viernes, noviembre 30, 2007

Danza Rota



Carlos es guitarrero. No lo supe hasta mucho después de conocerlo, y en principio pensé que su talento era como el de la Kika, o sea, que sólo sabía sacar de la guitarra las notas de “cumpleaños feliz”. Las chicas de la editorial en que trabajábamos le tenían un especial aprecio, y decían de él que era un caballero y que siempre estaba dispuesto a ayudarlas. Obviamente yo estaba en el polo opuesto: era un pendenciero y siempre estaba dispuesto a levantármelas (a todas menos a la gorda secretaria de la señora Chela, o a su hija, fea como un callo). Nos hicimos amigos con facilidad, sobretodo porque a ambos nos gustaba la música y también porque los dos creíamos que Tomy era un personaje de Cartoon Network que había traspasado los rayos catódicos para convertirse en un ser casi real.

Una tarde me invitó a un concierto de su grupo. Era en el parque de Miraflores, por la noche y hacía un frio del carajo. Se supone que iba a ir media empresa, pero al final estuve solo, allí, sentado en esa especie de reducto que compartian músicos amateurs y cómicos ambulantes. La gente se quedaba a escucharlos a medida que las canciones iban tomando fuerza, y yo comprobé que Carlos superaba por mucho a la Kika en cuestiones guitarreras. El grupo se llama Danza Rota y esa noche me los presentó. La Chata tocaba la guitarra acústica, Carlos la eléctrica y los hermanos Bastante se encargaban de la batería y la voz. Según creo recordar Dick, el cantante, era novio de la Chata (de la que nunca supe su nombre). Volvimos juntos a San Miguel, en donde vivían, escuchamos un par de canciones de Pink Floyd y allí los dejé, soñando con la fama, que ya les había sonreído un poquito, pues tenían un par de entrevistas publicadas en los diarios y anunciaban sus actuaciones radios locales.

Dias antes de escapar de Lima, me di una vuelta por la feria del libro que había en el jiron Quilca (frente a la calle de las putas). Quería comprar unos cuantos libros piratas para regalar a mis tíos al llegar a Madrid. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que vi a Danza Rota reunido, justamente en un local del centro de Lima, llamado el Averno. En la feria había un par de puestos de música alternativa, que es como llamamos los peruanos a todo aquello que no suena en el transporte público (combis, buses y taxicholos), y para mi sorpresa estaba el CD de mis amigos de San Miguel. No lo compré, pues tenía la avara esperanza de que Carlos me regalara uno firmado por los cuatro integrantes, pero no fue así y volé a Europa sin escuchar nunca una grabación suya. Le escribí un par de años después, cuando me dio un ataque de nostalgia, y le pedí un CD, asi sin más. Me contestó que esa primera edición se había agotado (no sé si eso es bueno o malo) y que estaban grabando un segundo disco, me dijo también que él y la chata eran pareja ahora, y que Dick, no sabía porqué, había dejado el grupo y tenían un nuevo cantante.

Me dio la dirección de su página de MySpace y comprobé que Carlos seguía siendo un buen guitarrista que admiraba demasiado a The Edge y a los primeros discos de Soda Stereo (que eran una mala copia de U2), y también que la voz del nuevo cantante no me transmitía mucho ni me ponía los pelos de punta, como hacía Dick al cantar (sin mariconadas). Sigo esperando el CD firmado para ponerlo en casa de vez en cuando, porque creo que merecen sonar más allá de la estación de Barranco o los parques de Miraflores.

lunes, noviembre 26, 2007

I want you (she's so heavy)


La única (o al menos, la que más recuerdo) mujer que me hizo temblar las rodillas con su sola presencia, había desaparecido de la faz de la tierra, hace unos años ya. La busqué por cielo y tierra (o sea, internet), pero no obtuve más resultado que un simple par de pdf’s con información sobre sus últimos proyectos universitarios. Mis amigos tampoco tenían mucha información: Tomy se había perdido en el ciber-abismo para siempre desde la última vez que se cambió de nick y rompió la cadena que él mismo había creado (la cadena consistía en invitar a sus amigos a hi5, y luego cambiar de nick para invitarte a yahoo groups, y cambiar nuevamente de pseudónimo al descubrir las bondades de neurona.com, etc.) porque me llegó al huevo seguir persiguiéndolo. Él era mi mejor arma para localizarla porque tenían un amigo en común: Hamilton, un odioso aspirante a músico al que ambos denominaban como “lindo” y yo imaginaba como un cruce zoofílico entre Tommy Lee y un guanaco.

