moral en días grises era “Wouldn’t it be nice” de Beach Boys, y que la melodía pegajosa de Shrek pretenecía a “The Monkees” y su “I’m a Believer”, y no a Smash Mouth que la cantaba en el soundtrack de la película.

Como siempre, me entusiasmé con mi gran descubrimiento, que en realidad ya había estado allí y seguí buscando información. Conseguí todos los discos de “The Beatles” y entendí que la mayoría del rock y pop actual venía influenciada por su música. Paul McCartney dejó de ser el viejecito simpático padre de Stella y John Lennon obtuvo un reconocimiento mayor al de ir tatuado en el hombro de la Kika. Leía historias que ellos mismos contaban y en ellas mencionaban a Roy Orbison, a los primeros Stones de “Exile on Main Street” y a The Who y fui entrando más en esa época cuando todo el mundo experimentaba con drogas y música.

Sigo prefiriendo a Santana por encima de Jimmy Hendrix, aunque esto suene a blasfemia, pero en ese aspecto me dejo llevar más por valores sentimentales que por el icono en sí mismo. Y durante todo ese tiempo no dejé de escuchar música actual, para no ser uno más de esos que piensan, equivocadamente, que sólo el rock de los 60 era bueno. Existen bandas como Coldplay, Radiohead y su último “In Rainbows”, el “Neon Bible” de Arcade Fire o incluso el “Dig Lazarus, Dig” de Nick Cave, no dejé escapar los discos de The Good, the Bad and the Queen, ni tampoco olvidé mis discos de los 80 como el “Brother in Arms” de Dire Straits o el insuperable (incluso para los mismos Guns N’ Roses) “Appetite for destruction”.

Hoy mi mp3 está compuesto de:
- Mothership (rematerized edition) - Led Zeppelin
- Love Songs – Billie Holiday
- Cómplices – Luis Miguel
- Axis Bold as Love – Jimmy Hendrix
- In Rainbows – Radiohead
- Dicen que el Alma – Francisco Céspedes
- Plastic D’amour – Nicolas
- Aujourd’hui, maintenant - Experience

Así que como se ve, intento mezclar lo ya descubierto con lo que está por descubrirse. Y aunque no sé si este post ha respondido a las preguntas iniciales, al menos me ha servido de catarsis como casi todos los que he escrito hasta ahora. I tried so hard / And got so far / But in the end / It doesn’t even matter

lunes, mayo 26, 2008

Meet the Parents


Papá volvió de Galicia lleno de ilusión e historias que contar. Mientras lo escuchaba, recordé con ternura mi primer viaje a Salamanca y las mil cosas y aventuras que contaba a quien quisiera oir. Me decía que la comida es buena y barata pero sobretodo abundante, y eso a un peruano como mi padre, fanático del buen comer, le abre las puertas del cielo. Tal fue su ímpetu con la comida gallega que la segunda noche tuvo retortijones e insomnio provocados por el aluvión de carnes, pescados y mariscos que se metió entre pecho y espalda. No podía dormir, contaba, y encima el huevón que dormía conmigo no dejaba de roncar. Me trajo un vino blanco, y le agradecí el gesto, intentando recordar cuando fue la última vez que me trajo algo de sus viajes, y antes de que pudiera leer el año del vino me regaló también una lámina publicitaria de una exposición de piezas de oro, pa’ ti que te gustan los museos, pero se ha jodido un poco con la lluvia. Prometí intentar restaurarla, y no rechacé el regalo imaginando que venía como compensación por romper mi cuadro de Star Wars, que ya restaurado preside una pared de mi nueva casa.

Mamá había preparado una sopa consistente, de esas que parecen llevar todas las verduras del mercado, y nos sentamos a comer después de ver la correcta salida de Fernando Alonso en Mónaco, Kubica le cerró el paso y dejó escapar a los Ferrari y McLaren en un típico caso de no come ni deja comer, que se da mucho en la Fórmula 1. Les conté que las cosas van mejorando poco a poco entre Sol y yo, y que mi trabajo sigue igual de mierda que siempre, tengo menos futuro que el Chikilicuatre, confesé sin ningún pudor y amparado por esa confianza que te da el seno paterno. Sorbí un poco de Heineken mientras papá decía que lo importante era trabajar y mamá miraba a algún punto infinito, pensando quizá si mis hermanos estarían comiendo algo, allá donde estén. Por cierto ¿dónde están los mongolos de tus hijos? pregunté para cambiar el tema.

Mamá dijo que los dos estaban trabajando, ella de azafata para una feria de turismo, o algo así, y él grabando algo para la BBC (bodas, bautizos y comuniones). Llegó el momento del segundo plato, y después de que mamá rechazara mi ayuda (sólo consigo que se quede sentada durante toda la comida cuando estamos en mi casa) vimos a Alonso embestir a Heidfeld y joderse la carrera. Pusimos las noticias en Antena 3. Ha muerto el líder de las FARC. ¿Who cares?

