jueves, julio 31, 2008

Sonríe, eres más viejo


Odio mis cumpleaños. El último lo celebré vestido de Meteoro, pero fue simple y llanamente por burlarme de mí mismo, en un acto de autoinmolación treintañera que siempre me perdonaré.
Por lo general mis cumpleaños sirven para recordarme que ha pasado un año más sin conquistar el mundo, 365 días más en que no he conseguido hacerme millonario, chorrocientas horas en que no he podido comprarme un Ford Mustang y un huevo de segundos en que no he podido darle una patada en los huevos al Papa.

Por ese instinto asesino y a la vez huevón, natural en todos los descendientes de los Incas, intento pasármelo bien en ese día tan señalado. Normalmente dejaba que mi vieja, gran fanática de cualquier fiesta que hubiese a su alrededor, organizara mi agasajo; onomástico decían en mi barrio cuando se querían poner finos, pero quedaban muy mal, horrible, tan vulgares como un futbolista nuevo rico (sí, Ronaldinho, me refiero a tí).
La pobre, con el mayor de los amores del mundo, preparaba un pastel de esos que le salían horribles, invitaba a mis amigos que me caían muy bien, y a mis primas que me caían muy mal(tengo mil fotos a su lado, que guarda mamá bajo llave para que no se me vuelvan a quemar por accidente). Ambos grupos llegaban sin regalos bajo el brazo, lo que hacía que la reunión no tuviera, siquiera, un aliciente en forma de muñeco de He-Man o pantalón de Oechsle. Yo soplaba las velitas y aguantaba abrazos, fotos y risitas, porque mamá era feliz.

El año en que nos cambiamos de barrio quiso hacer lo mismo, pero allí no tenía amigos, y mis primas no podían venir. La fiesta se canceló, y yo descubrí, a modo de mejor regalo del mundo, que no tener amigos, o no presentárselos a mamá, era una garantía de pasar un cumpleaños como tiene que ser: desapercibido.

Algunas personas sí tienen afición por los cumpleaños. Cuando comencé a salir con Sol me di cuenta de que ella era infinitamente más sensible que yo (lo comprobé cuando cerraba los ojos en las escenas sangrientas de C.S.I.) y le preparé una gran sorpresa para su cumpleaños. Reservé mesa en un restaurante y, previo soborno, antes de los postres teníamos un guitarrista que le cantaba, en exclusiva, el cumpleaños feliz. Ella aceptó gustosa el regalo y entonces comprendí un poco a mamá y su fiebre por los cumpleaños, aunque nunca entenderé porqué ella jamás notó mi cara de asco cuando mi prima, la gorda, corría a abrazarme antes de romper la piñata, para soltarme inmediatamente después de que el pastel recibiera el primer corte. Al salir del restaurante le pedí a Sol que me esperara un segundo, volví a entrar y le quité diez euros al músico mientras le miraba a los ojos y le decía ¿no se te ocurrió cantar otra cosa, genio?

Y es que no hay canción más estúpida en el mundo que el Happy Birthday. No se han roto la cabeza con la letra, y cuando ésta termina empieza la musiquita en plan vodevil, que es aguantable cuando aparece de la nada Chaplin, pero así, con el sonido del órgano desenfrenado y tus parientes aplaudiendo, como que no. Su variante castellano-latina es aún peor, y de esa mejor ni hablar.

Mi vida adulta ha traído un nuevo género de cumpleaños. Ahora, tengo que llegar al trabajo con una caja de galletas bajo el brazo y dejarlas en el comedor de la oficina. Al completar ese ritual, debo apresurarme a enviar un e-mail a tutiplén para que mi mundo laboral sepa que esas galletas no las trajo un duende, sino yo, y las chicas puedan llenarme de besos. La última vez que lo hice, me puse filosófico y en el mail escribí “He dado 32 vueltas al sol, para celebrarlo dejo unas galletas en la cocina. Chicas: acepto todo tipo de besos”

Gané el dudoso honor del mail más gay del año, entre mis compañeros de oficina y bajo votación secreta

Esa misma noche, Sol me llevó a un restaurante a cenar. Durante toda la comida deseé (como antes deseaba una bicicleta) que nadie saliera de la cocina con una guitarra, charango, ukelele, o cualquier otro instrumento musical a cantarme el cumpleaños feliz, te deseamos a ti. Por suerte eso no pasó, y el máximo agasajo llegó cuando, por cumplir años ese día, no tuve que pagar mi cena. Al volver a casa encendí el teléfono y vi que mamá me había mandado un mensaje de felicitación a las 00:01 de ese mismo día. Como siempre, fue la primera en recordarme que ya era un año más viejo. Y ella también. I love you, mami.

No hay comentarios: