viernes, octubre 19, 2007

Fear & Loathing in Comas


Abro medio ojo, el izquierdo. Este no es mi techo, falta la telaraña de la esquina, esa que no tiene araña, y falta también la mancha de humedad que se quedó para siempre tras la única lluvia del año en Lima. Huele mal, es mi hombro, he vomitado algo marrón mientras dormía, o al desmayarme, no sé. Parecen trozos de anticucho, sí, ya recuerdo, comimos anticuchos, al salir del chongo ese de las cholas gordas, échele bastante ají, casera, a ver si me quita la borrachera. Hay un poco de cebollita china también, parece, pero eso no me acuerdo de dónde ha salido (o mejor dicho, cuando ha entrado). Quiero ver qué hora es, pero levanto el brazo derecho en vez del izquierdo, tengo dibujos en los nudillos, y una letra en cada dedo, me esfuerzo en distinguirlas:HATE, y en la derecha la misma vaina, pero hay otra palabra: LOVE. Sonrío y me pregunto quién habrá homenajeado a Robert Mitchum usando mis manos, mientras dormía. Me quito la camisa, nunca más volverá a ser blanca, vas derechito a la basura mamita, se acabaron las juergas para ti. Al sentarme confirmo mis sospechas: no tengo pantalón, y sólo tengo uno de mis calcetines, no puede ser, justo anoche me había puesto unos calzoncillos viejos, con el elástico vencido.
Dejo atrás el sofá que me ha servido de cama, y voy a gatas por el salón que empiezo a reconocer como el de mi amigo Vásquez, con el que comparto cumpleaños y afición por el alcohol barato. En el sillón está el Nero, semidesnudo también, con la cara cubierta por un calzón enorme que alguna vez fue de color melón. Él si lleva puestos sus dos calcetines, blancos, deportivos, los mocasines negros que usaba siempre creo recordar que se los tiramos a un taxista pirata en la avenida Universitaria, después de que no nos quiso llevar; ustedes me van robar borrachos de mierda, o como mínimo me vomitan los asientos, dijo, antes de echar humo por el escape de su Toyota asqueroso. Debajo de una mesa llena de vasos vacíos y botellas volcadas, duerme la Kika, todo a su alrededor huele a vómito y una sustancia verdosa lo rodea. Cada vez que ronca hace burbujas con su saliva y se limpia los labios con la lengua, sin abrir los ojos, como si durmiera sobre un campo de flores. Susurra un nombre, de repente, y se arrastra hasta la pata de la mesa, que abraza con extrema devoción. Una botella rueda hacia el suelo y estalla cerca de su cabeza, ni siquiera el baño de ginebra logra despertarlo de su sueño feliz. Al menos está vestido, aunque lleva puestos zapatos de mujer.

Sigo arrastrándome y en el pasillo me encuentro a una mulata espectacular. Está montada sobre una silla de terciopelo y duerme apoyada sobre una mesita de café, el espejo refleja el tatuaje de su espalda desnuda. Viste sólo un tanga rojo, y no parece tener frio. Uso su hombro para incorporarme y por culpa del impulso y mi peso cae como una muñeca al suelo, golpeándose la cabeza contra un montón de ropa que no logro reconocer y botellas de plástico. Conchetumare, rebuzna. Por debajo de mi calzoncillo asoma un condón usado. Lo tiro como si fuera un bouquet de novia y se queda colgado de una lámpara.