Papá tiene que volver a viajar, esta vez a alguna parte de La Rioja, le ofrezco acercarlo a la estación de tren y él acepta gustoso. Me despido de mamá y le prometo venir a verla más seguido y llamarla cuando llegue a casa, me da pena dejarla solita y triste pero ella me dice que no me preocupe, que mi hermano ha llamado avisando que está por llegar. Sospecho que me engaña para que vuelva tranquilo a mi casa a 30 kilómetros de la suya. Dejo a papá en el tren y ya en la carretera, violando todas las leyes llamó a mamá, ya dejé el bulto, le digo, y la hago reir, ella me dice que está chateando con sus amigas de Lima, ya te llamo luego a tu casa, promete. Llamo a Sol, pero una voz me dice el teléfono al que llamo está apagado o fuera de cobertura, debe estar en el Metro, pienso. Llego a casa y dejo el coche en el parking, subo y encuentro a Sol, que ha vuelto de comer con sus amigas en un restaurante mexicano de la calle Mayor. Papá te ha traído un vino, le miento, qué majo, dice ella y lo mete a la nevera. Pongo un disco de Coldplay y nos tiramos al sofá, a disfrutar de lo que queda del fin de semana. Tengo que buscar una farmacia de guardia, digo, voy contigo, dice, pero ninguno de los dos se mueve del lugar.

miércoles, mayo 21, 2008

No sé tú, pero yo no dejo de pensar


Papá nunca quiso que nos dedicásemos al fútbol. Él lo intentó, pero todo lo que lo rodea (fiestas, mujeres, alcohol) terminó distrayéndolo, junto a casi todo su equipo del objetivo final: hacerse notar y llegar a la selección nacional. Decían que el mejor era mi tío Javier, un 8 de los de antes capaz de dar un pase de treinta metros y ponértela en el pecho, o dando botecitos en el punto de penal, pa’ que la metas nomás, decían los mayores. Papá, llegaba como lo que sería hoy un tercer delantero, muy técnico y capaz de romperte la boca o ponerte el codo en la mandíbula, como hizo Messi con Heinze en el último Madrid- Barça, si te veía que ibas con mala intención. Su equipo ganó todo en el barrio, pero cuando le propusieron entrenar con Alianza Lima, simple y llanamente, le dió pereza y se quedó con sus amigotes de toda la vida. El más malo del equipo, ése al que obligaban a ponerse en el arco, sí aprovecho eso de ya que no vienen tus amigos, ven si quieres, y jugó en Municipal, llegó a la selección y se enfrentó a Maradona. Antes de eso ya se había convertido en padrino de mi hermano, y él, orgulloso, siempre decía mi padrino tapa en la selección.

A medida que fuimos creciendo, nos dimos cuenta que algunos del barrio que eran bastante mejores que nosotros jugando al fútbol, no tenían suerte, ni siquiera por tener lo que papá llamaba buena talla. Iban a entrenar en la YMCA, se compraban sus camisetas y demás, pero ni por esas llegaban siquiera a entrar en el tercer equipo del Sporting Cristal. Mi hermano y yo decidimos estudiar y dejamos los partidos de fútbol para mejor ocasión. Ya en la universidad, el fue campeón y yo me rompí una costilla; él celebró un título y yo perseguí (con poco éxito) durante toda mi convalescencia a las chicas que se me ponían por delante.

Desde hace meses el único contacto que tuve con una pelota fue cuando acudí al llamado de un colega de trabajo, en un colegio de Alcalá de Henares. Creía que el hecho de correr cuatro kilómetros cada dos días, haría que mi agilidad y fuerza de disparo veinteañeras estuvieran allí, listas para ser usadas. Pero cuando recibí el primer pase, me convertí en un giñapo de futbolista, en un pelotero de barrio, en el peor malabarista de la historia y mi disparo llegó dos minutos después a las manos del arquero, que no se rió quién sabe por qué. La cosa no mejoró ni siquiera con el paso de los minutos, y ya resignado me dediqué a correr alrededor de la cancha, a cazar algún pase, a merodear el área hasta que terminó el tiempo de alquiler del campo.
Volví a casa preguntándome cómo me habría quedado la blanquirroja, si hubiera llegado a la selección, y si hubiera hecho tantos goles como Batistuta, o al menos más de 30 para batir ese récord miserable de Teófilo Cubillas que sigue vigente desde 1982. Encontré a mi hermano sentado en el sofá, con su pierna derecha sobre un reposapiés de IKEA. No me preguntó por el partido, me imagino que porque él se rompió los ligamentos cruzados dos meses atrás, en una pichanga. Abrí una cerveza y me senté a su lado, a ver Pasapalabra. Había decidido no volver a jugar con estos tipos, que encima me habían restregado su gran estado de forma en la cara a pesar de ser bastante más viejos que yo. Sonó el teléfono y era papá que llamaba desde Galicia. ¿Cuánto cuesta una ración de pulpo? Le pregunté, pero en realidad quería decirle que mi futbolista había muerto y que ahora me iba a dedicar a coleccionar vinilos o a ver la eurocopa sentado cómodamente en mi sofá.

martes, mayo 20, 2008

Singin' in the classes, music for your masses


Ví a mi jefe en el metro, pero disimulé al máximo sumergiéndome en mi lectura del Calígula de Camus. Las estaciones pasaban y mientras se desarrollaba el primer acto de la trama, llegamos a la Avenida de América, donde solemos coger el mismo autobús. Me vió él, y se sentó a mi lado, muy buenas, dije con la mejor de mis sonrisas falsas y no llegué a entender qué me contestó, pero también sonreía, me imagino que con la misma fiabilidad que yo. Hablamos de House (la serie, que increíblemente Erika no sabía que existía), de la oferta de comida francesa en el Lidl, de próximos conciertos ochenteros (B-52, Christopher Cross, The Police) y demás, mientras leíamos el 20 minutos que le habían regalado en el metro.

