lunes, agosto 18, 2008

Más sabe el diablo


No puede ser, el payaso no falla, nunca me había fallado. Todo es culpa de la idiota esa, que siempre está diciendo que si su viejo se entera, me va a matar. El Mongo baja por la calle polvorienta, pateando piedras y mirando con asco a todo el que se le cruzaba, dejando salir toda su bronca con los pobres transeúntes. ¿Quién te compra la ropa, compadre? ¿Qué me miras, huevón? ¿Te debo? Tuvo suerte de llegar a casa intacto, aunque el primo de la Charapa estuvo a punto de arrojarle una piedra, por la espalda, como era su costumbre.
Puso un disco de Dolores Delirio, y se tiró en la cama a pensar. Qué mal has quedado, huevas, se decía, una chibola te ha dejado hecho mierda, has sido más rápido que Flash. Recordó a su abuelo, y la conversación que tuvieron cuando el Mongo encontró sus botellitas de la felicidad, mientras buscaba una revista deportiva. Es Ginseng, Jalea Real, Maca y ancas de rana, le dijo, un levantamuertos que me hace mi casera del Callao, para cumplir con las chibolas, buenazo. El Mongo, que entonces tenía 12 años, no entendía nada y el abuelo deslenguado no se guardó nada al momento de la explicación, era su nieto preferido y cada vez que le hacía una pregunta se la contestaba sin miramientos: ¿la vecina está loca? ¿qué es una querida? ¿para qué son estas botellitas marrones?.

Lo sentó en sus piernas y le contó que, a veces, algunas chicas del club de vóley que él tenía (y que había ganado casi todos los campeonatos del barrio), le hacían ojitos y él no las podía decepcionar. Entonces, cuando veía que la cosa no funcionaba, se tomaba un sorbito de su preparado y, listo el pollo, cumplía como los machos. El abuelo siempre estaba sonriente, y las jugadoras (de vóley) llegaban a su casa después de cada partido ganado. El Mongo se guardó el secretito de la virilidad, pensando en utilizarlo como chantaje cuando quisiera algún regalo especial. Pero no fue hasta esa tarde/noche cuando intentaba recordar la receta y la dirección de la casera del Callao para comprar el menjunje, volver a la casa de la chibola y hacerle girar los ojos como si fuera una máquina tragamonedas de la avenida Wilson.

No podía recordar la maldita dirección, y le daba vergüenza preguntar al abuelo. En la universidad buscó algo más de información y una amiga suya le dijo que era psicológico, que tenía complejo de culpa por tirarse a una chibola tan chibola y eso complicaba la situaçao, chochera. El Mongo se quedó un poco más tranquilo, pero le faltaba algo, buscó a una ex y le dijo dime la verdad y quítame esta duda. Ella, dolida aún por la ruptura de meses anteriores, se negó a confirmar o desmentir la temprana impotencia del Mongo, que, acorralado, y sin armas con que defenderse, recurrió a lo más bajo, rastrero y ruin que un ser humano puede hacer. Le dio un par de besos engatuzadores y se la llevó a un hotel cercano a la universidad. De camino recibió un mensaje del Gitano (al que ya le había contado su humillante secreto) en su Ericsson recién comprado: Monguito, dice Mariana que eso te pasa por cacherito. Sorry, vendí tu secreto por un cuarto de pollo.
La cagada.

En el hotel, la ex no opuso mucha resistencia y un par de batallas después, el Mongo recuperó la sonrisa, la autoestima y nos vemos con Los Panchos, la besó en la mejilla, oye que esto ha sido un error, que mejor que no nos acostemos más, tu tienes tu enamorado, blablaba, y la subió en su combi. Mandó un mensaje al Gitano: ya te cagaste huevón, le voy a decir a todos que matas mendigos por las noches.
Volvió a su barrio de mierda y preparó la escena del crimen. Ella llegaría pasadas las seis y el Mongo copió una canción cualquiera en mil post-it. El último papelito estaba pegado en la puerta de su habitación con una sonrisa dibujada. La chibola entró, el Mongo le dijo acércate más, y más, y más, pero mucho más, y ella cerró las ventanas del cuarto, buscando la oscuridad.

Dos minutos después (como mucho), ambos miraban al techo infinitamente insatisfechos.
- Pero con la otra ¿campeonaste? – pregunta Mariana, divertida y ahogando la risa.
- Sí – dice el Mongo – pero con la chibola, nancy.

Salen de Larcomar y bajan caminando por el malecón. Un fumón se acerca y les pide un sol. Le dan una moneda y se aleja diciendo gracias varón, tabuenaza tu gringa. Mariana vuelve a respirar (siempre aguanta la respiración cuando ve un vagabundo) y mientras acaricia la cabeza del Mongo, le dice mándala a la mierda Monguito, ya te lo hemos dicho un huevo de veces. Él, mirando al mar, sólo quiere recordar, como sea, carajo, cuál era la dirección de la bruja del Callao. ¿Era por Sáenz Peña, o por Mariscal Cáceres? Aparece otro SMS. Mariana le quita el Ericsson y lo lee en voz alta, me gustó mucho nuestro remember, flaquito, y se ríe a carcajadas. Esta cojuda no entiende, dice. A lo lejos, esforzándose un poco, pudieron ver un Toyota blanco con las lunas empañadas que saltaba a un ritmo bastante conocido.

La Paloma de Mirella


Allí estaba yo, sentado en mi sofá, aburrido, comprobando que el cable HDMI de mi reproductor DVD se había jodido y preguntándome con quién podría ir a la fiesta de La Paloma, en Madrid. El Nero estaba descartado, tenía apenas un par de días en la ciudad y no lo quería agobiar pues ya habíamos comido juntos esa tarde, con visita al museo Reina Sofía incluida. La China: paso. María tenía no se qué de un cuñado con un quiste, Rubén suele salir con el último metro.

Marqué el número de Mirella, y contra todo pronóstico, hablamos. Me dijo que no tenía ni idea de qué fiesta le hablaba, pero que vendría, así nos vemos y te cuento que viene Betsy. La cosa se animaba, por un lado al fin tenía con quien ir a la fiesta y por el otro tendría noticias de una gran amiga de mi época universitaria: Betsy, mi compañera de chilingui.
Como era de esperar, Mirella llegó tarde y la esperé en el Café San Millán, uno de esos bares de viejos alrededor de la Latina. Martini en mano recordaba la última vez que nos vimos, en el Friday’s, hace casi un año. El Nero y yo nos habíamos acordado de ella esa misma tarde, qué casualidad, Mirella, ah si, me dijo, la que estaba buena, tenía su hija y nunca te hizo caso, briso. Esa mismita. Bajamos por las calles de La Latina hacia las Vistillas, donde estaba todo el cachondeo, de camino le pregunté que qué tal todo, hace un año que no nos vemos. Me contó que se había cambiado de empresa, que estaba harta de la otra y que ahora tenía un novio, francés. Dale mi más sentido pésame, le dije, estar con una peruana, mmm, no sabe en lo que se ha metido. Compramos dos minis, de sangría para mí, y cerveza sin alcohol para ella y nos metimos entre la gente. Cantaba Conchita. Linda ella, con su guitarra y su voz dulce, me hacía olvidar el olor a gallineja frita que invadía el lugar y neutralizaba mi Egoïste de Chanel.

Me contó que Betsy estaría de paso en Madrid, solo un fin de semana, porque la mayor parte del tiempo estaría en Barcelona haciendo una especialización de esas raras que nunca sé para qué sirven. Cuando venga seremos ¿no?, me dijo con su mini de cerveza en la mano, de cabeza, le dije emocionado y brindamos como si todavía estuviéramos en la universidad y no hubieran pasado tantas cosas en nuestras vidas. Noté que me miraba de forma extraña, como comprobando algo, hasta que al fin se animó y me dijo estás flaco, o sea, no flaco, pero has adelgazado un montón en comparación a lo que estabas. Ese a lo que estabas, lo recuerdo sin ningún cariño cuando ella misma me dijo mirándome a los ojos que estaba gordo, causando en mí un trauma mayúsculo, no porque me lo dijera, sino porque comprobó algo que el espejo y la balanza me venían diciendo por entonces. Le confesé el efecto de su comentario en mi auto estima y le expliqué cómo cien tallarines con huevo menos y millones de abdominales más, el resultado lo tenía ante sus ojos negros.

- Lo siento, no quería ofenderte - me dijo.
- Tranquila, incluso te lo agradezco.
- Ahora estás bien, - dijo, guiñando un ojo - en la universidad eras demasiado tela.
- Lo sé. No sé cómo pude ligar tanto, comprendo que no me hayas dado bola, entonces.

Conchita terminó de cantar y bajamos caminando hasta Huertas, donde hicimos una parada técnica para tomar un par de cervezas más, descansar los pies y hablar un poco de todo: los franceses, las relaciones a distancia, los hijos, los padres, los amigos, la universidad, el Perú, Madrid, alquileres, piscinas, playas, el sur de Francia, dietas (y me hizo comer churros, la muy cabrona), taxis, autobuses y el búho, que el L2 te lleva a tu casa y el N10 me lleva a la mía.
Nos despedimos en Cibeles, y al día siguiente le escribí interesándome por cómo había llegado y mandándole una foto de la cantante que amenizó nuestra noche. Me contestó prometiendo llamarme cuando Betsy esté en Madrid.
Ya me imagino esa super juerga que, si es la mitad de divertida que mis noches universitarias, será de puta madre.
Sol llamó y le conté mis andanzas palomeras, hablamos hasta que se acabó la batería del teléfono y entonces me tumbé en mi cama a leer El País. Phelps había conseguido 8 medallas de oro en las olimpiadas y Bolt había batido el récord de los 100 metros, prácticamente caminando.

Ya no llamé a nadie, me dormí, y no sé porqué esa noche soñé que era un camaleón, reptando por las paredes de la universidad del Callao y saltando sobre los cuellos de todas las chicas guapas.

jueves, agosto 14, 2008

Los Cuentos de la Cripta


- Hola guapetón.
- Buenos días, Teresa, - contesto sonriente - has llegado tarde hoy, ¿qué pasa, te has quedado dormida?
- No, no, he llegado antes que tú, pero estaba regando las plantas.
- A ver si no matas éstas.
- Uy, no digas eso, que lo pasé fatal – se pone una mano en el pecho, drama queen -. Esas ya estaban medio muertas cuando entré, a éstas hasta les hablo, porque hay que hablarlas, a las plantitas, para que crezcan.
- Eso lo vi en una peli de Almodóvar.
- No veo cine español.

Está confirmado ya que iré solo al cine. Anoche Sol volvió a dar signos de vida y después de contar su alegría por la medalla de oro en lucha, que Francia ha obtenido en los juegos olímpicos (¿Perú ha ido?), me confirma que llegará minutos antes de que salgamos para Liverpool. El hotel está ya reservado, y tenemos uno también en Londres para el fin de semana, porque quiero pasear por el mercado de Camden, y Notting Hill. Abro mi correo y en el gtalk aparece Zico. Habla pezuñento, le digo, hola briso, me contesta.

- Oe, viene el Nero. Ya le dan visa a cualquiera – escribo, no hay ningún jefe a la vista, puedo chatear tranquilo.
- Si compare’, oe recógelo pe’.
- No creo que pueda, pero hemos quedado en tomar unas chelas, cuando esté en Madrid.
- Oe briso, ¿por qué no escribes la historia del Nero?
- Lo he intentado, pero cada vez que empiezo me cago de risa – confieso, sin exagerar.

La historia a la que Zico se refiere no es la biografía del Nero, sino un episodio caricaturesco, de esos que se cuentan en noches de borrachera y nadie suele creer. Estábamos todos en casa de Quique Pucusana, éramos los de siempre: Vázquez, Zico, la Kika, el Nero y yo, y alguno que otro invitado sorpresa como Ely que vino con un par de amigas. Compramos trago y la idea era emborracharnos frente al mar, alumbrados por una fogata, como en las películas gringas, o el Chavo en Acapulco. Bajamos hacia la playa y por el camino vimos enormes grillos que Quique Pucusana se apresuró a decir que habían salido de no se sabe dónde, pero que no era normal que hubiera tantos por las calles. Matamos algunos al caminar, Zico dijo que eran una de las siete plagas, se acerca el fin del mundo, causa. Ely se rió, y su risa sonora lleno el callejón en el que buscábamos leña; una de sus amigas, Marisol, quiso imitar su risa pero no tuvo éxito y Vázquez se apresuró a decir es buena gente pero tiene la risa de Skeletor.
No había estrellas y la noche era, más bien, fea, con tantos grillos volando alrededor. Algunos eran más grandes que mi mano. Uno se paró en la cabeza de Marisol, y murió al instante, creo que de un infarto. Pasamos por debajo de un puente y nos tiramos en la arena frente a la casa de Gisela Valcárcel. Intentamos quemar la madera, pero el fuego nunca encendió y nos quedamos allí, con frío, bebiendo ron como cosacos para intentar calentarnos. Las botellas iban y venían, también los chistes, las bromas, y las miraditas furtivas en plan mira que buena estoy, y si tú me dices ven lo dejo todo. Me entretenía pensando en que iba a cruzar ese mar muy pronto y mis amigos no lo sabían. Quise levantarme a dar una vuelta por la playa, y entonces noté el efecto del ron barato en forma de un mareo que me sentó en la arena otra vez, como si la brisa del mar me hubiera dado un manazo en toda la cara. El Nero bebía más que nadie. Él y la Kika hablaban de una flaca que trabajaba frente a la universidad y de la que la Kika estaba templada hasta los huesos, aunque nunca quiso admitirlo. Una vez hasta le cantamos una de Nirvana en plan serenata, como premio ella se chapó a la Kika detrás de unos matorrales, dejándolo sedita y enamorado para el resto de sus días. Echo una felina, diría Zico, una enamorada.

Se me ocurrió que podía unirme a ese grupo, pero la Kika reaccionó de mala manera. No a mi incursión en su espacio, sino a algo que dijo el Nero (y nunca me contó). Se quitó la ropa más rápido que Clark Kent y después de correr por la orilla se metió a las heladas aguas, en pelotas. El Nero gritaba desde fuera, Kika, kika, vuelve, huevón, la oscuridad no nos dejaba ver si seguía vivo, pero después de unos momentos de angustia lo vimos salir a cien metros de distancia de donde estábamos con el pelo empapado y el sexo encogido. Lo secamos, y tras un rato de incertidumbre el Nero rompió el hielo y se metió medio litro de ron, él solito. No sé por cuanto tiempo más bebimos, pero debió ser mucho porque terminé durmiendo en el cuarto de las chicas, mientras mis amigos dormían todos en la habitación de al lado. Fui el primero en despertar, con una resaca del carajo y el espejo del baño me devolvió mi primera imagen lamentable después de una borrachera, imagen que me acompaña hasta el día de hoy. Miré a través del cristal a mis amigos y me recordaron la vez en que encontré una camada de perritos en el mercado. Golpeé la ventana y Vázquez abrió un ojo. Segundos después su cara de llenó de pavor, se cogió la garganta con ansiedad y aguantando el vómito salió disparado del cuarto. Cuando abrió la puerta entendí su desesperación, pues un poco del aire enrarecido escapó de su prisión y me envolvió por unos segundos. Putamare, gritó, el Nero nos ha reventado a pedos mientras dormía. Nos mojamos la cara para despejarnos y esperamos un par de minutos sólo para comprobar que Zico salía, a rastras, y escupiendo la poca saliva que uno tiene por las mañanas.
- Ese Nero ha comido basura – dijo Vázquez
- Es el peor pedo de la historia – dije – deberíamos darle un premio.
- Un desatorador – dijo Zico, todavía mojándose la cara.