Al final del pasillo hay una habitación, la puerta está abierta. Dentro me parece reconocer al dueño de casa, está completamente calato y tiene sobre su cara los genitales de una rubia, que cómo él, debe haberse dormido en pleno 69. Hay más ropa, botellas y condones, tirados por todos lados. Recojo del suelo un pantalón y un polo, intento vestirme pero es muy dificil lograr coordinar mis brazos y piernas y caigo varias veces sobre algo viscoso que se pega en mi espalda. Vuelvo hasta el salón buscando mis zapatos, y al pasar por la cocina encuentro a otra mujer, ya despierta, desayunando huevos fritos y café con leche. El olor a comida me hace vomitar, busco el baño desesperadamente, debe ser esa puerta de la derecha, la abro y suelto todo sin abrir los ojos. Busco a tientas un trapo y me limpio la boca, escupo, me la vuelvo a limpiar, los ojos me lloran pero logro distinguir una cama y dentro de ella una niña que me mira horrorizada. Disculpa, digo, y salgo avergonzado. Encuentro mis zapatos después de veinte minutos. Ha sido una labor casi de desescombro entre cuerpos alcoholizados, ropa sucia, botellas, condones, y hasta un perro, que según recuerdo, bebió más whisky que todos nosotros juntos. Salgo sin cerrar la puerta y trato de subir al primer bus que pasa por la calle, es una suerte que en Lima no necesites llegar a la parada para que te hagan caso, porque en mis condiciones no habría podido encontrarla. Subo, pero no tengo dinero y el conductor me obliga a bajar, pitucos de mierda, le oigo decir. Instintivamente me quito el reloj.


Camino sin rumbo, no sé ni dónde estoy, espero a que se me despeje la cabeza un poco. Todos los ruidos se juntan y parecen estar contra mi, ¿porqué tiene que haber tanta bulla en esta ciudad de mierda? Chatarreros, vendedores de plátano y uva, claxons, pitos, perros vagabundos peleando, y no sé cuántas vainas más. Un taxi se para a mi lado y le hago señas para que se vaya, insiste, lo miro con odio a ver si así se larga de una puta vez, pero reconozco a Martín, un pata de mi barrio que es, entre muchas otras cosas, taxista pirata. Me has salvado huevonazo, le digo, te debo una chela. Abro los ojos y veo mi techo, allí está la telaraña de siempre, sin araña, y la mancha de humedad, no recuerdo cómo ni cuándo he llegado a casa, ¿me habrá traído Martín en brazos? Qué sed tengo, carajo.

miércoles, octubre 17, 2007

Descubra sus cañadas, oiga


El bus nos recogía a las 8 y media, frente a la estación de Atocha. Me había inscrito Sol, y yo, por no pelear, acepté ir a la excursión aún sabiendo que odio las caminatas, los paseos en el campo y todas esas mariconadas; yo quería quedarme en casa, hincharme de cerveza y ver la última carrera de la Fórmula 1, en Brasil.

- Regresamos a las 4 y media, tienes tiempo de sobra de llegar a ver la carrera – me dijo.
-Ojalá, porque quiero ver cómo Alonso saca a Hamilton en la primera curva - respondí, con cara de niño castigado.

Nos dieron unas camisetas con el logo de “Descubre tus cañadas”, unos libros explicando el recorrido y un mapa con las zonas que aún nos quedarían por ver, si nos animábamos a volver. Yo iba preparado y en mi mochila llevaba un libro, además de música en mi móvil pues pensaba dormir apenas me sentara en el bus. El tiempo de trayecto estimado era de 1 hora y media. No pude dormir. Nos pusieron un video sobre las cañadas, ovejas, y lo bonito que era el campo, haciendo hincapié en lo satisfactoria que resultaba la experiencia de caminar por caminos para ganado. Los niños se aburrían, y apenas acabó el reportaje, pusieron el VHS de la Máscara 2. A todo volumen.

Al llegar, el aire puro casi me revienta los pulmones, pero la sensación de libertad y amplitud me reconfortó enseguida. Caminamos siguiendo a la guía, que no debía ser mayor que yo, y ella nos iba mostrando cada cierto tiempo las peculiaridades de la zona. Aquí se contaba el ganado, aquí se pagaba el tributo a la corona real, aquí se herraban los bueyes. Sol saltaba feliz como Heidi, y yo intentaba decidir si comerme una de las tantas zarzamoras que poblaban los arbustos. Alguno había venido con perros, me imagino que porque no habría parques en sus barrios para pasearlos, y los pobres estaban como locos ante tantos nuevos olores, sabores y panoramas que no habían visto jamás en la gran ciudad. Otros habían venido solos, lo que me pareció bastante extraño, porque de qué sirve hacer tamaña caminata si no tienes nadie al lado para hablar.
Cuando al fin terminó el paseo, y ya me había comido tres o cuatro zarzamoras, comenzó el conteo de viajeros antes de iniciar la vuelta. Faltaban dos, y una de las guías se quedó en Prádena del Rincón, esperando a que apareciera doblando una de las seis esquinas del pueblo.