Al llegar a nuestra siguiente parada de autobús, donde cada día hacemos un pequeño transbordo para llegar al trabajo, encontramos a una sudamericana que, sentada y escondida bajo su descuidado cabello, escuchaba una especie de bachata postmoderna en su teléfono, y sonaba horrible. ¿No sabes para qué sirven los headphones, darling? Pensé, pero dije, Oye Roberto, creo que te llaman, porque está sonando un móvil. Ella ni se inmutó, pero si levantó la mirada y eso me permitió comprobar que no llevaba las cejas depiladas, como dice Verónica que hacen las sudamericanas. No sé cómo la miraría, o quizá fuera porque Roberto y yo nos reíamos disimuladamente cuando sonó la siguiente canción y yo dije, sin disimulo, anda, esa sí que la conozco, ¿bailamos?

Entonces se levantó, y comenzó a hablar con el teléfono, oye chata, habla juerte que no tescucho, decía, con risitas nerviosas, y yo sospechaba que hablaba con alguien imaginario, pero agradecía que el ruido se hubiera terminado. Llegó el autobús y Roberto subió antes que yo, y buscó ansiosamente un asiento en el bus que venía a medio llenar, mientras yo, callado como una puta, comprobaba que la chica musical se sentaba a su lado. Lo miré de lejos y no pude evitar reirme, esta vez sin fingir, mientras el super bachatazo seguía su curso al lado de mi nunca bien ponderado jefe. Una mujer me cedió el asiento, no sé porqué, y retomé mi libro de Camus, concentrándome en comprender al máximo el francés, y además la historia.

Llegamos a nuestro destino, y al bajar, le pregunté, ¿qué tal el concierto?, y él, divertido, dijo me he quedado a la mitad de la última canción, nunca sabré si los amantes vuelven a verse, o ella se queda con su marido. Entramos a la oficina, y yo me quedé pensando que a la chica esta no le vendría mal una depilación del entrecejo, y un tratamiento capilar, o a lo mejor volver a nacer.

lunes, mayo 19, 2008

Si naciste pa' martillo...


El Mongo llamó a casa, a eso de las seis para pedir más dinero. Estaba en una provincia del Perú, con unos amigos y se había quedado casi sin nada, después de comprar recuerdos para media familia Corleone. Su hermano, comprensivo, le destinó algo más del presupuesto familiar y al día siguiente, después de discutir media hora con una vieja en el banco, recibió el giro que le devolvía la vida para un par de días más. Era uno de esos viajes que se suele esperar con muchas ansias, pero que al pasar tres días en el lugar de “ensueño” acabas harto y deseando volver a tu sofá, a escuchar tu música en casa, a ver tu tele, y a hablar con ese amigo especial. Al Mongo le pasaba eso, quería regresar ya, pero habían pagado tres noches más de hotel y el billete de vuelta era cerrado.

-Un par de días más entre tanto serrano – dijo, mientras comía un poco de vaca, aderezada con cerveza.
- Tranquilo Mongo – le dijo Camarón, sin perder de vista sus tallarines verdes – esta noche la hacemos linda, con las cholitas éstas.

La noche a la que hacía referencia era la noche de La Cueva, una discoteca que en Lima sería de barrio, pero que en Cajamarca era de lo mejorcito. Eso los hacía sentirse más seguros, sin temor a que algún acomplejado los atacara por el simple hecho de ir bien peinados, y sin oler a queso. El Mongo terminó de rumiar la carne, y bebió de un golpe el vaso de vino malo que le habían servido. Camarón hizo lo mismo y salieron caminando del mercado en el que habían parado a comer. Los ambulantes, los olores, las mujeres, todo era distinto y los amigos sólo querían que llegue la noche para irse de juerga y olvidar un poco lo horrible que era esa ciudad. Casi tanto como Lima.

Después de una siesta reparadora que terminó cuando alguien descubrió, gritando, que había un agujero secreto en el baño de las chicas, El Mongo y Camarón comenzaron su ritual pre-fiesta en el que el perfume, la camisa planchada, y el gel para el cabello no podían faltar. El Mongo renegó una vez más de su mala suerte al comprobar que había olvidado el exfoliante, pero se consoló a sí mismo recordando que para el ganado que habrá, no vale la pena ir con la cara tan limpia. Camarón entró de golpe en la habitación y dijo que había cola para ver a alguna de las chicas mientras se bañaba, ¿te animas?, preguntó, y el Mongo, sin dejar de limpiar sus zapatos con desesperante parsimonia le hizo que no con la mano y susurró un casi inaudible, ¿pa’ qué? Si tus amigas son asquerosas.

Salieron del hotel, a eso de las diez, y el taxi que habían pedido los estaba esperando. Le pidieron que se acercase un poco más a la puerta, para no pisar la tierra de la calle y subieron no sin antes comprobar que los asientos no tenían restos de alfalfa o alguna otra mierda que comen los conejos. La carrera costó tres soles, pagaron cinco y bajaron como si llegaran a una premiere de cine.

- Dos Heineken – dijeron a coro. Una guapa cajamarquina les trajo las cervezas y tomaron eso como un buen augurio.