Vázquez fue a buscar su cepillo de dientes en la maleta, y nosotros lo acompañamos, imaginándonos que si tiramos un fósforo al cuarto del Nero, que seguía dormido, fijo que había una explosión casi nuclear. Se reventaban todas las lunas de Pucusana, dijo uno, el Nero saldría más Nero de la explosión, huevón, dijo otro, puta que huele a perro que se ha bañado en el río, no, peor, dije yo. Volvimos al baño y Vázquez entró solo, Zico y yo nos sentamos en el suelo, respirando por la boca, por temor a que el hedor siguiera en el ambiente.
La puerta del baño se abrió de una patada y Vázquez salió temblando, su cara estaba blanca y sus ojos desorbitados. Lo sujetamos de las axilas y él sólo se limitó a señalar hacia el baño, como señalan los niños al malote que le ha quitado el caramelo. Zico y yo comprobamos entonces el motivo del susto: Marisol salía del baño, en camisón, sin maquillaje, despeinada, y echando espuma (después descubrimos que era pasta de dientes) por la boca. Dejamos de mirarla al instante, temerosos de convertirnos, ahí mismito, en piedra.

El escándalo despertó al Nero, que salió envuelto en una frazada y rodeado de una especie de nube verde. Tanta bulla, carajo. Nos alejamos un poco, esperando a que el aire despejara sus olores nocturnos. Después de diez minutos lo dejamos sentarse a nuestro lado. Le contamos lo sucedido y no podía creerlo. Como la puerta del cuarto seguía cerrada creímos que era buena idea hacerlo sentir su propio pedo, sale de ti, dijo Zico, es como un hijo. Abrimos la puerta y aguantamos la respiración. En el suelo, muertos y juraría que con expresión aterrorizada, encontramos más de 40 grillos.

- No sé si podré escribir eso – le digo a Zico, en el chat - el Nero es buena gente, y además sería muy larga la historia.
- Escríbelo Briso, - me anima - escríbelo para cagarme de risa.

miércoles, agosto 13, 2008

La verdad está allá afuera


Aburrido en casa, un viernes por la noche miro al techo preguntándome si no habrá algo más divertido que hacer. Es más de la una de la madrugada y no tengo sueño, hace dos horas estaba sentado en un teatro de Madrid viendo el musical “La Bella y la Bestia” y una vez más, he sentido más simpatía por los malos (Gastón, en este caso) que por los buenos. Pongo la radio, y hojeo una revista de cine, esperando quedarme dormido pronto. Pensando en ti, recordándote, descubro cada amanecer.
Musiquita de película de miedo barata en la radio y una voz conocida empieza a contar historias de misterio, que a mí, me hacen reír. Pero esta noche, cuando menciona la palabra OVNI, se gana algo de mi atención. El locutor cuenta la historia de un piloto de combate que, no solo ha visto un OVNI, sino que además ha combatido con él. Interesante. Ese piloto, se llama Oscar Santa María, es peruano y su aventura data de 1980. ¿Qué hacía yo en 1980? Tenía cuatro años, así que seguramente pasaría mis tardes viendo dibujos animados, es fácil que el episodio haya pasado desapercibido para mí, entonces.
Establecen comunicación telefónica con el piloto Santa María, y éste cuenta que efectivamente, se enfrentó a un objeto no identificado, en la base aérea de La Joya, departamento de Arequipa, el 11 de abril de 1980. El locutor, emocionado como con casi todas las chorradas que cuenta cada noche, dice algo así como país de misterios el suyo, teniente, ¿llegó a tener a tiro, alguna vez, a ese objeto?. Dejo la revista a un lado, la cosa se pone sabrosa. Así es, caballero, dice el piloto, era un objeto con una cúpula pavonada, como un foco partido por la mitad, con una base ancha de metal que hacía que todo brille, cuando me acerqué y cuando lo vi completo, me di cuenta que no tenía toberas, alas, ventanas, antenas, nada, era una superficie muy lisa por arriba y por abajo. Le disparé una ráfaga de aproximadamente 38 obuses, que son del diámetro de una botella de gaseosa. Pero el objeto quedó intacto.

Cáspita, Batman
, pienso, éste tío le ha disparado a un platillo volador. Qué huevos. El locutor, ya al borde del orgasmo, le pregunta que por qué no se publicó antes la historia, ¿Por qué tanto silencio, teniente Santa María, por qué, ah, por qué? El piloto, ya embalado, dice que se guardó silencio para evitar aglomeraciones periodísticas, pero desde la creación del centro de investigación de la Fuerza Aérea del Perú, allá por al año 2000, se han desclasificado los documentos y se me ha autorizado a colaborar con las pesquisas, y a hablar con los medios de comunicación. El locutor, imagino que sudoroso y arañando la mesa, repregunta, o sea, que hay más gente que presenció este encuentro, a lo que Santa María responde con un afirmativo, que me hace estallar en carcajadas.

Entonces, dice el locutor, los aparatos electrónicos de la base detectaron el OVNI, y Santa María responde que no, que el controlador de la base le dijo después que su Sukhoi 22 se veía en el radar dando vueltas, pero que no se obtenía eco del otro objeto. Impresionante, remata el locutor, entonces, es usted el único piloto vivo que ha disparado a un OVNI, pero el piloto FAP lo baja de las nubes y le dice negativo, caballero, hay un piloto iraní, de nombre, de nombre... oecareperro ¿cómo se llamaba ese iraní que le disparó al platillo volador?, (silencio) , no tengo esa información, ahora mismo, desconozco.

Me estoy meando de la risa. El locutor, ya en la etapa de reposo posterior al clímax, agradece al piloto FAP Oscar Santa María su participación en el programa, su valentía y arrojo, que nos permite a nosotros, esta noche, obtener un poco más de luz, sobre este, a veces oculto tema de los objetos voladores no identificados. El piloto, dice ya, ya, de nada, hasta luego. Y se corta la comunicación.

Recuerdo entonces, tras apagar la radio, el "Incidente Copello", por el que una cantante adolescente limeña, (que está buena) tuvo quince minutos de fama gracias a que en su videoclip aparecían extraños objetos voladores surcando el cielo "¡Puta, hay miles de huevadas blancas en el cielo!", dicen que gritó el director del videoclip, en vivo y en directo, en la radio nacional. Se generó una gran alarma social y hasta se creó un comité de sabios para analizar la situación. Ninguno de ellos llegó a mejor conclusión que un avispado periodista el cual, siguiendo los manuales del sentido común, volvió tras los pasos de ese incidente. Averiguó el día, la hora, y las condiciones atmosféricas en que se grabó el videoclip. Siguió ese rastro de migas de pan, y comprobó que los objetos voladores que surcaban el cielo, dibujando parábolas incomprensibles, y generando gran conmoción, no eran nada más que globos plateados que habían sido soltados en una ceremonia realizada en el Estadio Nacional, a plena luz del día. El Incidente Copello pasó a ser una anécdota, y dicen que el local usado por el comité de sabios para analizar el caso será pronto una pollería.

A este paso cada avistamiento, tendrá la misma veracidad que los gritos que soltaba el Chavo del Ocho para avisar a Don ramón que el Señor Barriga había llegado a cobrar la renta. Imagino al locutor radial saliendo por su ventana a escudriñar el cielo cada vez que escuche el grito “¡ya llegó el platillo volador!”.

