martes, julio 30, 2013

El Do de mi clarinete

Olivia me preguntó un día sin lluvia si yo sabía tocar algún instrumento, y claro, el clima seco no me dejó inventar y de mi boca sólo salió la verdad. Le conté, ya animado, parte de mi estéril carrera musical, ahorrándome, más por pereza que por pudor, la parte en que unas colegialas me encerraron en el aula de un colegio público, cual rock star de pueblo joven.

No sé si le dije que mi primer intento fue con un xilófono de plástico. De esos que tienen palitos que parecen super alfileres para hacerlos sonar. Al principio creí que se trataba de un juguete inofensivo, pero la ansiedad en los ojos de mi madre y el desangramiento interno evidente de mi padre me hizo sospechar que la cosa esa que había caído en mis manos no era más que uno más de los intentos de mamá por sensibilizarme (amariconarme, que diría papá) para que así olvidase mi afan por saltar contra las paredes, jugando cada día a dejar la marca de barro más alta en el verde pastel que adornaba todo.

Cuando mamá descubrió que el xilófono había mutado en un increíblemente cool refugio para soldados aliados e indios amigos suyos, se resignó por unos meses. Papá, feliz, me regaló una pelota de fútbol durísima que casi me deja cojo.


Mi segundo intento fue con mi tio el wannabe, que tenía un grupo de rock de medio pelo, al que nunca contrataba nadie y con cero sex appeal entre las chicas del barrio. Obviamente, moría por ser uno de ellos. Me esforcé a aprender a tocar la guitarra pero mis manos pequeñas me impedían lograr medio acorde en ese armatoste de madera que, Jorgito (bajista, bohemio, enano) manejaba con inaudita soltura diablesca. Agarrala así, decía, apreta acá, abundaba, déjalo correr y más sueltos los dedos, desesperaba. Un día, hasta la polla, le dije a Jorgito que pasaba de la guitarra, que lo mio era cantar. Me hicieron una prueba, dijeron que la había pasado con honores y nunca más me llamaron.


Ya en el cole, con adolescentes sudorosos y delincuentes en potencia, no se me ocurrió mejor idea para disimular mi aún no aceptada poca empatía con el populorum que apuntarme a la banda de música. Esos tíos eran los apestados, brother. El director de la banda, como Olivia, me preguntó que qué tocaba; le dije que nada, dijo que qué me gustaba y,señalando lo primero que vieron mis ojos, apunté a una trompeta. El primer día de ensayo me enseñaron cuatro notas, el segundo día las restantes, el tercero me dieron una partitura que no entendí, el cuarto me equivoqué de boquilla y cogí la del negro Zapata (enfermo de halitosis canina) y nada más tocar con mis labios el instrumento sentí como inmediatamente me salía una calentura en la boca del tamaño de un puño y vomité ahí mismo, en el cuarto de instrumentos.

Al quinto día ensayé con la banda, con una tarola de juguete. Instrumento con el que meses después desfilé por el barrio causándo la risa insolidaria de mis tios.

Mi último.intento fue en la Facultad, ya bien peinado y molón. La Kika llegó con su guitarra mal afinada y todos la tocábamos mal y nos la íbamos pasando para ensayar canciones que oíamos por la radio. Yo era el peor de todos, y, para colmo, descubrí que las cuerdas me hacían daño en los dedos. La Kika dijo que eso era normal, hasta que desarrollara callo y tal, cosa que en mi mente era inconcebible, así que un día, así sin más dije eso de "yo mejor canto, nomás". Y así obtuve mi primer aplauso individual. Mis amigos, público exigente donde lo haya, y obviando (por favor) el hecho de que estaban hasta el culo de vino barato, me felicitaron efusivamente tras cantar una canción megafácil como es "More Than Words" de Extreme. Yo, incrédulo, quise pedir el comodín del público y busqué al único especímen del sexo femenino que a esas horas aún pululaba por allí: la chica de las fotocopias. La arrastré y la metí al aula, donde mis amigos trataban de exprimir sin éxito la botella de vino. Siéntate porfa, le pedí, y ella alzó los hombros, me escuchó cantar, se levantó y antes de salir por la puerta se giró y me dijo "cantas bien, flaco". La Kika esto último no lo cree, pero es que estaba ya dormido sobre una mesa.