El antro tenía forma cavernosa, con salas a media luz y una pista de baile central con un techo iluminado desde el que colgaban algunas estalactitas de yeso. Sonó una de Maná y el Mongo se acercó a una de las tantas universitarias que pululaban por el lugar. ¿Tú también vienes al congreso estudiantil? Preguntó, ella dijo que sí con la cabeza y él la llevó de la mano a la pista. De reojo veía a Camarón volar al lado de una negrita a la que le sacaba una cabeza. Dejó de sonar Maná y retumbaron los primeros tambores de una batucada. Eso cansa mucho, le dijo al oído a su compañera de baile, vamos a buscar donde sentarnos. Ella volvió a asentir sin hablar y el Mongo se preguntaba ya si no sería muda, la comadre. La batucada seguía retumbando a los valientes que quedaban en la pista, hasta que un grito de horror se impuso sobre los acordes de la Magalenha de Sergio Mendes.

Una estalactita se había desprendido por culpa de tanto tamborileo y, aunque no rozara siquiera a algún bailarín, una de ellos se horrorizó tanto al verla caer que gritó como si la estuviera masticando un tiburón. La música paró de golpe, y el Mongo, fastidiado, llamó a Camarón con un gesto, pidiéndole salir del lugar. Ambos olvidaron a sus acompañantes, y subieron a un triciclo que los acercó a la Plaza de Armas de la ciudad. Vaya mierda de discoteca, los adornos eran provisionales, dijo Camarón, como todo en este país, reflexionó el Mongo. Bajaron por una calle en la que habían estado antes, llena de bares, y entraron al que estaba más lleno. Un grupo de estudiantes de Texas bebían como cosacos, y el Mongo se pegó a una rubia que gracias al alcohol debió confunfirlo con Ricky Martin o algo así porque de inmediato lo rodeó con el brazo y lo llevó a bailar entre dos barriles de acietunas apestosas. Camarón pidió una garrafa de vino, del más caro huevón, no el que venden en el mercado. La noche siguió lenta y aunque ninguno durmió solo, ambos querían volver cuanto antes a sus discotecas en la playa, donde lo único que caía del techo era espuma.

viernes, mayo 16, 2008

Sueños de viernes/lunes


Ayer estuve en la pradera de San Isidro, y me clavaron ocho euros por una ración grasosa de alitas de pollo y otro ocho más por un pan payé, que no es más que un cuarto de baguette con tomate, jamon y un chorro de aceite de oliva por encima. Suerte que llevamos las cervezas que teníamos en casa. Al volver cansados de tanto trajín, nos tiramos en el sofá esperando el fatal desenlace y sabiendo que al día siguiente era viernes/lunes. Casi no cenamos y creo que eso provocó que volviera a tener un sueño de esos en los que nunca sé si sigo durmiendo o ya es la realidad lo que vivo.

Vivía en una casa oscura de mediados del siglo XX, pero en mi mesa de noche se mezclaba la luz de las velas con mis entradas para el próximo concierto de The Police en Arganda del Rey y la revista Esquire, con un multicoloreado Steve Jobs en portada. Las mantas eran de lana de alpaca y olían a semanas sin lavar, pero no llegaban a apestar. Mi pijama era como la de Cristopher Robin, pero bajo ella llevaba una camiseta vieja de Led Zepellin. Cool. En algún lugar alguien escuchaba un viejo disco de Nat King Cole, y me vino a la mente la letra de Yellow de Coldplay: your skin, oh yeah your skin and bones.

Me quedo dormido pensando en que al día siguiente hay que trabajar, y aunque me toque media jornada me jode un huevo. En el sueño, sueño que juego al fútbol con mis amigos de universidad, que Shemi me espera a un lado de la cancha con una botella de Aquarius, pero justo detrás de ella hay una valla publicitaria de España ’82. Acaba el partido y me acerco a besarla, pienso al fin, ya era hora, pero como siempre pasa, justo en el momento en que nuestros labios se van a juntar, despierto y recuerdo un capítulo de Scrubs en que a J.D. le pasa lo mismo y pregunta si no será una disfuncionalidad psíquica. Veo el reloj de mi mesa de noche, que está cubierto parcialmente por uno de esos antifaces que se usan para dormir en los aviones y marca las 17:00 en números rojitos. Pienso en dos cosas: en agradecer al cielo la operación láser que me permite leer sin gafas, y que Sol se ha equivocado al definir la hora en el despertador. Quiero encender la luz y no encuentro el interruptor, entra mi tio Hugo y me asusta, ¿qué haces en mi sueño?, pregunto no sé, yo estaba ahora tocando la batería con Miguel Ríos.

Pongo la hora bien y me vuelvo a dormir. Me despierto sobresaltado segundos después, o al menos creo que ha pasado ese tiempo, y ahora parece que estoy en tiempo real porque hay otro bulto debajo de las mantas, que ya no son de lana de alpaca. No compruebo la realidad, porque la última vez que lo hice seguía soñando y el bulto era en realidad la princesa Leia, con el bikini que llevaba cuando la capturó Java The Hud, y me dijo son abrir los ojos hazme tuya Luke, te quiero más que a Chewbaca. Vuelvo a dormirme, ya tenso creyendo que no oiré el despertador entre tanto sobresalto y llegaré tarde al trabajo. Pasan segundos y suena la alarma, me levanto como un resorte y salgo a la calle, que no es mi calle. Rio y me dejo llevar por el sueño que sigue, y me pongo en la cola del autobús. Detrás de mi llega Alyssa Milano, con una amiga y hablan español del barrio de Salamanca. Alguien las empuja y Alyssa me pide perdón, yo le digo que no pasa nada, sonreímos y le digo mi nombre, yo soy Marta dice ella y su pelo crece hasta ser tan largo como la Marta de Roma que nunca olvidaré. Quiero darle un beso, en plan presentación, pero fallo y la beso en los labios, reimos y lo volvemos a intentar y ahora ella me besa. Nos miramos a los ojos y ahora nos besamos sin más, como en un anuncio de Hugo Boss. Mientras dura el beso pienso dos cosas: que esta vez no se me ha interrumpido el sueño, y la horrible pareja que hacían Billy Cristal y Meg Ryan en “When Harry Met Sally”.

