lunes, agosto 11, 2008

Ando buscándote en Japón, ando buscándote en Nueva York


Sol ha desaparecido, como mis abdominales, y mis ganas de luchar por el beso de la muerte. La última vez que supe de ella estaba varada, en Tokyo, esperando que la dejaran subir en algún avión que volviera a Europa. Volvía de pasar un par de semanas en Nueva Caledonia, una de esas islas paradisiacas que aún poseen los franceses como rédito de su época colonizadora. La isla(s) está(n) en el suroeste del Océano Pacífico, y durante un tiempo fue usada como una gran cárcel con vistas al mar; luego, a finales de los noventa, logró su autonomía pero sigue formando parte de territorio francés. La gente de Nueva Caledonia tiene la nacionalidad francesa, llevan pasaporte francés, y como ellos, pueden decir que son campeones del mundo.

Cuando Fred y Sandrine decidieron establecerse allí, a mí, sedentario tradicional, me pareció una locura su actitud nómade. La aplaudí, es verdad, especialmente cuando supe que por ser franceses (de verdad) y decidir trabajar en las islas, recibirían un plus en sus sueldos. Sin mencionar el hecho de que no tendrían que preocuparse más por los fríos inviernos de la France, que siempre le daban un adorable color rojo a la nariz de Sandrine. Empacaron sus libros, discos, y la guitarra y volaron al paraíso. Sol nunca más podría visitarlos sin gastar mucho dinero, pues dentro de un par de meses cumplirá la edad límite que permite Air France para viajar con descuentos por ser hija de un piloto de la compañía. Yo comprendí este hecho (si no lo hubiera comprendido, no habría habido diferencia, la verdad) y acepté pasar mis vacaciones solo, en Madrid, mientras ella disfrutaba con sus amigos.

Y vaya si lo hizo: submarinismo, viajes en avioneta, paseos por el mar en el barco que Fred ha comprado junto a unos amigos, senderismo, y mucho descanso. Ella estaba feliz, y me lo decía en cada uno de sus e-mails en francés, que comprendo cada vez mejor, asombrándome a mi mismo de mi evolución involuntaria en esa lengua.
Se suponía que cuando acabara su periplo isleño, tomaría una avión de vuelta a casa, la suya, en Brest, no la nuestra, en Madrid.

Ese era el plan, pero en la escala en Tokyo se quedó en tierra porque el avión ya iba muy lleno, la alojaron en un hotel de lujo en la ciudad y le prometieron que intentarían subirla en el próximo vuelo a París. Y fue entonces cuando le perdí la pista. Dejé pasar un día completo, calculando mal las distancias, las horas de vuelo, el jet-lag y la discordancia neuronal. Al segundo día, ya inquieto, intente llamarla recordando que había puesto mucho énfasis en meter su cargador en la maleta, para poder mandarnos SMS cuando nos entrara la nostalgia romántica (en mi caso, los domingos por la tarde), pero siempre obtuve como respuesta el mismo mensaje: “información gratuita de Orange, blablabla”.

Le escribí un par de correos electrónicos, cortitos, imaginando que ya estaba en París con Delphine y que ésta se había puesto ya de parto y eso había motivado que Sol se olvidara de informarme sobre su retorno. Tampoco hubo respuesta, así que me quedan ahora mil dudas, no sé si está en París, no sé si sigue en Tokyo, no sé si ha leído mis e-mails, no sé si ha perdido el cargador de su teléfono, no sé si llegará antes del miércoles para acompañarme al estreno en España (un mes después que en todo el mundo, as usual) de “The Dark Knight”, y espero que Al menos llegue puntual a nuestra cita. Defino: en estos casos, cuando ella vuela lejos, quedamos en vernos en alguna ciudad. Esta vez la escogida es Liverpool, pero el vuelo sale desde Madrid y no le queda más opción que volver, a diferencia de ocasiones anteriores en que yo he llegado con mi maletita al hombro y feliz de la vida, a Roma o París, para poder cenar juntos. Mamá pregunta que cuando vuelve la francesa, yo contesto que conociéndola llegará cinco minutos antes del embarque a Liverpool. Nos reímos y seguimos despedazando el pollo que hemos comprado sin saber que al día siguiente nos infectará el aparato digestivo. Yo sigo esperando que ella dé signos de vida, pero por si acaso, ya he escrito a Dario un correo, sugiriéndole que me acompañe a ver la última de Batman. Él, como siempre, no ha contestado mi e-mail. Al final, iré solo al cine, ya verás.

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