Dejé de buscarla durante meses, 13 para ser exactos, coincidiendo con mi “periodo Elvis” en que me dediqué a engordar y beber abundante cerveza mientras veía spaguetti western como único deporte. Durante ese tiempo la recordé alguna vez, cuando por casualidad aparecía en un mi tele algún capítulo de “Sweet Valley” o en el “Diario de Patricia” la horrible presentadora preguntaba algo como ¿quieres saber que pasó con tu primer amor?, pero un buen plato de macarrones con queso o una ración de alitas de pollo me hacían volver al colesterólico mundo mío. Eso se acabó cuando conocí a la tía buena, y (sobretodo) cuando tuve que desprenderme de mi pantalón favorito porque simple y llanamente no me cerraba y además me hacía los huevos tortilla si permanecía sentado más de dos minutos.

Para colmo en los examenes médicos anuales (pagados por el señor Toshiba) mis niveles de colesterol estaban ligeramente por encima de la media, y eso disparó todas mis alarmas paranoicas. Decidí cambiar de dieta, la sangre comenzó a circular mejor y el flujo retomó su acostumbrada velocidad, haciendo aumentar de forma ostensible mi casi olvidada testosterona. Lee Van Cleef y Gianni Garko me vieron con menos frecuencia y las noches de ensaladas y sopas se volvieron una rutina.

Y Arturo llegó del más allá y en una de esas charlas ilustres, me dijo, en pocas palabras, que estaba harto de que siempre le preguntara por ella.

- Quieres información? Preguntó
- Of course – respondí, canchero y cagado de miedo

Seguimos hablando de otras cosas por el Gtalk, que si el fútbol, que qué vergüenza la goleada ante Ecuador, que si deberíamos dedicarnos al badminton. Me preguntó si habían muchos racistas en España, como ese que pateó a una ecuatoriana en el metro, 120,000 según el último censo, le contesté, pues lo había visto la noche anterior en las noticias. Me contó que su hijo ya había cumplido un año, y fue en ese momento, en que había bajado la guardia por culpa de la emoción cuando me mandó el e-mail con los datos de mi amor platónico sempiterno y pluscuamperfecto.

- Te ha llegado?
- No - mentí, pero en realidad estaba petrificado.

La foto no mentía, decía más que un millón de cuentos y me definía a 3 mega píxeles la cara súper redonda de Shemi. Me engañé mil veces pensando que no era ella, que quizá sería su hermana (con la que tenía prohibido hablar) que había sufrido una intoxicación por ingesta masiva de mazamorra morada, que estaba haciendo un globo con un chicle cuando le hicieron la foto, que esa foto era de un día en que estaba pintando su casa y por eso tenía una camiseta vieja y estaba más despeinada que Andy Warhol, que quizá, ella también tiene derecho, estaba atravesando por un “periodo Elvis”. Pero no, no había rewind, era ella y me imaginaba a Arturo retorciéndose de risa en su silla de Nokemens (Nokia y Siemens, que se acaban de fusionar). No sé si volveré a soñar con ella, pero si lo hago, creo que seguiré viéndola como era antes, cuando era capaz de que 730 alumnos (unos más, unos menos) la eligieran como la más ricotona de la universidad, durante 3 años seguidos; seguiré recordando cómo era capaz de hacer que todos, alumnos y profesores, giráramos el cuello como Reagan al verla pasar (hasta que inventé el truco del espejito); recordaré para siempre su voz fina, dulzona, de turrón Doña Pepa diciéndome una tarde de otoño chalaco: “no puedo salir contigo, porque tengo que lavarme el pelo"

jueves, noviembre 22, 2007

Leyenda urbana entre Faucett y Colonial


Escuchando un programa de radio en el que se hablaba de leyendas urbanas, me vino a la mente uno de mis más duros recuerdos. La leyenda era sobre la archiconocida chica de la curva, y trata de una mujer que aparece en la carreteras oscuras, haciendo autostop. Si algún buen samaritano la recoge, ella les ofrece animada conversación durante un tiempo, pero, misteriosamente, al pasar junto a un cementerio cercano, la mujer desaparece del asiento trasero del coche, sin que éste detenga siquiera su marcha.