Vamos a un sitio más cómodo dice ella, que le den por culo al trabajo, digo yo.

Salimos de la cola y estoy en mi primer barrio. Reconozco la casa del negro, la librería y el restaurante de don Lucho. Ella me lleva de la mano hasta una casa que tiene dos puertas en la entrada, espera aquí, me dice, y siento frío en los pies, me los miro y veo que voy descalzo. Dentro de la casa se oyen gritos, es la casa que te dejó tu padre, respeta su memoria, dice una voz, a ti qué mierda te importa, es mi vida, dice Alyssa Milano/Marta de Roma y sale dando un portazo. Abre la otra puerta con la llave que le acaban de dar y me empuja dentro, como empujan las mujeres, con esa fuerza que hace cosquillas. El cuarto tiene posters de superhéroes antiguos, de la Marvel, y una cama matrimonial que no llego a ver del todo bien, por que ella se lanza sobre mí, y me llena de besos, yo no me resisto y le toco el culo comprobando lo duro que lo tiene y lo fácil que es llegar bajo su falda de colegiala y dejar que mi dedo (el preferido de Fiorella) haga su trabajo. Pero suena el despertador, y ahogo un grito de frustración cuando compruebo que son las 19:00 horas, justo las que había marcado como destino final. Me ducho y salgo rápidamente rumbo al metro. Una mujer sale del parking de mi edificio, en un BMW gris y para al lado de los contenedores de basura. En su parabrisas lleva un distintivo de residentes que le permite aparcar en las zonas verdes. ¿para qué tiene eso, si tiene parking? Me pregunto. Veo el puesto de periodicos, la parada del autobus, a la chica que reparte periódicos gratuitos y que me odia desde que rechacé uno, hace dos semanas. Bajo al metro y hay un gato al lado de un tipo que canta, mal, una de Bob Marley. La línea 6 va casi vacía, no es normal, sospecho, y creo que sigo soñando. Sigo escuchando el “Neon Bible” de Arcade Fire en mi reproductor mp3 y cuando salgo a la calle, el semáforo se pone verde justo en el momento que voy a cruzar. Cool. Si esto es un sueño ninguno de los imbéciles del trabajo estará en la parada del autobús, pienso. Y no están. Recuerdo mi dedo travieso y el olor de Marta en el sueño anterior, un sueño con olores muy reales. Llego al trabajo y enciendo el PC. Escribo como un loco, esperando todavía que en algún momento suene de verdad el despertador y tenga que salir de la cama, o vuelva a ella y Marta esté a mi lado.

lunes, mayo 12, 2008

Devuélveme el rosario de mi madre


Cuando era niño, el día de la madre era esperado con ansias. Los hijos normalmente pedíamos a papá dinero para comprarle un regalo, y corríamos a la tienda del barrio a comprarle unas flores, chocolates o alguna de esas tarjetas con angelitos horribles y gordos que llevaban en sus manos un lazo con la frase “feliz día mamá” inscrita en oro. Guardábamos el regalo hasta el viernes anterior al segundo domingo de mayo, y aprovechábamos la ceremonia que siempre se celebra en cualquier colegio peruano para homenajear a nuestras queridas mamás. Yo a veces cantaba algo, con mis amigos detrás haciendo como tocaban instrumentos de juguete. Espero, desde lo más hondo de mi ser que mamá haya quemado las fotos tal y como se lo pedí cuando me preguntó en mi 20 cumpleaños, qué quería de regalo. Quema las fotos en las que canto como Pimpinela

Ella también hacía regalos a mi abuela, aunque ésta prefería mil veces un abrazo de un nieto a un reloj de oro dado por un hijo, cosa que nunca nadie supo explicar. Mi teoría era que a mi abuela le tocó toda la vida ser el policía malo al educar a sus hijos, pero cuando aparecimos los nietos, guapos y radiantes (sobretodo yo) dejó de representar ese papel y nos llenó de todo el amor que pudo. A mí, incluso, me dejaba robar juguetes y cromos del “Rincón Mágico” una tienda que inauguró mi tía y que luego mi abuela siguió atendiendo.

El domingo, nos reuníamos casi todos en casa de la abuela materna, en una mesa enorme. Era muy divertido ver a papá incómodo porque prefería comer con su madre, y a mi tío dándole el regalo a mi abuelo seguido de un abrazo y un sarcástico feliz día de la madre, papá. El día del padre, le regalaba algo a la abuela. En esa época sólo a dos de mis tías las habían convertido en madres, y el resto o no sabía del tema o, por el contrario, sabían tanto que veían a los hijos en una galaxia muy, muy lejana.
Después de comer, salíamos a caminar y veíamos a los maridos del barrio, borrachos todos, después de haber celebrado como si fueran los protagonistas de esa fecha tan señalada.