Volvimos a casa y lo primero que hice fue encender el PC, para ver si Alonso había logrado la Pole Position, pero para mi vergüenza, la carrera estaba programada para la siguiente semana, hoy, como mucho, veríamos el partido de Rugby entre Argentina y Sudáfrica. O sea, nada. Me dormí cansado y soñé con cañadas, y ovejas, vacas blancas enormes y un jabalí cachetón. Sol vestía de bailarina bretona de cuadro de Gauguin, y yo tenía la ropa de Pedro, el amigo desmuelado de Heidi. Íbamos en un Quad, a 80 kilómetros por hora.

lunes, octubre 15, 2007

La tía buena (reprise)


La tía buena desapareció unos días. El primer día de su desaparición algunos decían que su jefa la había despedido, otros que ella se había largado sin dar aviso, y los más rayados decían que estaba en la pasarela Cibeles, desfilando entre modelos, pero yo desarmé esa teoría: es muy chata, calumnié. A los dos días, nos enteramos (cada uno por su cuenta) de que estaba enferma. Una lumbalgia traicionera y un doctor exagerado la habían obligado a descansar por un buen rato, una semana por lo menos.
Su jefa estaba como loca, tanto trabajo por hacer y no hay nadie a quien dárselo, a este ritmo lo tendré que hacer yo, pensaría. Era gracioso verla con sus ojos de loca, sus canas sin teñir, y siempre vestida de negro como un personaje de Harry Potter, ir y venir por la oficina, llevando el correo, regando las plantas, apagando las luces al salir. Estaba histérica, y encima yo la vacilaba (hace tiempo le perdí el miedo) cuando perdía su bus de vuelta a casa y tenía que esperar quince minutos hasta que llegara el otro, hala ahí te quedas, le decía, y le hacía chau con la mano mientras caminaba tranquilo hacia mi casita confortable, y la veía maldecirme en silencio.

La lesión le vino el dia que jugamos al fútbol. Juan le cayó encima ( lo que no causó asombro en ninguno de nosotros), pero ella tuvo tanta mala suerte que, en lugar de poner los brazos al caer, amortiguó el peso de ambos con las caderas. Nos acercamos a ver si estaba bien (no buena, que eso ya se sabía) y nos dijo que sí, que no pasaba nada, ya veremos cuando te bañes, le dije. Volvimos juntos a casa (cada uno a la suya), y ya empezaba a dar signos de dolor, pero resistió unos días más hasta que, como ella mismo nos contó al volver, se le dormía la espalda. Una tarde de esa semana en que estuvo ausente, iba yo en el bus, sentado entre la ventanilla y una negra de 100 kilos, pensando no hay dolor, no hay dolor, e imaginándome cantando el “Oh, Darling” de Beatles sin desafinar. Tendré que aprender a tocar piano, me dije, y en eso estaba cuando en plena carretera A-2 vi una valla publicitaria anunciando una feria especializada en bodas, y la de la foto, para mi sorpresa, era la tía buena.

No puede ser, estoy obsesionado, dije en voz alta, y la negra me miró de lado, aunque para ello tuvo que girar sobre su propia circunferencia, dibujando un movimiento rotacional imperfecto. Al día siguiente, al pasar por el mismo punto, comprobé que era ella. Es la segunda chica de anuncio que conozco, la anterior era una colombiana amiga de mi hermana que aparecía en los afiches de metro, anunciando envíos de dinero.

