martes, julio 01, 2008

Metrópolis


Fue mejor de lo que imaginaba. Si en algún momento hubiera pasado algún coche negro seguido de la policía (no, mejor, por Batman) entonces ya hubiera llorado de alegría. A punto estuve cuando, mientras Sol y yo disfrutábamos de un concierto de jazz, pude comprobar (tras varios incrédulos momentos) que la camarera rubia me sonreía y me hacía hola con la mano. Giré la cabeza para ver si había alguien detrás, pero a mi espalda sólo tenía un poster del gran Miles Davis. Me muerdo los labios para no llamarte.

Las calles eternas tenían semáforos pensados en los transeúntes, lo que motivaba que viajar en bus fuera casi una experiencia turística: mira Pottery Barn, mira Virgin Megastore, mira el Madison Square Garden, mira un cowboy en pelotas tocando la guitarra en pleno Broadway Street. Central Park tampoco decepcionó y al sentarte frente al lago, disfrutando de un trago de Snaples (del que fui adicto por una semana) podías ver tranquilamente el edifcio neoclásico llamado Empire State, y si eres un poco freak te imaginas a Phoebe y Rachel corriendo mientras una valiente y avispada ardilla intenta robarte la mitad del muffin que has descuidado por culpa de la pelirroja que acaba de pasar en bicicleta. Sol se hizo adicta a Newman’s Own, una bebida patrocinada por el actor y cuyos beneficios van, derechitos, a la caridad y a luchar por la justicia.

El ambiente me puso romanticón, y decidí hacer algo que no estaba en mis planes. Esta noche vamos al cine, propuse, veremos Sex in The City, que sirva de algo nuestro buen nivel de inglés. Ella estaba feliz, y tras cenar en un Diner y comprar (yo) libros como locos en Barnes & Noble entramos a la función de las 22:00 en en el Loews Theatre de Broadway. Mientras veíamos la película comprendimos que el Subway de New York, no era muy “Sub” que digamos pues cada vez que pasaba un tren nuestros asientos se estremecían un poquito y por un momento llegué a creer que los cólicos de Charlotte venían acompañados de un golpe de realidad virtual. No se lo digan a nadie, pero disfruté la película, especialmente cuando dejan plantada a Sarah Jessica Parker en el altar (anda, ya les jodí el final). Eso sí, envidié a muerte el piso que compran en pleno 5th Avenue, con vistas al Central Park.

Nuestro hotel estaba en el Upper West Side de Manhattan, y desde allí fue fácil descubrir lo grande que puede llegar a ser la ciudad. Puedes salir a medianoche y comprar el periódico, entrar a un Deli y pedir café para llevar, que bebes mientras caminas tranquilamente o mientras lees el New York Times; desde el Upper se puede buscar un bar donde beber margaritas mientras oyes a Maná, o un Apple Martini mientras de fondo escuchas a Louis Armstrong, pero también te sirve para comprender que quienes viven en Long Island, o Queens, y trabajan doce horas al día deben estar bastante jodidos y tienen razones de sobra para sentirse apartados del mundo.

Fue un crimen para mi bolsillo llegar en tiempo de rebajas, y encima con 100 euros de regalo, cortesía de Air France por haber perdido mi maleta. Los de Gap en la calle Lexington deben amarme con locura, y los del H&M que está justo enfrente me odiarán con la misma fuerza, especialmente porque todo lo que vendían me parecía tres veces más caro que en Madrid y los mandé a tomar por saco. Cuando preparaba mi vuelta me tumbé en Central Park a leer una entrevista a Obama publicada en Rolling Stone, y me di cuenta que para los gringos su futuro presidente es una especie de Kennedy resucitado y mezclado con Luther King, alguien que les limpiará la vergüenza y lo mal vistos que están el mundo gracias a los Bush, un hombre que es capaz de bajar de su limousine para comprar un brick de leche porque su mujer le ha mandado un SMS y si llega a casa con las manos vacías le espera una bronca. He's one of us, a goodfella.

El jet lag sólo me ha dejado dormir tres horas, pero sarna con gusto no pica, y mientras preparo mi cuerpo para el próximo concierto de The Police, intento buscar la forma de volver algún día a New York, alojarme en Manhattan y volver a equivocarme al tomar el metro express que no para hasta el Bronx. Y bajar del vagón con los huevos de corbata.

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