Ahora todo es distinto. Mamá y sus hermanas lo celebran dos veces: una el primer domingo de mayo, día de la madre en España, y el siguiente, que es cuando se celebra en el Perú y balnearios. El mejor regalo posible para ellas es comer en un restaurante peruano, ellas solas, sin hijos ni maridos, hablando de fantasmas, apariciones, chismes y cosas varias. Nosotros les regalamos el primer domingo, pero el segundo, tenemos al menos que comer cada uno con su familia. Nos sentamos a la mesa, y le entregamos a mamá los regalos, comprados ya con nuestro propio dinero. Reímos y hablamos de nuestros últimos viajes a Roma, Lyon, París o Marrakech. Compartimos un buen vino que he escogido porque mamá cree fiel y equivocadamente que soy un gran conocedor, y disfrutamos al máximo hasta que ella, con el tiempo medido, me pide que la acerque al centro de Madrid porque a quedado a tomar café con sus hermanas.

De camino le pido que se quede en mi casa, tomaremos té helado y te enseñaré cómo la hemos decorado, aunque Sol dice que no la he dejado opinar. Se disculpa y dice que ya ha quedado con sus hermanas, y yo, despechado le suelto tus hermanas aburren, aunque en verdad no lo siento. La acompaño al metro y le indico como llegar a su destino, ella se va y me dice que le alegra que no me hayan despedido el viernes pasado, sonrío y le digo que nada es seguro con ese jefe gilipollas, pero que me importa cada día menos. No me oye, ya ha desaparecido en el subsuelo y yo me pregunto si hemos cambiado tanto desde hace mil años, si no hubiera sido mejor quedarnos para siempre en esa mesa enorme riendo todos juntos, con el abuelo borracho y mi viejo molesto, en un barrio perdido del Callao. Ojalá que al menos le guste el DVD de Julio Iglesias, si ella es feliz, yo también, pienso en voz alta mientras vuelvo a casa, solo, caminando por la avenida.

miércoles, mayo 07, 2008

Calle Luna Calle Sol


La familia del Pelao era de las que asustan a cualquiera. El abuelo, era padrino de mi viejo, y ni por esas me respetó cuando un día le toqué el culo a su nieta y me persiguió a patada limpia por todo el barrio. Papá se acercó a él, conmigo de la mano, y le dijo padrino, yo a usted lo respeto mucho, pero la próxima vez que toque a mi hijo le meto un cabezazo. El viejo se quedó de piedra y miró a sus hijos de 90 kilos para ver cuál de ellos lo iba a hacer respetar, pero ellos, que conocían a mi viejo desde niños, miraron al cielo y dijeron claro papá, es que cómo vas a patear así al chiquillo.

La abuela estaba medio loca por culpa de sus hijos contestones y su marido de virilidad intranquila. Todo el barrio sabía que el abuelo se tiraba a una vieja loca apodada la Chilindrina y eso, a la pobre mujer, la trastornó. Dicen que en el mercado, mientras esperaba que le quitaran todas las plumas a la gallina que acababa de comprar, comentaba a otras señoras que oiga mire usted, mi marido me pondrá los cuernos, pero a mis hijos nunca les ha faltado un pan sobre la mesa ni una camisa que ponerse, y las viejas, cornudas como ella, asentían aprobatoriamente mientras preguntaban si iba querer la molleja, o me la puede regalar, vecina…para mi perro.

Los hijos, vecinos de mi viejo desde el principio de los tiempos, habían seguido distintos caminos. El mayor se hizo policía corrupto y, con gran olfato, entró en el escuadrón de control de contrabando. Cada dos días llegaba a casa con radio, tocadiscos, televisores, y todo lo que podía robar a los contrabandistas del mercado central, que al reconocerlo, le daban algo de mercadería para que no dijera nada de su venta ilegal. Su casa parecía una tienda y de vez en cuando algún vecino le hacía un pedido especial del tipo, ¿me puedes conseguir una Sony Trinitron de 21 pulgadas, Willy? Te pago al cash. El segundo, vividor y mujeriego, se hizo taxista al ver que el negocio de la venta ladrillos no le daba muchos beneficios ni le dejaba disfrutar de la noche chalaca. En cambio su VW guerrero lo llevaba por las calles más oscuras y le hacía vivir mil aventuras, mientras su mujer, a la que nunca vi peinada ni sin delantal, lo esperaba fiel cada domingo a las doce después de la misa. El tercero, una mezcla de los anteriores, se hizo regidor municipal, y la última vez que lo vi se había convertido en el tránsfuga más famoso del barrio al pasar de un partido político a otro cambiando su voto para no ratificar a un alcalde investigado por corrupción. Hijo de puta, dicen que gritó el alcalde saliente, mientras el tercero lo miraba protegido por sus nuevos compañeros de partido.

Pero las estrellas de la familia eran las nietas.