A veces llegan cartas


Leo tus correos, Marta. Pero son pocas esas veces. No es falta de cariño, te quiero con el alma, pero mis predicciones no fallan y cada vez que llega un correo tuyo, es un powerpoint. Ya ni los abro. Al principio lo hacía, creyendo que entre tanto spam habría al menos un par de líneas del tipo hola, cómo estás, pero nancy, ni una palabra tuya y leer mails con chistes de Alan García no bastarán para sanarme.
No voy a negar que cuando la cosa se calma en el trabajo abro uno que otro de tus correos. Últimamente con la crisis económica que asola Europa, (crisis europea, que significa ya no me voy de crucero, pero sigo tirando de tarjeta de crédito para vivir como vivía antes) tengo mucho tiempo libre durante mi jornada laboral. Entonces, busco como un perro hambriento en la papelera de mi cuenta de gmail y encuentro todos tus correos, que datan de fechas anteriores al Grammy de Gianmarco.
Casi todos comienzan con un RV:RV:RV: seguido a continuación de títulos como “Susurros” “¿Persona o Juguete?” o “ Si no me lo envías, yo entenderé”, terminando el asunto del e-mail con un, nada motivante, adjetivo calificativo esdrújulo y rimbombante: “Buenísimo!!!!!!”. Así, mínimo con seis signos de admiración.

Entonces, compruebo que no hay nadie a mi alrededor y abro, al azar, total todos serán iguales, uno de tus correos. A ver, ¿qué será bueno pedir?, mmm, no me decido, ah, ya, éste que pone “FW: : El borrachito,,ja,ja,ja,,” (sic). Una pantalla negra oscurece mi lugar de trabajo y, en letras verdes, Arial 54, se lee “EL BORRACHITO”. En mayúsculas, para que no haya lugar a dudas. Todavía no me río, pienso, y esas letras verdes sobre fondo negro, parecen más un cartel de chamán que otra cosa. Pulso enter, llaman a la puerta, ¿quién será?. Pantalla minimizada, hola ¿qué hay? Oye, ¿tienes tú la nueva EP4D? No, yo no, igual está en alguno de los cajones de Juanjo, pero está de vacaciones. Ah, vale, luego la buscamos. Ok, pero tranquilito ¿eh?, sin prisas. Sí, sí, que yo tampoco quiero jaleo.

Alt+tab, la pantalla negra vuelve a aparecer, pero ahora las letras son naranjas y la fuente ha pasado a ser Arial 18. La misma chola con diferente calzón. “Un borrachito entra en un autobús y empieza a gritar:¡Todos los tipos que van atrás son unos maricones!, ¡Los desgraciados que están a mi lado son unos cabrones! ¡Y los que van adelante son todos unos comemierdas!". Este chiste me suena, pienso, creo que lo ha contado Melcochita alguna vez. Enter. Mas fondo negro, más Arial 18, más chiste “El chofer, al oir eso, indignado, frena bruscamente, por lo que los pasajeros se desequilibran. El chofer para el autobús, agarra al borrachito por el cuello de la camisa y le pregunta, amenazador : A ver so hijo de puta, repite si te atreves, desgraciado...¿quiénes son los maricones, los cabrones o los comemierdas?" Mmm, ya sé el final de esto, le leo igual: “Y contesta el borrachito tranquilamente: ¡Qué coño voy a saber...¡con ese frenazo los has mezclado a todos!"

Hazme cosquillas.

Quiero escribirte, Marta, pedirte una vez más que me cuentes como está el barrio, quién le ha puesto los cuernos a quién, quién ha muerto, cómo estás, y sobretodo, cómo está mi madrina. Dirás, con razón, que si quiero saber todo eso debería llamar, marcar el número telefónico que es uno de los tres o cuatro que sé de memoria, e investigar cómo van esos retazos de mi vida que aún quedan en el Callao. No llamo por la simple y sencilla razón de que cada vez que lo hago, en lugar de alegrarme, me entra un depresión enorme, y me quedo varios días tirado en el sofá como si fuera un gato viejo, ciego, gordo, y cojo, que solo espera que llegue una gata con mortaja y guadaña a decirle ven minino, ya se ha acabado esta huevada. Por eso no llamo, Marta, porque la gente, no sé porqué, se emociona al oír mi voz, has llamado, qué milagro, me dicen, y me siento un mierda, un cabrón, un malagradecido, o sea, confirmo lo que soy. Por el teléfono me transmiten sus pesares, sus frustraciones, sus añoranzas y cuando preguntan que qué tal me va, solo puedo responder que bien, que normal nomás, cuando sé que, comparada con su situación, mi vida es estratosféricamente más tranquila, nos separan unos cuantos kilómetros, pero si vuelvo tendré la sensación de estar en otro planeta.

Desde el egoísmo que tan bien conocen mis amigos, te pido, amiga, que me escribas. Sigue mandándome esos chistes de mierda si quieres, aunque eso no me asegura que lo haces pensando en mí (la impersonal lista de direcciones que rodea la mía, me quita algo de exclusividad, la verdad), pero de vez en cuando mándame aunque sea dos líneas, un hola, cinco centavitos de felicidad.

martes, agosto 12, 2008

Con un lomo y dos chelas


El sitio tiene cuatro mesas, ocho sillas y un par de bancas para familias numerosas. Allí preparan el mejor lomo saltado de mi mugriento barrio. Mi hermano estará hoy todo el día en la universidad, no me queda otra que comer fuera, no voy a cocinar y comer solo, es un poco deprimente y hoy no estoy de humor. Me siento en una mesa que se supone es para dos personas, al segundo se me acerca la mamá de Rosa. Ella cocina, atiende, limpia, y cobra en ese restaurante improvisado que cuenta conmigo como fiel cliente. Hay noches en que mi hermano y yo llegamos con nuestros platos y pedimos comida para llevar. Llevamos nuestra propia vajilla no por asco, que también, sino porque el restaurante es tan misio que ni siquiera ofrece esos tuppers asquerosos de papel aluminio para poder llevar tu comida a casa.
¿Qué va a comer, joven? Pregunta amable, y yo, como siempre, contesto un lomo señora, un lomito bien despachao. Se va sonriendo y me quedo pensando en mis cosas, en la hija del doctor (que no es doctor) que hace tiempo viene a mi casa, según ella, como amiga de mis hermanos, pienso en la universidad, en que queda poco para terminar la carrera y no sé ni mierda de programación, pienso en las moscas que ahora se están sobando las patas delanteras sobre mi mesa, como esperando un descuido mío para poder posarse sobre mi comida que está a punto de llegar.

Antes que el lomo saltado, veo aparecer a Richard por la puerta del local. Él estuvo en el ejército porque no tenía otra cosa más que hacer, expulsado del colegio más de una vez, borracho y sin oficio obtuvo en la vida militar una opción para hacer carrera. De eso hace dos años. La gente del barrio decía que, ahora, estaba un poco loco. Me ve y le hago hola con las cejas, se acerca, putamare’ que mala suerte.
Habla Clark, me dice, no molesto ¿no? Le digo que no, que nada que ver, y viendo sus hombros ahora anchos por tantas flexiones me pregunto si sería hoy tan fácil partirle la nariz como hice hace ya más de dos años, cuando jugando al fútbol me dio una patada trapera. ¿Un par de chelas? Propongo, esperando desde el fondo de mi alma, que diga que no. Acepta. La mamá de Rosa llega con mi humeante plato, es un espectáculo, color, y aroma perfectos, he intentado reproducirlo en casa y aunque no soy mal cocinero, debo confesar que hasta el dia de hoy no he podido obtener el mismo resultado, y aquí le dejo un poco de rocoto, joven que sé que le gusta, agradezco, y le digo usted me cuida como si fuera su yerno, señora, y ella explota en una carcajada abundante y me salpica un poco de felicidad, y de saliva. Richard se llama en realidad Richard Roy, sus viejos, de origen humilde y provinciano, quisieron asegurar a su hijo con un nombre gringo, creyendo que así le abrían las puertas de Xanadú, cuando tuvieron otro retoño, al parecer la inspiración se les acabó porque a éste último no se les ocurrió llamarlo de otra forma que Roy Richard. Por eso, los del barrio, a uno le llamábamos Roy, y al otro Richard, porque el primer nombre siempre es el más importante, ¿no?.

Richard pide un agüadito, que no es más que una sopa de arroz, con pollo y algo de verduras. No tarda nada en llegar, ya estaba listo, no es como el lomo saltado que tiene que ser preparado al instante. Con la sopa llegan también las dos cervezas. Pido un vaso más, no me gusta la costumbre peruana de compartir vaso, me da bastante asco. Mis amigos ya lo saben, y Richard, aunque no sea mi amigo, ha compartido conmigo ya varias borracheras y sabe que nunca puedo beber de un vaso que no sea el mío. La mamá de Rosa también lo sabe, no sé porque no se había anticipado a mi petición, me siento un poco decepcionado. Y, compadre, ¿qué es de tu vida? pregunto, y él me cuenta que desde que ha salido del ejército no encuentra trabajo, cachuelos nomás, hay, dice, y yo tengo que asegurarme el rancho, mi viejo jode todos los días. Mirándolo pienso que he tenido suerte en la vida, mi hermano y yo somos los únicos del barrio que hemos pisado la universidad, y que parece que terminaremos la carrera antes de cumplir treinta años. Tenemos siempre comida en la mesa, y las pocas penurias que pasamos las ignoramos con un peruanísimo “ya mañana se verá” que nos da algo de esperanza, Esperanza que nuestros vecinos sólo relacionan como el nombre de la mujer que vende cerveza y querosene, en una esquina asquerosa y meada hasta el infinito por los perros y borrachos del lugar. Le recuerdo que estuvo trabajando en la construcción, y que ganaba buena plata, me dice que sí, que estuvo chambeando en eso, pero que en esa chamba la gente tomaba mucho y él, cuando se emborracha, se cruza. Inocente, pregunto cómo es eso de cruzarse, y Richard me cuenta que en el ejército le hacían comer pólvora, y según él, eso te jode el cerebro, por eso, cuando tiene alcohol en la sangre, se transforma, como Hulk, me cruzo Clark, feo me cruzo, y el otro día hasta le pegué a mi viejo, que es un conchesumare, pero es mi viejo. Le digo que todo el mundo le ha pegado a su viejo alguna vez, y él me dice tú no, y yo le confieso, no por falta de ganas, sino porque si mi viejita se entera se pondría muy triste, y ahí sí que sería verdad eso de a mi me duele más que a ti. Nos reímos y levantamos los vasos llenos de cerveza, como si fuésemos un par de vikingos venidos a menos. Las dos cervezas se han terminado, mi lomo y su agüadito también. La mosca revoltosa se ha ahogado dentro del vaso de Richard, éste retira el cadáver con los dedos y, usando el dedo medio y el pulgar, lo lanza lejos, como si fuera un incómodo moco. ¿Dos más? Pago yo, dice. Acepto, encantado.

Mientras nos destapan las botellas, vemos entrar a una chica típica de mi barrio: mal arreglada, bajita, pelo negro muerto y masticando un chicle de dos horas. Es el tipo de chica que verías en un concierto de música chicha. Richard cambia el gesto cuando la ve, y recuerdo que mi hermano me había contado algo ya de las andanzas de nuestro vecino. ¿Esa es la Chilindrina? Pregunto, y él me hace shhh con los dedos, pero ya es tarde, ella lo ha visto y se acerca. La mamá de Rosa la mata con la mirada, guardiana de sus clientes, parece que sabe más que yo sobre el lío de estos dos, y le pregunta ¿qué va a comer? La Chilindrina dice nada seño, vengo a buscar a mi enamorado nomás. Una vez más me hace gracia la forma que tenemos los peruanos de llamar a nuestras parejas: mi enamorado/a. En mi caso la palabreja era casi blasfema porque había salido con muchas chicas y no sentía, en absoluto, nada por ellas siquiera cercano al amor. Pero Richard sí, y disculpándose conmigo se levantó de la mesa, cogió por el brazo a la Chilindrina, y se fue, sin pagar las cervezas. No se preocupe joven, oigo que dice alguien a mi espalda, no le cobro las cervezas. Agradezco el gesto, pago el lomo y salgo, la mamá de Rosa me dice vuelva cuando quiera, y vuelve presurosa a la cocina. En la esquina me encuentro con Roy, que pregunta si he visto a su hermano, le digo que sí, que se ha ido con La Chilindrina. Putamare exclama, no le digas a nadie, Clark, pero la Chili está en bola, susurra, y se larga no sin antes recordarme que tenemos partido al día siguiente, y de decirme que provecho con la hija del doctor (que no es doctor) que ha preguntado por mí. Vuelvo a casa feliz, por la suerte que tengo, tengo casa, comida, nunca he estado en el ejército, y la hija del doctor (que no es doctor) está buena.

lunes, agosto 11, 2008

Ando buscándote en Japón, ando buscándote en Nueva York


Sol ha desaparecido, como mis abdominales, y mis ganas de luchar por el beso de la muerte. La última vez que supe de ella estaba varada, en Tokyo, esperando que la dejaran subir en algún avión que volviera a Europa. Volvía de pasar un par de semanas en Nueva Caledonia, una de esas islas paradisiacas que aún poseen los franceses como rédito de su época colonizadora. La isla(s) está(n) en el suroeste del Océano Pacífico, y durante un tiempo fue usada como una gran cárcel con vistas al mar; luego, a finales de los noventa, logró su autonomía pero sigue formando parte de territorio francés. La gente de Nueva Caledonia tiene la nacionalidad francesa, llevan pasaporte francés, y como ellos, pueden decir que son campeones del mundo.

Cuando Fred y Sandrine decidieron establecerse allí, a mí, sedentario tradicional, me pareció una locura su actitud nómade. La aplaudí, es verdad, especialmente cuando supe que por ser franceses (de verdad) y decidir trabajar en las islas, recibirían un plus en sus sueldos. Sin mencionar el hecho de que no tendrían que preocuparse más por los fríos inviernos de la France, que siempre le daban un adorable color rojo a la nariz de Sandrine. Empacaron sus libros, discos, y la guitarra y volaron al paraíso. Sol nunca más podría visitarlos sin gastar mucho dinero, pues dentro de un par de meses cumplirá la edad límite que permite Air France para viajar con descuentos por ser hija de un piloto de la compañía. Yo comprendí este hecho (si no lo hubiera comprendido, no habría habido diferencia, la verdad) y acepté pasar mis vacaciones solo, en Madrid, mientras ella disfrutaba con sus amigos.

Y vaya si lo hizo: submarinismo, viajes en avioneta, paseos por el mar en el barco que Fred ha comprado junto a unos amigos, senderismo, y mucho descanso. Ella estaba feliz, y me lo decía en cada uno de sus e-mails en francés, que comprendo cada vez mejor, asombrándome a mi mismo de mi evolución involuntaria en esa lengua.
Se suponía que cuando acabara su periplo isleño, tomaría una avión de vuelta a casa, la suya, en Brest, no la nuestra, en Madrid.

Ese era el plan, pero en la escala en Tokyo se quedó en tierra porque el avión ya iba muy lleno, la alojaron en un hotel de lujo en la ciudad y le prometieron que intentarían subirla en el próximo vuelo a París. Y fue entonces cuando le perdí la pista. Dejé pasar un día completo, calculando mal las distancias, las horas de vuelo, el jet-lag y la discordancia neuronal. Al segundo día, ya inquieto, intente llamarla recordando que había puesto mucho énfasis en meter su cargador en la maleta, para poder mandarnos SMS cuando nos entrara la nostalgia romántica (en mi caso, los domingos por la tarde), pero siempre obtuve como respuesta el mismo mensaje: “información gratuita de Orange, blablabla”.