Esta leyenda ha tenido muchas variantes, cada una más disparatada que la otra, pero no por eso dejó de ser popular. La que más recuerdo era la del motorista que, una noche lluviosa de fiestas populares, encontró a una atractiva joven mojada hasta los pies, esperando un bus que nunca llegaba; él, caballero donde los haya, se ofreció a acercarla a casa, y al ver que ella temblaba de frío, le prestó su chaqueta de motero y cuando llegaron a su destino, la invitó a salir al día siguiente, so pretexto de recuperar su chaqueta. Ella accedió, pero cuando el chico volvió a la hora acordada, la madre, enojadísima, le dijo que ya estaba bien de hacer esas bromas, que estaba harta, que su hija estaba muerta hace dos años ya. El motorista, creyéndose víctima de un robo, pidió a gritos su chaqueta, y la madre lo guió hasta el cementerio para ver la tumba de su hija, ya que él no quería creer la historia de la muerte. Grande fue la sorpresa cuando al llegar al cementerio vio la tumba con el nombre y la foto de la chica que llevó en su moto la noche anterior, pero mayor fue la impresión de ambos al ver sobre la tumba la chaqueta del motorista.

Esta leyenda era mi favorita, y siempre la contaba cuando ya con algunas copas de más, mis amigos y yo intentábamos relajarnos tras una noche de juerga. Pero una tarde, cuando iba muy borracho y no sabía si el norte era el sur, subí a un taxi en la avenida Colonial, cerca de la universidad. Le pedí al conductor que me llevase al aeropuerto y ya desde allí lo orientaría hasta mi casa. No hay problema, joven, me contestó él, pero usted no va a desaparecer sin pagar ¿no? Su pregunta me indignó, pero no quise hacer caso, no suelo hablar con los taxistas, ni con la gente que se sienta a mi lado en el bus. No pareció importarle mi desaire y siguió escuchando la radio. Al llegar a la gasolinera que está frente a la base naval de Callao, detuvo el taxi, tengo que echar gasolina, flaco, me dijo y se fue sin más. Tardaba mucho en volver para mi gusto, que en mi alcoholizado tiempo y espacio sentía cada minuto lejos de mi cama como eterno. Inquieto, me puse a jugar con la radio del taxi, pero ninguna emisora daba señal, me entretuve leyendo los stickers de la guantera, y admirando su banderín de Alianza Lima que colgaba del espejo retrovisor. Quise esperar más, pero vejiga llena pudo más que mi civismo y bajé a mear justo detrás de un camión cisterna. Cuando quise volver al taxi, éste había desaparecido. Me acerqué a un hombre que echaba gasolina en el surtidor de al lado y le pregunté por el taxista furtivo, ¿te ha robado algo?, preguntó, pero le dije que no, que todo lo mio lo llevaba encima. Me miró asustado y me dijo que a esa gasolinera, una vez, llegó un taxista ensangrentado que había sido víctima de un atraco en el cruce de Faucett y Colonial, cuentan, me dijo, que el taxista murió antes de que llegaran las ambulancias (algo muy común en Lima, donde el tiempo de respuesta para estos casos es de casi una hora, siempre), pero que no se cansaba de repetir una sola frase, “querían bajarse sin pagar”. Desde entonces, finalizó mi entusiasta interlocutor, de vez en cuando un taxista misterioso, no digo yo que sea el mismo, recoge algún incauto y lo deja abandonado aquí, hasta que se aburra y baje por su propio pie del taxi para buscar al conductor, pero cuando no lo ve por los alrededores y vuelve a la gasolinera, el taxi ha desaparecido.
Me reí sin ganas, y le agradecí la historia. Sabía que era imposible que encontrara otro taxi a esas horas y frente a la base naval, así que caminé hasta casa. Eran solo 800 metros los que me separaban de mi cama, pero se me hicieron eternos y se me quedó grabada para siempre la voz alegre de aquél taxista que me abandonó. Desde entonces desconfío de ellos, aunque me ha dicho mi padre que, en este caso, use el mismo remedio que usé para quitarme la fobia a los perros: “piensa que siempre, ellos tienen más miedo que tú”

martes, noviembre 20, 2007

A la loca (con cariño)