La mayor apareció un día de la nada, ya con cinco años y el pelo enredado. Mis amigos y yo creímos la historia que uno de mis tios contó: la habían rescatado de la selva donde hasta entonces había sido criada por dos monos y un jagüar. Tenía sangre selvática y cuando cumplió quince años, le salieron de la nada unas tetas más grandes que mi cabeza, y cambió de inmediato de ser la chiquilla fea esa a la señorita Luz, buenas tardes, ¿no quiere que le ayude con su bolsa del mercado? Ella, sabedora de su encanto, destruyó todos los corazones que pudo y a mí me prometió que me haría un regalo especial cuando cumpliera dieciocho. Me entró tanto miedo que me escondí hasta el día de hoy.
La segunda, también tenía sangre charapa, pero a ella sí la vimos nacer en el barrio y por eso ya no creíamos eso de que sabía gritar como Tarzán cuando llegaba al orgasmo. Tenía cara de manzana y siempre, siempre, había rubor en sus mejillas. Una tarde, mientras jugábamos al fútbol en la calle, su viejo salió como loco y nos preguntó si la habíamos visto. No sabemos nada, Willy, dijimos y seguimos con el desempate de nuestra copa mundial imaginaria. El poli volvió a casa, y ya con su revolver bajó la camisa buscó a su hija por cielo mar y hostales del barrio. Regresó ella solita, feliz y más roja que nunca, a ésta ya la han bautizado, dijo mi tio, que de eso sabía mucho, y yo no entendí nada hasta varios años después.
La menor, era un diablo de cabellos rubios y ojos verdes que nadie sabe de quién heredó. La apodábamos la Gringa y siempre la mandábamos pa’ su casa cuando quería venir a jugar con nosotros. Años después, cuando bailaba en una fiesta en la playa, se me acercó una rubiecita y después de tirar suavemente de mi camisa y provocar mi asombro tras verla no precisamente a los ojos, dijo Hola, ¿no te acuerdas de mi? Soy la Gringa. Sonreí como un imbécil mientras mis amigos lobos me pedían mil veces y sin disimulo que presentara a mi nueva amiga, que qué buena que esta la gringuita, tráela para acá, dile que somos fáciles.

Esa era la familia del Pelao, mi más grande rival del barrio del que me acuerdo cada vez, como hoy, que no llueve, ni hace frio, ni calor, sino todo lo contrario.

martes, mayo 06, 2008

Historia de dos ciudades


Mi nueva casa tiene piscina, un trastero para guardar las cosas, suelo de parquet, aire acondicionado y calefacción. Las paredes están recién pintadas y el ascensor va tan rápido que a veces creo que aún no he llegado a mi destino y que se ha abierto la puerta porque, como pasaba en el edificio antiguo, se ha quedado atascado. El barrio es nuevo y los comercios están ordenados pulcramente, hay contenedores cada diez metros, y una mano misteriosa esconde los desperdicios que algunos vecinos (me incluyo) dejan caer por casualidad fuera de sitio. Huele a hierba y si un día me entran ganas de caminar, tengo el parque del Retiro bastante cerca. Los vecinos visten Massimo Dutti, Zegna, o en el peor de los casos, como yo, en Zara o H&M; conducen buenos coches y los domingos por la mañana puedes encontrártelos en la pastelería que está al lado del NH, con su periódico y sus revistas, dispuestos a disfrutar del descanso que manda el señor. Buenos días, ¿es usted el último? Ah, perfecto, espero entonces.

Al lado de mi casa hay una tienda de antigüedades, desde fuera se ven muñecos, globos terráqueos, lámparas, muebles, y muchas cosas curiosas. La dueña es una vieja que asusta, pero que tiene pinta de saber mucho de su negocio, seguramente le compraré algún adorno y después de una limpieza exhaustiva pase a formar parte de la decoración de mi casa. También tengo cerca una biblioteca, con sillones de cuero para leer la prensa del día, o las revistas del mes; ya tengo carnet. Pero cuando necesito un chino, tengo que cruzar el puente porque el de mi barrio cierra por las tardes, como los bancos.

Al otro lado del puente, está Vallecas, el primer barrio que conocí a fondo ya que allí estaba mi primer trabajo. Ahora que vuelvo a patear sus calles, varios años después, comprendo porqué no me chocó tanto el cambio de país: está lleno de sudamericanos. La avenida de la Albufera está abarrotada de comercios y bares, como si fuera una Gran Vía de barrio. Al salir del metro hay un Carrefour donde antes había un Champion y más adelante un bar de esos con mesas en la calle, lleno de colombianos, ecuatorianos y peruanos. Visten como si aún estuvieran en su país, con zapatillas blancas, bermudas y camisa sin mangas con los botones abiertos hasta el esternón. Los veo de reojo, mientras uso un cajero automático, y vuelvo a sentir el miedo que sentía en Lima de que algún avispado me dejara sin dinero, sin tarjeta, sin cartera y sin zapatos. Creo que ellos, como los perros, huelen mi miedo, y me miran de arriba abajo. Mi viejo diría que están comentando lo pretencioso que soy por vestir con zapatillas de marca y un reloj bonito, hoy que es domingo, y que no es necesario bañarse; yo contestaría que vestía igual en Lima, y que éstos eran serán igual de zarrapastrosos aquí y en la China. Cojo el dinero y camino rápido intentando pasar desapercibido aunque para eso hubiera sido mejor salir en chanclas, con una camiseta de fútbol y un pantalón jean, y sin olvidar el reloj de oro (falso). Frente al chino de Vallecas hay una rubia (como la de la foto) que parece esperar a un amigo, la calle Monte Igueldo no es como la recordaba y ahora hay más ambulantes vendiendo películas pirata frente a la zapatería. Entro al todo a cien, compro un destornillador y unos clavos y salgo, veo que el mercado es ahora un Mercadona, y que las bancas de la alameda siguen ocupadas por yonquis o borrachos. Ha llegado el amigo de la rubia, en un Seat amarillo asqueroso, ella se inclina sobre la ventana y se le ve el tanga debajo de la minifalda. Sube y se van. Vuelvo a cruzar el puente y llego a casa con el destornillador y los clavos, pregutándome cómo puede cambiar tanto el paisaje a tan sólo una parada de Metro de distancia.
Mi padre, al que dejé esperándome, se ha aburrido y queriendo ayudar ha roto mi cuadro con el poster original de Star Wars. No le grito, pero se va de todos modos, mejor sube hasta el Metro Pacífico, le digo, es más seguro y el paisaje es más bonito.