Cuando le dije a papá que había cantado en la universidad me dijo que sí, que bien, pero que si no aprobaba Estadística mejor que me fuera buscando un trabajo.

Ahora Olivia dice que le gusta lo que escribo, y hasta sugirió que haría una canción con mis párrafos. Si eso llega a pasar, puede que resulte que al final sí que tenía razón Jorgito, para que las notas salieran había que "apretar acá y dejarlo correr con los dedos más sueltos".


miércoles, julio 24, 2013

La humildad del derrotado

Yo, como todo peruano, tuve 15 minutos de mi vida en que fui rico. Y esa riqueza fue tan efímera que si se hubiera desarrollado en mis tiempos actuales seguramente habría durado menos que cualquiera de mis novias. El primer culpable de esa riqueza fue mi abuelo, un hombre suburbano de esos de antes, que al ver que su padre no lo había inscrito correctamente en el Registro Civil, no encontró mejor manera de expresar su venganza ante tamaña ofensa que ir él mismo y cambiarse el apellido por el más ridículo que encontró. Que sí, que con eso jodió al bisabuelo que se revuelca ahora en la tumba porque su legado murió de forma nocturna, pero también a nosotros que no sabemos cuál es nuestro apellido original y estamos condenados a llevar por siempre uno que, en nuestro país provoca la risa indisimulada.

Pero claro, al abuelo, eso le dió suerte.

Su genio con las manos lo convirtió en un mecánico de fama expansiva, y esas mismas manos le agenciaron también una serie de amigas a las que mi madre llamaba "el cardúmen". Yo conocí a algunas, pero eso fue hace mucho y no lo recuerdo. Me quedan olores más que imágenes, olores a cuero y gasolina, a señoras bien, a lavanda y juguetes de jebe nuevo. Lo malo, es que papá había desarrollado, de forma paralela a la riqueza del abuelo, un orgullo inútil que me impedía aprovechar cada una de las ventajas de tener un abuelo dadivoso. Que me regalaban coches de carrera, devuélvelos que ya te compraré yo unos, que me compraban un libro en reemplazo del que había perdido, castigado por perderlo y por recibir regalos, que el abuelo estaba hasta la polla y me daba pasta directamente, pues castigo triple con tirabuzón invertido y el dinero que volaba desde las manos de papá hasta la cara del abuelo que ni siquiera se molestaba en recogerlo y se limitaba a ver cómo su perro lo olisqueaba con curiosidad gatuna.

Como decía mamá, el orgullo de papá no era gratis. Costaba horas de trabajo que luego se convertían en lavadoras, teles, ropa y zapatos a medida para nosotros y neveras siempre llenas. Yo creía entonces que eso era normal y por eso cuando en el cole veía un niño con pantalones más largos de lo normal o zapatos viejos, creía simple o llanamente que eran niños a los que nadie quería. Corría yo por los parques seguro de que esa mariposa tenía que posarse sobre mi mano, que ese risueñor cantaba para mi familia y que esas manzanas bañadas en caramelo siempre estaban allí esperando a que a mi me dieran la gana de pedirle a mamá que me las comprara. Mis hermanos y yo íbamos a las fiestas como si todos los cumples fueran nuestros y, aunque yo prefería sentarme a leer a ponerme a bailar, sabía que si lo hacía la rompería. Porque, claro, había estudiado los pasos de Parchis en mi tele Westinghouse.

Hasta que un día, nos fuimos a la mierda. Sin darnos cuenta, como España.