Hoy, que ha vuelto, todos le hemos preguntado que ¿qué tal?, bien, tengo que ir al fisio; ¿tienes secuelas?, no, creo que me recuperaré, ¿qué te ha dicho tu jefa?, me da lo mismo, si me dice el médico que descanse, descanso; ¿será de la caída?, dice el doctor que sí. Poco a poco la gente volvió a su sitio, le dije que me alegraba de verla y que ya después hablaríamos más, claro que sí, me respondió. Le dije que quería contarle algo, pero seguramente no lo haré, total, qué le importará a ella que me hizo gracia verla en un anuncio enorme, en la última rotonda, entrando a Alcalá de Henares.
p.s.: foto dedicada a Arturo, (a ver si así deja de preguntarme "¿ y cómo es ella?").

jueves, octubre 04, 2007

La nueva madrina del Mongo


El mongo se aburría en verano. Su viejo le había sugerido que al menos dibujara algo, o cantara o aprendiese a tocar guitarra; con tu pinta y tocando guitarra a las hembritas se le caerá el calzón solito, vaticinó. Pero el Mongo dudaba que la música lo ayudara en sus aventuras sexuales, además, él quería ser más un Slash que un Manzanero. Le pidió a su tío que le buscara un trabajo, allá por donde tú paras, seguro que hay chamba, le dijo, y el tio para sacárselo de encima le consiguió una chambita lavando carros en un barrio bien de Lima. El trabajo era fácil, lavaba un par de carros al día y el resto de las horas las pasaba en una librería de la avenida Petit Thouars. Hojeaba libros, comics, y todo lo que quisiera gracias a Gloria, la encargada, que le había agarrado cariño, y que cuando no lo veía llegar decía en voz baja, cómo se hace extrañar este flacuchento.

Una tarde en que el Mongo hojeaba un libro de dinosaurios, Gloria se acercó sigilosa y le ofreció un vasito de inka cola, pal calor, flaco que te veo sudar. Él agradeció tímidamente, y ella le dijo no leas acá parado, si quieres pasa a la oficina que ahí hay un sillón más cómodo. El Mongo dudó sólo un segundo, y un rato después ya estaba despatarrado en el sofá central, con su libro en una mano y el vaso de inka cola dejando marcas en la mesa de centro, heladito. De vez en cuando Gloria se acercaba a ver qué tal iba todo, y cuando el Mongo le decía que bien, flaca, muchas gracias, ella volvía a la librería para que Justino, su jefe, no le fuera a gritar por dejar todo abandonado.

Se hicieron amigos y ella le confesó que él le recordaba mucho a un ex marido suyo, porque aunque era muy joven (apenas tenía 25 años), ya se había separado hace un par de años, cuando el desgraciado ese se fue a la selva y se enamoró de una charapa, que le hizo ver las estrellas, la muy cachera. El mongo quería tener historias que contar, pero sólo le había metido la mano un par de veces a su amiga Mili, y la chica de la farmacia de vez en cuando se calateaba frente a él (sin dejarse tocar), así que prefirió quedarse callado y seguir comiendo el queque que tan amablemente le había dado su anfitriona.
Una tarde en que Justino se había ido a Ayacucho a ver a su abuelo enfermo, Gloria se armó de valor y le propuso al Mongo ser su nueva madrina de bautizo. Él dudó, como la primera vez, por un segundo, pero después le contestó que tú dirás, flaca. La cita era para el día siguiente a primera hora, antes de que él fuera a lavar carros, ella tenía la llave de la librería, se encerrarían hasta las 10 y la primera clase es gratis, flacuchento, ya después tendrás que invitarme anticuchos o regalarme doñapepas, como hace todo el mundo. El Mongo compró condones con sabor a fresa en una farmacia de la avenida Arequipa y casi no pegó ojo en toda la noche. Al día siguiente estaba a las 8 en la puerta de la librería. Gloria ya estaba dentro.

Estaba más nerviosa que de costumbre, su ex marido la había llamado esa noche porque la charapa lo había dejado tirado y ahora era un mar de dudas. El Mongo no se quería quedar en fa, y le dijo que al menos se calateara; ella se rió, se bajó los pantalones y le enseñó el límite entre el bien y el mal. El primer condón se rompió nada más abrirlo, el segundo se quedó enredado (nadie sabe cómo) en la rodilla de Gloria, y el tercero lo guardaron como recuerdo.
Nunca más lo intentaron, porque Justino volvía esa tarde y él se encargaba de cuidar las llaves, y porque el Mongo recordaba siempre la fea desnudez de su amiga librera. Poco a poco dejó los libros y los cómics, y cuando acabó el verano dejó también el trabajo y los carros sucios. Empezó la universidad, y alguien le regaló un walkman. Iba a clases con normalidad, pero siempre pensaba en ella, y en el condón enroscado en su rodilla. Hasta que un día, mientras aspiraba Sprite por una cañita, una niña apareció en su rango de visión y le pidió una silla, para poder comer tranquila mi torta de chocolate. Agarra esa, le dijo él, que nadie la usado; Seré su madrina, dijo ella, y él sonrió pensando en la mujer de los libros que había dejado atrás.

