jueves, julio 31, 2008

Bulbasaur


La teoría general era que, al nacer, algún desgraciado le cortó las rodillas. El Mongo y sus amigos lo adoptaron como mascota oficial cuando lo encontraron sentado frente a la casa de Mariana, con uno de sus tangas en la boca. Bulbasaur nunca quiso confesar como lo consiguió.
Era lo que, en el argot popular se denomina un perro chusco. Que es el equivalente a una mezcla indiscriminada de razas, originada según las leyendas, cuando una perrita de alta alcurnia salió a pasear con su dueña por las calles del entonces limpio centro de Lima y sufrió el ataque indiscriminado de una jauría de perros callejeros. La aristócrata vio, horrorizada, como su mascota pasaba de perro en perro, y comprobó, con la menor de las sorpresas, que lo que en un principio era una lucha por el honor perdido se convirtió con el paso de los minutos en un disfrute interminable. Para la perra. Maggie, que así dicen que se llamaba, tuvo seis perritos, cada uno de ellos de distinto color. Los cachorros fueron abandonados a su suerte en el Rímac y sus descendientes perpetuaron el ritual reproductor por los siglos de los siglos. Así, 200 años después, Bulbasaur apareció de la nada, como sus ancestros.

Mariana lo odiaba. Le voy a dar veneno, decía cada vez que se lo encontraba, dormido o recostado sobre sus patas delanteras, que eran diez centímetros más cortas que las traseras. No sé cómo hace para entrar en mi casa y llevarse mis calzones. El Mongo intentó saber su secreto. Se escondió durante todo un día detrás de una turbia cortina y desde allí vigilaba a Bulbasaur que, como si se sintiera observado, miraba en dirección de su espía cada cinco minutos. ¡Perro de mierda!, gritó el Mongo cuando llegó la noche, y le tiró una botella de plástico. La mañana siguiente Bulbasaur no estaba en su lugar habitual, pero al mediodía apareció en la esquina con un tanga de Mariana y un calzoncillo de su observador, sobre los cuales dormía plácidamente.

Los otros perros del barrio, chusquísimos como él, le tenían cierto respeto. Ni siquiera el Tenebroso, un perro enorme y negro que parecía tener algún cromosoma de gran danés, se atrevía a ladrarle al verlo pasar. Decían las malas lenguas que un día Bulbasaur fue atacado por un perro extraño que lo cogió con las fauces y lo lanzó repetidas veces contra un bloque de hormigón, y que éste no ofreció resistencia. Al terminar de sufrir el ataque se levantó sobre sus patas traseras, más largas que las delanteras, y se fue con la cabeza en alto a pesar de su deformidad. El perro forastero apareció al día siguiente muerto, vomitando espuma, y con un calzón talla XXL enfundado sobre la cola, a modo de mortaja. Después de eso los perros callejeros (y algunas personas) solían dejar, a modo de ofrenda, un poco de su festín basurero allá donde a Bulbasaur le diera la gana de echarse a dormir.

Mariana cumplió su promesa de envenenarlo varias veces. Hasta la noche en que mientras retozaba de lo lindo con uno de sus novios en el salón de su casa, vio como Bulbasaur bajaba las escaleras con una caja de condones en la boca. Su afortunado visitante se dio por aludido y le dijo qué buena, flaca; sabía que te morías por que nos acostemos, pero ésta es la forma más original de pedirlo que he visto en mi vida. Ella, roja como un tomate, se acomodó el vestido, abrió la puerta y le dijo con la mayor de las educaciones que se fuera a que lo cache un burro ciego. Bulbasaur salió caminando con total normalidad, y antes de cruzar la puerta miró a Mariana como diciéndole, eso te pasa por dejarme carne con veneno para ratas, mamita.
Cuando ya el barrio empezaba a acostumbrarse a él, cuando ya se había ganado el respeto de su raza, cuando ya Mariana dejó de intentar envenenarlo, cuando ya al Mongo no le quedaba ningún escondite para sus calzoncillos, Bulbasaur desapareció para siempre. La gente se movilizó como si se tratase de un niño perdido. En cada esquina pegaron copias de un dibujo hecho por Mariana y que llevaba en la parte inferior la frase “vuelve a casa, asqueroso”. El Mongo intentó pensar como él, y se preguntaba dónde estaría yo si fuera Balbasaur, pero sólo podía imaginarse a sí mismo revolcándose como un cerdo en el cajón de la ropa interior de Mariana. Los meses pasaron y el sol quemó cada una de las copias del dibujo. El perro no apareció y nadie supo, nunca, cómo hizo para destapar de golpe las intimidades de los personajes del barrio. El Tenebroso se convirtió en la sombra del perro malote que fue, y más de una vez se le vio comer hierba mientras otro perro, con bastantes menos kilos, lo montaba por detrás formando una imagen digna del National Geographic. Mariana y el Mongo no tuvieron otro tema de conversación durante meses y sus ropas quedaron, para siempre, en el lugar en que debían estar. Ella nunca confesó que tenía enmarcado el dibujo original de Bulbasaur, y él no le dijo a nadie que había bautizado a ese perro chusco con el nombre de un Pokémon.

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