Le escribí un par de correos electrónicos, cortitos, imaginando que ya estaba en París con Delphine y que ésta se había puesto ya de parto y eso había motivado que Sol se olvidara de informarme sobre su retorno. Tampoco hubo respuesta, así que me quedan ahora mil dudas, no sé si está en París, no sé si sigue en Tokyo, no sé si ha leído mis e-mails, no sé si ha perdido el cargador de su teléfono, no sé si llegará antes del miércoles para acompañarme al estreno en España (un mes después que en todo el mundo, as usual) de “The Dark Knight”, y espero que Al menos llegue puntual a nuestra cita. Defino: en estos casos, cuando ella vuela lejos, quedamos en vernos en alguna ciudad. Esta vez la escogida es Liverpool, pero el vuelo sale desde Madrid y no le queda más opción que volver, a diferencia de ocasiones anteriores en que yo he llegado con mi maletita al hombro y feliz de la vida, a Roma o París, para poder cenar juntos. Mamá pregunta que cuando vuelve la francesa, yo contesto que conociéndola llegará cinco minutos antes del embarque a Liverpool. Nos reímos y seguimos despedazando el pollo que hemos comprado sin saber que al día siguiente nos infectará el aparato digestivo. Yo sigo esperando que ella dé signos de vida, pero por si acaso, ya he escrito a Dario un correo, sugiriéndole que me acompañe a ver la última de Batman. Él, como siempre, no ha contestado mi e-mail. Al final, iré solo al cine, ya verás.

viernes, agosto 08, 2008

Los secretos de my sister


Mi hermana y el Misterioso vuelven a estar juntos. Lo conocí una noche en que preferiría haberme quedado dormido en una hamaca, con un mojito en la mano derecha y una morena de ojos verdes en la izquierda, en lugar de estar en una de esas reuniones familiares de las que suelo huir como huyen los perros de las explosiones.
Era simpático y educado, y mientras yo me emborrachaba a morir para disimular mi aburrimiento, él hablaba con alguien sobre economía. Su interlocutor no tenía mucha idea del tema, y eso lo noté hasta yo, que ya llevaba varias copas fluyendo por mi torrente sanguíneo; me acerqué sin mucho sigilo y quise intervenir en la conversación. El Misterioso me miró interesado, quizá preguntándose cómo conseguía mantenerme en equilibrio, el interlocutor, molesto por mi interrupción, me espetó en la cara que yo no sabía nada de índices bursátiles o PBI’s. No suelo rebatir argumentos de gente que me menosprecia, casi siempre tienen razón, pero quién sabe porqué, en ese momento me animé a decir, tengo un máster en administración de empresas, justo antes de resbalar y caer sobre una de mis tías y bañarla de ron Cacique.

La relación siguió su rumbo normal, y una tarde mi hermana me pidió prestado mi coche para irse de viaje con el Misterioso. Yo no lo usaba mucho (ahora tampoco, la verdad, prefiero ir en transporte público y aprovechar para leer o escuchar música) y se lo di encantado, total, como decía uno de mis amigos en Lima: las hermanas no son pa' tí, son pal' pueblo. Al recibir las llaves, el misterioso abrió el capó del Kia, revisó el aceite, los bornes de la batería, las luces, los frenos, el embrague y después de asentir un par de veces para sus adentros se llevó a mi hermana con rumbo a un parador, en Cuenca. Dicen algunos que papá me odió un poquito por facilitar que su hijita desapareciera unos días en compañía de un hombre, pero cuando ese rumor llegó a mis oídos simplemente lo consideré como una raya más al tigre, total, papá y yo no somos precisamente un ejemplo de armonía ni lo seremos jamás. Nuestra relación es un ejemplo de que lo cortés no quita lo valiente, así que mientras no me haga una reclamación oficial, yo no me daré por aludido. Mi coche volvió sano y salvo, que era en el fondo lo único que me importaba, y cuando mi hermana se compró un Micra nunca me dejó, siquiera, que lo arrancara. El Misterioso se ha cansado ya de conducirlo.

Una tarde, Sol, que además es amiga fiel de mi hermana. Me pidió que dejara de mencionar al Misterioso en su presencia, pues habían dicho que hasta aquí hemos llegado, y my sister, como es normal, no quería que la sigamos bombardeando con nuestras bromas. Juro que mis hermanos y yo lo intentamos, pero, más pudieron nuestros genes pendencieros del Callao, y la torturamos durante unos meses, hasta que encontramos algo más interesante que hacer. Ella se dedicó a sus estudios y de él no supimos más en mucho tiempo.

Pero llegó la navidad.

Mi hermano estaba comprando juguetes a su hijo, en una conocida tienda famosa por sus ofertas y porque todos los juguetes, sin excepción, se venden cubiertos por una generosa capa de polvo. Mientras movían cajas buscando uno de los personajes de Cars, mi sobrino descubrió a mi hermana y dio la voz de alerta a sus padres. Mi hermano jura que cuando giró la cabeza hacia donde mi sobrino apuntaba con el mayor de los entusiasmos vio a mi hermana empujar al Misterioso como si fuera una pelota de playa, y el pobre terminó sepultado bajo una montaña de muñecos de Dragonball. Al volver a casa, mi sobrino me contó la historia mientras mi hermano asentía divertido a cada parte de la narración. Busqué a Sol, pero ella dijo que no podía contarnos nada, que era secreto de confesión, y ni siquiera valiéndome de mis (pocas) artes seductoras pude averigüar algo.

Di el caso por cerrado, hasta que una noche mamá me contó, a modo de comentario, que mi hermana había vuelto con el Misterioso. Está contenta, me decía, y yo decía ah, bien, me alegro, mientras bajaba de Internet una película de John Carpenter. Como ya era oficial, Sol se limitó a demostrar su poder diciendo yo ya lo sabía, y yo la odié un poquito y le prometí que cuando tuviera un secreto jugoso no lo compartiría con ella. Ambos sabemos que no puedo con mi genio, y en cuanto tenga algo interesante se lo diré. Por eso sabe lo mucho que me gustaba la tía buena, sabe del novio de Ely que roba perfumes en el aeropuerto, conoce el lesbianismo de Beatriz y la bipolaridad de Juanjo, y también le he contado que la novia de Manrique lo ha abandonado y que su desmuelada mujer acaba de aterrizar hace poco en la península, auspiciada por una de mis tías.

Ahora mi hermana y el Misterioso pasean por Alcalá de Henares aprovechando las fiestas de verano. Los imagino sonrientes, felices, y no puedo reprimir la alegría, como cuando se ve a dos koalas abrazados porque sí. Hace poco ella me ayudó a trapichear un Nokia N81, que obtuve by the face gracias a la inocencia de Vodafone. Durante el proceso, me hablaba de su novio y yo sentía en su voz esa contentura de la que hablaba mamá. Me imagino que ahora que tiene el Micra ya no necesitará que le preste mi coche otra vez, pero si lo hace se lo daré encantado y así me aseguro una revisión de aceite gratuita. Lo único que me jode es que, seguramente, cuando me llame, Sol ya sabrá de qué va el tema, y me sonreirá triunfal como lo hace cada vez que me gana al jugar al Cluedo.

jueves, agosto 07, 2008

Los últimos días de la prensa


La primera vez que salí en los periódicos yo debía tener unos diez años. Mi profesora me inscribió, contra mi voluntad, en un concurso de ortografía y semántica para el que no estaba, en absoluto, preparado. Me entró pánico, no por favor, señorita, le imploré, no me obligue a ir a ese concurso de lornas. Ella insistió con toda la dulzura del mundo, y usó como base un argumento que no yo, ni nadie, podía rebatir en aquél entonces: eres el único que sabe escribir y leer correctamente en este colegio de mierda, y no le digas a nadie que he dicho mierda en tu delante. Fui a casa y le conté a mamá lo que me esperaba, y ella, emocionada al máximo de que su hijo sea el tuerto rey en la tierra de los ciegos, me ayudó a mejorar lo que hasta entonces era mi cultura literaria (basada en cómics). Me hizo leer a Vallejo, Vargas Llosa y hasta el diccionario que entonces guardábamos en lo alto de una repisa, en una esquina oscura de casa. El diccionario se convirtió en mi mejor amigo, especialmente después de que descubrí entre sus páginas un folletín erótico titulado “Memorias de una pulga”, que devoré con ardor.
El día del concurso llevaba el librito ese en mi mochila, me quedaban unas diez páginas para terminar de leerlo. Me imagino que eso me sirvió como combustible para llenar cada una de las casillas del examen con la mayor rapidez del mundo. Hasta que llegué a la palabra “taciturno” y se me preguntaba su significado y/o sinónimo. Estaba perdido, no tenía ni puta idea de qué significaba la palabreja y, mediante señas, se lo hice saber a mi profesora que esperaba fuera y me observaba a través de un cristal. Ella se deshizo en mímicas inútiles, yo dejé el espacio vació, quedé segundo y me precipité al baño a terminar de leer. En la foto del periódico salgo sonriendo, abrazado a mi mochila y, por suerte, nadie notó la pequeña erección que asomaba debajo de mis pantalones escolares.

La segunda vez, estaba ya preparado mentalmente. Trabajaba en una revista y me había familiarizado de golpe con el olor de la tinta, las prisas de una redacción y la fama efímera que puede ofrecer un artículo bien escrito. El Comercio, decano de la prensa peruana, se interesó en la revista y vino una tarde, porque sí, a entrevistar al director general, que para colmo, era mi tío. Ya había pasado otras veces, él estaba de moda por haber sido el primero en publicar revistas latinas en España, y por eso no era raro que una tarde viniera Telemadrid y a la siguiente Antena 3 (creo que en un reportaje de esos, salgo cayendo pesadamente sobre unas cajas). La periodista de El Comercio era una rubia de ojos vivaces y labia educada. Hizo unas cuantas preguntas, grabó las respuestas en una Casio comprada seguramente en Hiraoka y después, para sorpresa de todos los que allí estábamos, hizo una foto grupal. Pusimos nuestra mejor sonrisa, seguros de que esa foto no se incluiría en el reportaje.
Una semana después mis amigos limeños me bombardeaban de e-mails diciendo que había aparecido en el periódico del domingo, que chévere tu chompa, que quién era la rubia de al lado y demás comentarios periodísticos altamente recomendables. Uno escaneó la página y me la mandó. Era gracioso verme allí, sonriente, y con una panza naciente, mientras en la misma página aparecía publicidad de una pollería con un lapidario slogan que decía “como todo lo que puedas, barriga llena corazón contento”.

La tercera, espero que haya sido la vencida. Acababa de entrar en el mundo de las impresoras industriales y tuve que asistir, en plan muñeco de peluche, a una feria especializada. Llegué puntual, embutido en mi traje recién comprado, elegantioso, como diría Cantinflas, y preparado para reventarme los riñones y sonreír a diestra y siniestra. Me pusieron al lado de un prototipo japonés, la primera impresora industrial capaz de borrar, ella solita, lo que había impreso anteriormente. Me aprendí el discurso: sí, el papel es más caro, pero aunque cueste veinte veces más puede reutilizarse 500 veces, como mínimo. Dentro de mi, la verdad, no creía que eso pudiera interesarle a nadie. Pero a los pocos minutos estaba rodeado de cámaras y micrófonos. Primero llegó la reportera de “Madrid Directo” una negrita guapa que me prometió sacarme, como no, en directo, pero que empezaría su reportaje con el portátil irrompible, que también hacía furor entre los asistentes. Vi de cerca como ella, impetuosa, tiraba el portátil al suelo como si fuera una bolsa de hielos de la gasolinera y, mientras la pantalla se iba a babor, y el teclado a estribor, cortó la transmisión en vivo. Qué cague de risa. Luego llegó otra reportera, bastante más guapa y nerviosa, que dijo ser de la televisión de Castilla-La Mancha y a la que le hice toda una demostración profesional del funcionamiento del maravilloso prototipo mientras que, a la vez, espiaba su escote y me grababa para siempre la forma de su ombligo en la memoria. Cuando terminó de entrevistarme, apagó su cámara y me preguntó si quería ver cómo había quedado. Acepté más por estar un rato más a su lado, y ambos comprobamos que la entrevista se había perdido para siempre porque ella había olvidado las cintas de grabación en Guadalajara. Le di mi tarjeta, y le hice el gestitocall me” a lo Austin Powers, obviamente, nunca la volví a ver. Recuperándome de esa desdicha me encontró un reportero italiano, de una revista llamada “datacollection”. Yo no tenía ni idea de que existiera algo así, contesté a un par de preguntas, posé para unas fotos, y lo vi marcharse con andar cadencioso hacia el bar, en donde se quedó dormido. Una semana más tarde el director general mandó un e-mail a todo el departamento con el título “debut de nuestro nuevo fichaje”. Adjuntaba un PDF con páginas de la revista datacollection, y a todo color, se me veía feliz, elegante, y enseñando con el mayor garbo posible una hoja en blanco. El pie de foto ponía “la primera impresora capaz de reciclar papel”. Reenvié el e-mail a mamá, esperando que eso le alegrara el día, me contestó a los pocos minutos y además de felicitarme añadió un comentario al final de su correo: “al menos en esta foto no se te ve el pájaro levantado”.

Ex Man


La única “ex” que sigue escribiéndome fielmente es Ely. No sé porqué lo hace, quiero creer que en el fondo de su ser guarda todavía un sentimiento especial, cariño bueno (para soñar), o, en el peor de los casos, nostalgia por aquellos años en que las patas de gallo no aparecían aún en su cara y ambos éramos jóvenes y lozanos. Entonces, ahora que la lozanía nos empieza a abandonar, seguramente mi recuerdo le sirve como reclamo para recuperar en su memoria esos días anteriores en que la risa y el estruendo eran una constante en nuestra despreocupada vida.
Me ha enviado una foto en la que estoy, como siempre, haciendo el payaso, me rodea un grupo de buenos amigos con los que pasé momentos olvidables pero divertidos. No fue la mejor época de mi vida, pero fue bastante menos aburrida que la actual. Durante los días en los que se desarrolla la acción de aquella fotografía, mi vida era un constante ir y venir de experiencias de todo tipo, y estoy seguro que a quienes están en esa foto les pasaba lo mismo. Ely mira hacia abajo, hacia el punto en el que yo estoy haciendo una pirueta al lado de Carlitos. Creo que para entonces él ya había olvidado a Liz, o al menos eso era lo que todos creíamos.
Le agradezco la foto con un mail de dos líneas, ¿para qué más? Cierro mi correo y a la vez me pregunto quién tendrá la foto en que estoy con La Kika, Miguel Cabezón, el Nero y Vázquez. Sospecho que Brisa la guarda en una especie de altar budú e invoca nuestros espíritus cada 14 de febrero, en plan Mum-Ra.

El otro extremo de las “ex” lo ocupa otra de la que no que no puedo siquiera escribir su nombre, porque temo que algún día termine la carrera y, ya convertida en una abogada, me denuncie por difamación, daños y perjuicios, coitus interruptus y mal de ojo. Lo nuestro terminó en plan pacífico, la distancia fue el olvido y así lo comprendimos una tarde de otoño español, cuando las hojas caían de los árboles y la peseta terminaba de desaparecer. Seguíamos hablando de vez en cuando, y como buenos ex que éramos, la tensión sexual existía y a veces nos divertía creer que algún empleado de Telefónica se ponía cachondo escuchando nuestras conversaciones. No sé porqué, se aficionó a detallarme sus juegos eróticos con su nuevo novio, y hasta me lo presentó una tarde que vino desde Barcelona sólo con ese fin. No me pareció mal tipo, y si no recuerdo mal, no la he vuelto a ver desde entonces. Pero claro, call me irresponsible, aún después de conocer a su nuevo consorte, no me resistí a las confesiones de sex shop que me hacía a través de las ondas. Así pasaron años, y la única forma de cortar ese flujo no solicitado de información era proponiéndole una cita, en alguna ciudad perdida, a lo que ella como noble y fina chica que era, decía que no con el mayor de los énfasis y no poca indignación. Pero a los tres meses, otra vez la burra al trigo.