lunes, octubre 01, 2007

Si no es por no ir (si hay que ir se va)


La fiesta que me perdí fue más importante que todas a las que he ido. Mi hermana cumplía no se cuántos años (he dejado de contarlos con la secreta esperanza de olvidar, de pasadita, los míos) y había mandado un e-mail para invitar a toda la familia. Ella es como mamá: aunque esté coja, medio ciega y con el suero pinchado en un brazo, no se pierde una fiesta. En su correo electrónico había incluído una lista de regalos no muy baratos, esperando la buena voluntad de los asistentes, y, a mí, en un arranque de charm, me pareció bastante cutre. Y así se lo hice saber cuando, después de que una tía contestó (a todos) diciendo que no podía ver la lista de regalos, mi hermana reenvió sus peticiones.

-Mandar un mail pidiendo regalos ya me parece cutre, pero reenviarlo…” - Escribí.

Inmediatamente después de darle a “send” me entraron los remordimientos, y esperé en vano la respuesta de mi hermana mandándome a la mierda. Los días siguieron y me olvidé del tema. Había mucha tensión en el ambiente laboral, personal, sentimental, y creo que eso ayudó a que desconectara de la terrible cagada que había hecho. Porque, aclarémonos, me parece de muy mal gusto pedir regalos cuando se cumplen años, pero creo que mi opinión no es tan importante como para censurar a los que lo hacen.

El día de la fiesta, se celebraba también en Madrid la “Noche en Blanco”, y yo ya había hecho planes para ir. Cuando Sol me lo recordó, se me abrió el cielo, y pensé esta es la excusa perfecta, total, a quién le importará si voy o no. Cenamos con unos amigos (de Sol) y luego caminamos por el Paseo de Recoletos buscando alguna actividad cultural que llenara nuestra alma. Pero no hubo suerte, el Instituto Francés había cancelado su espectáculo por lluvia, los músicos de la Plaza Colón se fueron nada más vernos llegar, y había una cola de cuatro horas para entrar a la Biblioteca Nacional a ver una interpretación del Cantar del Mio Cid. A medianoche convencí a Sol para volver a casa, y, después de soportar hedores y empujones en el metro, dejamos atrás el centro de Madrid para otra oportunidad.

La semana siguiente, mamá estaba indignadísima por mi ausencia, que qué le pasaba a la familia, que si eso hacía ahora que estaba viva no quería imaginarse cómo abandonaría a mis hermanos cuando ella no estuviera, que si mi hermana se pasó toda la noche esperando mi llegada, que me guardaron un plato de carapulcra durante tres días. Ni siquiera dejando pasar el tiempo, me salvé de la bronca. En el fondo, sigo creyendo que mamá exageró un poco, y a mi hermana no le importó tanto mi ausencia. Pero tengo que dejar de creer que todo el mundo piensa como yo, que no doy importancia a los cumpleaños, y que si nadie me visita ni me llama en esos “días especiales” no se me acaba el mundo. Una vez, hasta yo me olvidé de celebrarlo.

La próxima vez, intentaré avisar cuando falte a algún cumpleaños de uno de mis hermanos. Porque seguiré faltando, de hecho. Llamaré y diré que me duele la barriga, que ya había quedado, que lo cumplas muy feliz, o que simple y llanamente estoy muy deprimido y tengo problemas personales, eso siempre funciona. No quiero que mamá, o cualquier otra persona, se vuelva a poner triste por mi ausencia y lo tome como el fin de la unión familiar. Como te dije aquél día mamá: no es tan importante si falto, la mayoría de las veces, la gente ni se da cuenta que estoy allí al lado. Quiéreme tal como soy, con mis noches y mis díiiias...