La ultima vez que la vi, creo que fue en la universidad, una noche de esas en que el frio de Lima hacía que mis manos se pusieran de color morado. Arturo siempre se burlaba de eso. Yo llegaba tarde, como de costumbre, a mis cursos de propedéutico, que eran una especie de repaso general (bastante caro) de todo lo que había estudiado en la universidad; si al final de ese curso mis notas eran satisfactorias obtendría el título profesional, tan idolatrado por mis paisanos de clase obrera. Me pregunto, ¿no habría sido mejor estudiar sólo, y nada más que el propedéutico? Asi me hubiera evitado el mal rato de aguantar a tanto inutil en labor docente que inundaban (y temo que lo siguen haciendo) las aulas de la universidad del Callao.

Pues eso, que llegaba tarde y ella estaba sentada en una de las heladas bancas de concreto armado con que estaba adornada la facultad, la vi de lejos y le hice chau con la mano. Ella me lanzó un beso y se rió. Entré al aula y la profesora, que era inexplicablemente parecida a una de mis mejores amigas, se mataba intentando explicarnos la improtancia del Just in Time en la gestión de la cadena de suministros.

- El ERP es el futuro, alumno, sin él la gestión de los activos, las entradas y salidas de un almacén, etc. No podrán ser gestionadas como debe ser, pues.
- Eso significaría reducción de personal, ¿no magister?
- De ninguna manera, alumno, el personal debe ser capacitado adecuadamente para aprovechar al máximo las nuevas tecnologías. Y no me diga magister, por favor, soy ingeniera como será usted en pocos días.

Yo seguía la clase con atención, pero eso no me impedía seguir recordando, pendejamente, a mi amiga besucona. La gente decía que estaba loca, pero yo sabía que eso no era verdad. Como mucho un poco rayada, pero ¿quién es normal en el Perú? Nadie, es difícil lograr la normalidad si has vivido en un barrio humilde, sin agua ni luz, con terrorismo y uno que otro gobierno aprista. Así que la loca era un producto más de nuestra sociedad, y sabía ser tierna cuando quería.
Lo nuestro (si se puede llamar así) comenzó una tarde-noche en que, para variar, nuestro ilustre profesor había llamado a la facultad para decir que no habría clase, pues estaba inmerso en un proyecto importantísimo y no lograba decifrar aún porqué Oracle no le hacía las preguntas precisas a SQL. Se me acercó sin disimular, nos saludamos, y luego de algunas risas me invitó a ir al cine.

- ¿Qué película vas a ver?
- La que sea huevón, ¿te animas?
- Si me lo pides así, románticamente, ¿cómo podría negarme?

Fuimos a un cine mediopelín de San Miguel, y vimos “Antz”. No le metí la mano ni nada por el estilo, me limité a ver la película y cuando me entraban los picores me imaginaba que estaba sentado con uno de mis amigos, y se me bajaban todos los humos.

Después caminamos un poco, no me acuerdo bien por dónde, y me contó que a veces la gente la miraba raro, sobretodo después de que confesó que era adicta al sexo. En ese momento, me pasé mi Halls y estuve a punto de morir asfixiado. Ella lo notó y se cagó de risa.
Salimos un par de veces, (si acompañarla a la escuela infantil, donde trabajaba, se puede llamar “salir”) pero cuando ya la cosa se ponía demasaido seria para mi gusto, decidí dejar de verla. No respondía a sus llamadas, y la evitaba en la universidad, teníamos amigos comunes a los que también dejé de ver, e incluso comenzaron mis periplos por la facultad de Química, donde Shemi me conquistó para siempre (ella la llamaba “la calabacita”, en honor a la hija de Al Bundy). Una tarde, mi teléfono sonó, en ese tiempo no tenía display para ver el número del emisor.
- Hola, soy yo – dijo, asumiendo que reconocería su voz.
- ¿Quién yo? – dije, perezoso.
- Yo, pues, huevas, no te hagas.
- Ah, ya sé quien eres. ¿qué pasa?
- Ven al centro de Lima, quiero verte.
- No sé flaca, no tengo ganas. Y estoy seguro de que tengo que estudiar algo, pero no sé qué.
- ¿Y si te digo que nos vamos a acostar?
- …

Fue la última vez que salimos. Semanas después, y tras descartar un embarazo psicológico, dejamos de salir para siempre. A veces nos veíamos por los pasillos, como esa tarde del propedéutico. Pero nada más. Arturo dice que se ha casado y tiene hijos, que ya se ha retirado del baile profesional y ahora es una señora hecha y derecha.

- Le mandaré saludos de tu parte, porque me imagino que te acuerdas de ella – me escribe mi amigo en el Gtalk.
- La recuerdo, desnudamente – respondo, y usamos algunos smileys para reírnos.

viernes, noviembre 16, 2007

Dôzo yoroshiku, jefazo


Un entusiasta e-mail de la jefa de recursos humanos y asuntos varios nos informaba de la próxima visita del jefe jefazo de Toshiba en el mundo mundial. De vez en cuando llega algún japonés a nuestras oficinas en Madrid, me imagino que para comprobar las condiciones de trabajo, infraestructura, color de las paredes y si nos bañamos y/o usamos shampoo. Cuando eso ocurre, nos llega un e-mail de estrcutura similar a éste, pero siempre nos limitamos (nosotros, los que no llevamos el membrete “manager” en nuestras tarjetas de visita) a verlo de reojo y a soltar uno que otro “nais tu mitllú” cuando lo tenemos demasiado cerca. Pero esta vez prometía ser diferente.

Había trasnochado viendo “Pathfinder”, una especie de Rambo versión vikinga, que sirvió para pensar en mis cosas mientras se desarrollaba la acción, pero que al menos fue infinitamente más entretenida que la mierda de película llamada “Pudor” que había visto la noche anterior y estaba basada en un libro homónimo de Santiago Roncagliolo. Por eso esa mañana iba bostezando en el bus más que de costumbre. Mandé un SMS intentando ganar entradas para el próximo concierto de Marilyn Manson, pero al instante recibí la notificación de que había perdido, y que podía seguir intentándolo. Al llegar al oficina, la jefa de recursos humanos, asuntos varios y gran amante del color negro, estaba parada en la puerta del edificio con un cartelito como los que llevan los taxistas del aeropuerto que decía: “Welcome to Spain” en grandes letras rojas.

- Gracias, que bonito detalle, pero he llegado ya hace más de seis años – le dije.
- Tienes una mancha de café en tu camisa – contraatacó.

Después de limpiarme la mancha de café de la camisa, ordené como mejor pude mi escritorio. Busqué también en Internet algún saludo en japo por si al jefazo se le ocurría pasar por allí, me pareció que sería un detallazo hablarle en su propio idioma (aunque a mi no me gusta que lo hagan cuando estoy en Francia). Pero como me imaginé, sólo les tocó a los jefecitos verlo, y abrazarlo. Era bastante ridículo verlos correr de arriba abajo, llevando café, poniendo una tele de plasma con videos corporativos, acomodando muebles, etc. Ya nos habían preguntado si conocíamos algún tablao flamenco para llevar al japo, pero creo que si querían enseñarle al visitante ilustre algo “tipycal spanish” bastaba con dejarlo ver cómo se organizaba todo a última hora.

Al fin llegó y todos los jefecitos se pusieron en la puerta formando un pasadizo humano, al verlo bajar del taxi, las reverencias en japanese mode comenzaron y yo, desde lejos, no podía soportar la vergüenza ajena. Como sospeché, a nosotros ni nos miró (a ellos tampoco mucho, pero alguito), y mi única participación en el evento fue cuando la jefa de recursos humanos, asuntos varios y fotógrafa oficial, me llamó para que les hiciera una foto, porque ella también quería salir en ella y enseñarla a su familia.

- Júntense un poco más.
- Haz dos, por si acaso.

Volví a mi sitio y el japo subió rapidito a su taxi, sin sonreir siquiera, y se largó. Los jefecitos volvieron a sus mesas soportando la humillación, para jugar al tetris o a leer el Marca. el letrerito de bienvenida se quedó para siempre en la puerta y en la cocina se quedó el café servido y las galletitas compradas especialmente para la gran ocasión. El japo debe estar ya en su oficina preguntando:
- ¿A qué ciudad vamos mañana?
- A Lisboa, señor.
-¿No estuvimos allí, ayer?