En la película “El otro lado de la cama”, una ensalada de tópicos y canciones del pop español, hay una escena en que los amigos hablan en un bar madrileño. Uno de ellos, taxista creo recordar, dice algo así como “un tema: las ex, a una ex te la puedes follar cuando quieras”. Tal afirmación se cumple si no en el cien, en el noventa por ciento de los casos. Y me imagino que basado en ese resquemor, miedo, o como se quiera llamar, es que la última llamada de mi ex cuentacuentos terminó en un cruce verborreico que sólo sirvió para que ella prometiera no llamarme nunca más y yo le confesara, con la mayor sinceridad posible, que me importaba una mierda. Pasaron los meses y, fiel a su palabra, no volvió a dar signos de vida, y yo fiel a mi palabra no lo noté, hasta que descubrí sorprendido su incursión en mi perfil de hi5, abierto al mundo porque no hay nada que esconder. O sea, ¿en qué quedamos? Un escalofrío me recorrió el cuerpo y quise imaginar que lo había hecho por accidente, rechacé cuatro o cinco mensajes de gente que quería ser mi amigo virtual y desparecí por unos días de ese punto del ciberespacio.

A una ex te la puedes follar cuando quieras. ¿Cuántas neuronas habrá quemado el guionista para escribir esa frase? Ya me gustaría a mí que fuera cierto, pero, que una chica te bese en la mejilla y te diga que le gustas, ¿vale para considerarla una ex? (díganme que sí, por favor, y corro tras una que yo me sé). Es un tema de discusión digno de cualquier batiburrillo televisivo, porque, si discuten sobre si la henna es cancerígena, ¿por qué no pueden incluir mis dudas existenciales?
Lo ideal sería que todas aquellas personas que han pasado por tu vida tengan de ti un gran recuerdo, como persona (bien), como amante (mucho mejor) o como amigo (esto ya como premio consuelo, medalla de bronce). Pero si no se da el caso, tampoco hay que romperse la cabeza pensando en qué se hizo mal. No le puedes gustar a todo el mundo, y menos si viven en Barcelona.

martes, agosto 05, 2008

Saca la mano, saca los pies


Frente a un Ice Tea, sentado en el Starbucks de Las Cortes, escucho entusiasmado el relato de mi nueva amiga, acerca del concierto de Rubén Blades. Me cuenta que la gente se sabía todas las canciones, cosa que para ella, que fue en plan experimentación como fui yo una vez a un concierto de música africana, era algo imposible. Yo bailaba, decía, y los demás cantaban las canciones de principio a fin, y se supone que era salsa. Le expliqué que para los latinos, Blades era más que un salsero. Él, junto a Lavoe, Willie Colón y Celia Cruz, forman los pilares de la salsa. Ella escucha atenta mi historia, y luego hablamos de más cosas: The Beatles, jazz, teatro, cine, ensaladilla rusa, y un perro que pega su nariz en el cristal mientras su guapa dueña nos sonríe cuando nota que he derramado mi té. Nos despedimos y mi amiga ofrece acercarme a casa, le agradezco el gesto pero llego antes metro.
Apenas bajo las escaleras el calor sofocante me golpea la cara como si fuera el aliento de un dragón. Ha subido el precio del abono mensual de transportes, podrían al menos gastar algo en aire acondicionado ¿no? Llega el tren y no hay asientos, no importa, sólo son cuatro estaciones las que me separan de mi sofá, mi tele y una copa de vino. Estoy de pie, colgado del pasamanos, preguntándome si el perro olisqueador era un Bulldog o no, frente a mí hay una pareja mayor que habla de sus cosas, al lado suyo va sentada una china que lee un periódico en inglés y lleva zapatillas alemanas. Próxima estación Tirso de Molina. Del lado opuesto del vagón llega un tipo con pinta de indonesio, desnutrido y con los ojos saltones, me recuerda a los yonkies del Callao, además se viste igual que ellos. Hace sonar los dedos, como Fonzie, para que me aparte de su camino. El gesto me pilla desprevenido, con la guardia baja, y no hago más que apartarme sin quitarle la mirada de encima, a su paso empuja con las piernas las rodillas de la china y de la pareja, el marido lo mira con recelo y algo de asco.

Se abren las puertas y baja un poco de gente, el aire corre y aprovecho para llenar mis pulmones un poco más. Se cierran las puertas y el tipo sigue en el tren, ahora veo que lleva una bolsa de papel en la mano, y que su cara parece más sudamericana que la de Manco Cápac. Se pega sospechosamente a una rumana que, seguramente cansada de trabajar, no lo nota. Todos los demás vemos, entre sorprendidos e indignados, cómo la mano del ladrón se desliza bajo la bolsa de papel para empezar a abrir el bolso de la rumana, que sigue pensando en sus cosas.
Mamá sufrió, a finales de los noventa, un robo similar. al llegar a su destino comprobó que le faltaba la cartera de su bolso, y con ella había desaparecido el sueldo del mes. Cuando buscó a la policía del metro para denunciar el robo, el agente la miró de arriba abajo y le espetó "son tus paisanos los que vienen a robar, así que no te quejes", humillada e indignada, salió del metro cagándose en todos los muertos del policía, y ya fuera, sólo pudo limitarse a llorar sentada en un parque de Moratalaz.
Lo miro a los ojos, como diciéndole sé lo que estás haciendo, pero él me sostiene la mirada y me rindo ante tamaña conchudez. Qué sirvengüenza, qué lisura, carajo diría mi abuela. Próxima estación: Atocha Renfe. El tren se mueve bruscamente al entrar en la curva de la estación y la mano del ladrón mueve el bolso de la rumana, que ahora sí, nota la incursión, el allanamiento, y mira desde su metro ochenta el metro sesenta del ratero. Éste le da la espalda y baja presuroso perdiéndose entre la multitud que corre a buscar su tren.

Qué impotencia, joder, qué impotencia, dice el marido, que golpea con un puño el lateral de su asiento, perdonar pero estas cosas me ponen negro, perdonar. Yo le digo que se tranquilice, que todos lo estábamos viendo y nadie hizo nada. Una chica que está parada a mi lado me da la razón y dice, claro, encima si te metes te puedes llevar un puñalada o algo, no merece la pena. La mujer mayor cuenta que a ella la amenazaron unos ladrones y aunque sabía que no le harían nada, la paranoia la persiguió durante meses, y no se sentía segura ni en la panadería de su barrio. La rumana nos mira sin entender nada de lo que hablamos, la chica prudente baja en Menéndez Pelayo y yo me pregunto si esta gente no tendrá otra opción para ganarse la vida. ¿Por qué cruzar el océano, sólo para robar? Esta es la gente que nos da mala imagen, diría mi viejo, que como yo, ha visto ya varios robos en el metro y tampoco ha hecho nada. ¿Para qué? Próxima estación: Puente de Vallecas. Me despido amablemente de mis ocasionales compañeros de viaje, bajo del tren y en el andén veo a una mujer que cargada de bolsas es recibida por los que parecen ser sus hijos. Ella luce cansada, y ellos la llenan de caricias y besos que la reconfortan. Debe ser su día libre, pienso, seguro que trabaja como interna en una casa de ricachones. Salgo junto a ellos y la noche nos refresca a todos, uno de los hijos saca una botella de su mochila y se la ofrece a su madre, que acepta gustosa. Ellos van hacia Vallecas y yo en dirección contraria. Me quedo con su imagen y mientras bebo un copa de vino, ya en mi casa, pienso que esta gente, trabajadores incansables, es la que nos da buena imagen, y sé que mi viejo estaría de acuerdo conmigo.