lunes, mayo 19, 2008

Si naciste pa' martillo...


El Mongo llamó a casa, a eso de las seis para pedir más dinero. Estaba en una provincia del Perú, con unos amigos y se había quedado casi sin nada, después de comprar recuerdos para media familia Corleone. Su hermano, comprensivo, le destinó algo más del presupuesto familiar y al día siguiente, después de discutir media hora con una vieja en el banco, recibió el giro que le devolvía la vida para un par de días más. Era uno de esos viajes que se suele esperar con muchas ansias, pero que al pasar tres días en el lugar de “ensueño” acabas harto y deseando volver a tu sofá, a escuchar tu música en casa, a ver tu tele, y a hablar con ese amigo especial. Al Mongo le pasaba eso, quería regresar ya, pero habían pagado tres noches más de hotel y el billete de vuelta era cerrado.

-Un par de días más entre tanto serrano – dijo, mientras comía un poco de vaca, aderezada con cerveza.
- Tranquilo Mongo – le dijo Camarón, sin perder de vista sus tallarines verdes – esta noche la hacemos linda, con las cholitas éstas.

La noche a la que hacía referencia era la noche de La Cueva, una discoteca que en Lima sería de barrio, pero que en Cajamarca era de lo mejorcito. Eso los hacía sentirse más seguros, sin temor a que algún acomplejado los atacara por el simple hecho de ir bien peinados, y sin oler a queso. El Mongo terminó de rumiar la carne, y bebió de un golpe el vaso de vino malo que le habían servido. Camarón hizo lo mismo y salieron caminando del mercado en el que habían parado a comer. Los ambulantes, los olores, las mujeres, todo era distinto y los amigos sólo querían que llegue la noche para irse de juerga y olvidar un poco lo horrible que era esa ciudad. Casi tanto como Lima.

Después de una siesta reparadora que terminó cuando alguien descubrió, gritando, que había un agujero secreto en el baño de las chicas, El Mongo y Camarón comenzaron su ritual pre-fiesta en el que el perfume, la camisa planchada, y el gel para el cabello no podían faltar. El Mongo renegó una vez más de su mala suerte al comprobar que había olvidado el exfoliante, pero se consoló a sí mismo recordando que para el ganado que habrá, no vale la pena ir con la cara tan limpia. Camarón entró de golpe en la habitación y dijo que había cola para ver a alguna de las chicas mientras se bañaba, ¿te animas?, preguntó, y el Mongo, sin dejar de limpiar sus zapatos con desesperante parsimonia le hizo que no con la mano y susurró un casi inaudible, ¿pa’ qué? Si tus amigas son asquerosas.

Salieron del hotel, a eso de las diez, y el taxi que habían pedido los estaba esperando. Le pidieron que se acercase un poco más a la puerta, para no pisar la tierra de la calle y subieron no sin antes comprobar que los asientos no tenían restos de alfalfa o alguna otra mierda que comen los conejos. La carrera costó tres soles, pagaron cinco y bajaron como si llegaran a una premiere de cine.

- Dos Heineken – dijeron a coro. Una guapa cajamarquina les trajo las cervezas y tomaron eso como un buen augurio.

El antro tenía forma cavernosa, con salas a media luz y una pista de baile central con un techo iluminado desde el que colgaban algunas estalactitas de yeso. Sonó una de Maná y el Mongo se acercó a una de las tantas universitarias que pululaban por el lugar. ¿Tú también vienes al congreso estudiantil? Preguntó, ella dijo que sí con la cabeza y él la llevó de la mano a la pista. De reojo veía a Camarón volar al lado de una negrita a la que le sacaba una cabeza. Dejó de sonar Maná y retumbaron los primeros tambores de una batucada. Eso cansa mucho, le dijo al oído a su compañera de baile, vamos a buscar donde sentarnos. Ella volvió a asentir sin hablar y el Mongo se preguntaba ya si no sería muda, la comadre. La batucada seguía retumbando a los valientes que quedaban en la pista, hasta que un grito de horror se impuso sobre los acordes de la Magalenha de Sergio Mendes.

Una estalactita se había desprendido por culpa de tanto tamborileo y, aunque no rozara siquiera a algún bailarín, una de ellos se horrorizó tanto al verla caer que gritó como si la estuviera masticando un tiburón. La música paró de golpe, y el Mongo, fastidiado, llamó a Camarón con un gesto, pidiéndole salir del lugar. Ambos olvidaron a sus acompañantes, y subieron a un triciclo que los acercó a la Plaza de Armas de la ciudad. Vaya mierda de discoteca, los adornos eran provisionales, dijo Camarón, como todo en este país, reflexionó el Mongo. Bajaron por una calle en la que habían estado antes, llena de bares, y entraron al que estaba más lleno. Un grupo de estudiantes de Texas bebían como cosacos, y el Mongo se pegó a una rubia que gracias al alcohol debió confunfirlo con Ricky Martin o algo así porque de inmediato lo rodeó con el brazo y lo llevó a bailar entre dos barriles de acietunas apestosas. Camarón pidió una garrafa de vino, del más caro huevón, no el que venden en el mercado. La noche siguió lenta y aunque ninguno durmió solo, ambos querían volver cuanto antes a sus discotecas en la playa, donde lo único que caía del techo era espuma.

No hay comentarios: