lunes, agosto 04, 2008

Happiness is a warm gun


¿Por qué empezar este post con preguntas? ¿Por qué mis tostadas contradicen la Ley de Murphy, y caen sobre el lado sin mantequilla? ¿Por qué Mariah Carey parece haber enloquecido tras su ruptura con Luis Miguel?¿Por qué las piscinas llevan tanto cloro? ¿Por qué Alfonso tenía esa noche una Beretta, bajo el asiento?

Lima suele ser una ciudad hostil, lo es para los limeños, así que me imagino que debe ser absolutamente horrible para los turistas. Alfonso era chileno, y estaba en la ciudad de vacaciones. Le pregunté varias veces si no había otro sitio más bonito para vacacionar, no sé, ¿Cuzco, tal vez? Él decía que a Cuzco podía ir después, pero que su reto de este año consistía en conocer las capitales de Sudamérica, y por eso estaba conmigo en ese bar de la plaza San Martín. Me contaba que la que más le gustó fue Buenos Aires. Es la más europea de todas, afirmaba, y yo tenía que creerle, sobretodo porque entonces yo no había visto Europa y él, hijo de exiliados políticos, había vivido a caballo entre Londres y París. Hablaba inglés como un Lord pero cada vez que chapurreaba el idioma de Dumas parecía más el Pitufo Pintor que Astérix. El bar en el que estábamos era uno de mis favoritos, rodeado de gente bohemia, escritores y pintores, música de fondo al volumen justo, y paredes decoradas con primeras planas del Comercio, antiguas y amarillentas, en las que aparecen noticias como la muerte de Banchero Rossi, el golpe de estado de Velasco, o el éxito mundial de “La Ciudad y Los Perros”. Alfonso bebe su café como si el mundo se hubiera detenido y yo me pregunto si el de la barra es Bryce Echenique. No, pero se parece un huevo.

Salimos a caminar por el Jirón de la Unión, es ya de noche aunque sean las ocho y las luces de neón nos invitan a un cine, a una pollería, a comprar oro, o artículos de piel; nos venden discos, ropa, comida china y relojes, baratos flaco, son Citizen, por mi marecita. Los olores inconfundibles de los anticuchos abren el apetito y nos paramos a pedir un par de raciones. Le digo que son trozos de corazón, pinchados en un palo a modo de brocheta, Alfonso, me guiña un ojo y se come dos de un bocado, mastica lentamente, como si fuera su última comida en la vida, y después de beber un poco de cerveza para ayudarse a tragar me confiesa que le ha encantado, mil veces mejor que las arepas de mierda que comí en Bogotá. Yo casi no he probado mi anticucho, sólo como comida callejera cuando conozco al ambulante: anticuchos en Jesús María, cebiche en Saenz Peña, papa amarilla con rocoto en la avenida Abancay.

Bajamos por el jirón Huancavelica, Alfonso ha dejado su escarabajo de alquiler en un parking de la avenida Tacna. Esto está lleno de ópticas, me dice, y le cuento que en una de ellas trabaja un chico de mi barrio, amigo de mis tíos, que me consiguió unas gafas Hermès graduadas, a muy buen precio. Tenemos que volver otro día, contesta entusiasmado, y seguimos bajando sin prisas, disfrutando lo que podemos, aunque yo me he dado cuenta ya que nos siguen desde que paramos en el anticuchero, y no le he dicho nada a mi amigo. Es un gordo con una gorra de camionero, es de noche, no sé por qué lleva gorra, ha parado en los mismos escaparates que nosotros, y también giró a la derecha en Rufino Torrico, cayendo en mi trampa sutil, porque podríamos haber seguido perfectamente por Huancavelica y llegar a Tacna mucho mucho más rápido. Ratero y huevón, pensé, tendrías que disimular mejor. Nos mira de vez en cuando, debe estar tasando nuestra ropa, nuestros relojes, la cadena de oro que Alfonso no se ha querido quitar, a pesar de mis consejos.

Llegamos a la esquina de Emancipación y giramos a la izquierda. El ratero hace lo mismo, ya sin sutilezas, se pone a la derecha apuntando al reloj de mi amigo, sin saber que el mío es mejor. Lo veo reflejado por los cristales del banco mientras finjo interesarme por una promoción, deposita 500 soles y llévate esta vajilla Melamine Presidente. Llegamos a la esquina de Tacna y Emancipación, una suerte de 5Th Avenue limeña, aquí solían estar los mejores cines, los mejores teatros, los mejores coches, ahora lo más interesante es la tienda de turrones con la cara de Don Ramón en la puerta. Amago, como si fuera a comprar, pero salgo por una puerta lateral. El ratero hace lo mismo, es hora de avisar a mi amigo, nos siguen, le digo, quítate el reloj y la cadena. No me hace caso, una extraña aureola de seguridad lo acompaña, si le hubiera hecho la misma advertencia a alguno de mis tíos españoles ya habrían parado un taxi y estaríamos bajando por la Plaza Castilla a toda velocidad. Alfonso siguió caminando tranquilo y bajó al parking silbando, como si con él no fuera la cosa. Me senté en el asiento del copiloto y desde allí vi como mi amigo sacaba la Beretta de debajo de su asiento y le encajaba un silenciador, un Weihrauch, decía, de media pulgada, una belleza, mi ángel de la guarda. No veía un arma desde que Pepito bajó el Smith & Wesson de su viejo, deseé que el ratero hubiera tenido un ataque de lucidez y decidiera abandonar la persecución. No fue así y dos segundos después le estaba poniendo a mi amigo un verdugillo en la garganta.

-El bobo y la cadena, conchetumare’ – gritó, asustador – o te hinco.

Creo que recuperé el sentido cuando pasábamos por debajo del reloj de la avenida Argentina. Alfonso iba silbando “Don’t Worry Be Happy” y yo sólo atiné a preguntarle ¿Lo has matado? Me dijo que no con la cabeza, y noté la decepción en su gesto, no podrá tener hijos, confesó, le he metido un balazo en los huevos, justo después de que te desmayaras. Recordé entonces el brillo de la Beretta al salir como un flash, recordé la cara de horror del ratero, recordé a mi amigo apuntándole, y después ya no recordé más. Alfonso me dejó en mi barrio, te escribiré desde Montevideo, me promete. Me siento en un parque a pensar un poco en lo que acaba de pasar, llega Mili y me ve allí, mirando al infinito, me tapa los ojos con las manos y pregunta ¿quién soy? Reconozco su perfume y le doy un beso sonoro en la mejilla, ¿qué te pasa, huevón? Pregunta divertida, nada, le digo, y nos vamos caminando mientras trato de disimular que todavía me tiemblan las rodillas.

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