lunes, mayo 05, 2008

Lyon


El Aeropuerto Saint-Exùpery no es tan grande, pero en sus metros cuadrados encontré algo que jamás encontraré en la inmensidad de la T4: una tumbona para esperar la hora de tu vuelo, mientras recibes el sol. Allí sentado recordé mis últimos días en Lyon, la lluvia asquerosa que nos recibió y que hizo que preguntara a Eric si es que el bleu ciel existía en Francia. Rió y dijo que sí, que ya mañana lo vería. Su casa estaba en el centro de la ciudad a pocos pasos de la Place de Bellecour, dicen que es la más grande de Europa, matizaba el guía, y Sol y yo comentamos que como le diga eso a un español éste le respondería: ni de coña, la de mi pueblo es más grande que esta mierda de plaza. Ya no llovía y caminamos por las calles pequeñas, y cada cierto tiempo veíamos esculturas de leones y osos pintarrajeados de mil colores, es por la Bienal que hacemos conjuntamente con Quebec, el León es nuestro símbolo y el oso polar el suyo. Alucinante, a mí me encantó el león que estaba frente al Palacio de Justicia, con una cara asustada saliéndole del culo, todo un arranque de simbolismo, pensé mientras le hacía fotos. Frente al Palacio estaba el Rhône, un río tan navegable como el Seine y que siempre estaba lleno de patos, como en París, me pregunté, no sé por qué, cuánta gente habría en el fondo, cuántos suicidas por un amor despechado habrían llenado de agua sus pulmones, cuántos teléfonos y carteras se habrían hundido allí para siempre. No estaba acostumbrado a tanta caminata, y cuando hubo que subir a una colina para llegar a Fourvière, pedí encarecidamente que usáramos el funiculaire. Lo primero que vimos fue un anfiteatro romano reconstruído, se notaba que era falso pero se agradecía el esfuerzo. Además gracias a él, supe por qué no se había reconstruído el Colosseo di Roma, se notaría a la legua y le quitaría su encanto. Luego llegamos a Notre Dame de Fourvière una basílica oscura, tanto, que mis ojos lloraban del esfuerzo que sólo vi recompensado al ver un gran mosaico con la historia de Santiago de Compostela. Bajamos caminando y volvimos a casa, a ver el partido Liverpool-Chelsea. Eric fue feliz con la victoria del Chelsea, y yo lo odié un poquito.

En mi tumbona verde se me ocurre que es extraño que siendo la ciudad natal del escritor no hubiera encontrado ningún Petit Prince decente, Alcalá de Henares está llena de quijotes y los encuentras hasta en las tiendas de los chinos. No en Lyon donde lo máximo que vi fue un muñequito del tamaño de la palma de mi mano, por 6 euros.

Al día siguiente alquilamos unas bicicletas. El ayuntamiento de Lyon ha puesto en puntos estratégicos de la ciudad bicis que los ciudadanos pueden llevarse, previo pago de un euro la hora, los primeros 30 minutos son gratuitos. Recorrimos los mismos sitios que el día anterior, haciendo una escala en una tienda de discos, donde compré LP’s de “Plastic Ono Band” y la BSO de “Le Proffessionel” con música de Morricone y Bach. Luego seguimos por la ribera del Rhône, donde la gente tomaba el sol sin ningún stress ni preocupación, había señores en traje y abuelas con sus nietos, pero lo que más llamó mi atención fueron las Lyonesas que hacían topless en pleno centro de la ciudad, vive la France. Llegamos hasta el Parc de la Tête d’or y dimos vueltas alrededor de su lago y del pequeño zoo que hay en el centro. Vi un tigre de bengala, un león, un cocodrilo y dos pelícanos, vi tres jirafas, un mono capuchino, dos hienas y cuatro tortugas, vi a dos vallecanos que pedían en español una trina y una caña, rapidito que es pa’ hoy. Bajamos por las líneas del tranvia y llegamos hasta el Stade del Olympique de Lyon, ya había comprado una camiseta y sólo nos detuvimos para hacerme una foto y ver si allí las tazas eran más baratas. Volvimos a casa y cuando aparcamos las bicicletas sentí que mi culo se había quedado en alguna parte de la ribera del rio. Ya por la noche, después de dar una última vuelta por librerías y tiendas de DVD’s de ocasión, invitamos a Eric a cenar para agradecerle la cortesía de alojarnos en su casa. Decidí llevarlo a un restaurante peruano, el mejor de Lyon, para que conociera la cocina de mi país. Le encantó la idea.

Ah, qué bien se está en esta tumbona verde, viendo los aviones pasar.

Había que subir otra vez hasta Fourvière, el metro sólo nos llevaba hasta el Theatre remodelado por Jean Nouvell. En una calle perdida, estaba el restaurante asqueroso del que ni siquiera recuerdo el nombre, el encargado hablaba en español con su cocinero y cuando llegamos le pedí que me trajera un poco de agua, oui oui, monsieur, contestó, dejandome desconcertado. La comida estaba asquerosa, y sentí vergüenza ajena, pero Eric, amablemente no se quejó. Al día siguiente a primera hora nos llevó al aeropuerto y Sol se fue en un vuelo distinto al mío. Por eso ahora, relajado en esta tumbona, tengo tiempo para pensar en lo que disfruté de este puente, lo bello que es Lyon y de lo poco que me importa ya si algún día me despiden del mundo TEC.