Papá perdió el curro porque la fábrica quebró. En un principio creyó que se salvaría por ser accionista, hasta que descubrió con poca sorpresa que sus acciones habían perdido más valor que las tetas de la abuela. El abuelo, cansado de tantos desplantes, en un principio no quiso ayudarnos, pero luego, el pobre, ya no pudo. Se habían esfumado sus Packard, sus millones (gastados en alcohol y mujeres) y su talento. Pasamos de ser guays a normalitos, de personajes principales de Shakespeare a secundarios de Torcuato Luca de Tena.

Lo bueno de todo eso es que mamá (la más lista de todas, y pitonisa secreta) nos enseñó desde el día uno que nunca había que ir fardando. Por eso, cuando nos explotó la pobreza en la cara, nuestros amigos de siempre seguían allí sin apenas notar el cambio.

Pero claro, yo lo sé, aunque ellos no. Sé que, como todo peruano, tuve mis quince minutos en que fui rico y a veces, sentado con los míos en la piscina de mi casa y con un cerveza en la mano, recuerdo esa época con nostalgia. Y, of course, con mucha humildad.


martes, julio 09, 2013

Pourquoi Tu Fumes?

- Fumo cuando me lo estoy pasando bien.
- Como ahora, dices.

"Sí" respondo, mientras la veo curiosar entre mis libros. Conecta su Iphone a mi cadena de música y los altavoces escupen a The Cure, que ella baila con los ojos cerrados. Calada larga, ceño fruncido y humo fuera. Ella sigue bailando rico mientras el gordo cantante habla de enamorarse un viernes. Su pelo largo le cae sobre los hombros y se limpia un mechón de la cara antes de ponerse un pitillo entre los labios y volver a bombardearme a preguntas.

- ¿Desde cuando entonces?
- No sé si cuenta, pero mis padres nunca fumaban en casa. Yo veía fotos suyas de más jóvenes y, al menos allí papá siempre estaba fumando - calada suave, hablo expulsando un poco de humo, toso-, mamá decía que lo hacía por parecerse a Robert Redford. Y no sé si fue porque me lo repitió mil veces, pero al final terminé por ver a mi padre idéntico al actor ese en cada una de sus fotos.
- Flipao.
- Ya. Mi madre, que está pa allá. Le mola inventarse historias. El caso es que en casa nunca fumaban, predicaban con el ejemplo y siempre me decían que fumar era malo. Casi un pecado. Un día me encontré un cigarro en la  calle y jugué al Clint Eastwood con él en los labios, más o menos como lo tienes tu ahora, pero sin tetas.
- Payaso - clic de mechero, mirada killer bajo el mechón dorado, llama exacta para encender el vicio - et alors?
- Na. Que mamá me encontró en la calle con el cigarro en la boca y me lo voló de un bofetón que en algunos países provocaría la excomulgación. Si me hubiera encontrado papá, habría sido diferente. Él me habría soltado un sermón mirándome a los ojos con esa mirada de serpiente que de sólo recordarla me acojono entero.
Recuerdo que lo seguía - le susurro, mientras la recibo a mi lado rodeandola con mi brazo- al local en el que se reunía con los otros jugadores del club de fútbol de mi abuelo..
- ¿Qué club?
- Uno que fundó mi abuelo, pero esa es otra historia. El caso es que papá siempre estaba allí, jugando al billar o a las cartas, con un Ducal en la boca y un vaso de cerveza siempre lleno. Entrar allí era como ser indestructible. Todos sabían quién era yo y me daban chocolates, dinero y a veces hasta me dejaban ver la baraja de mujeres desnudas. Las sillas de cuero olían a sudor y a tabaco, a alcohol.

Me mira mientras deja su cigarro casi muerto en el cenicero mierder que alguien olvidó en casa. Estira sus piernas infinitas sobre el cristal de la mesa y pregunta que entonces, si me gusta tanto el olor a humo, cómo es ue nunca dejo fumar a nadie en casa.

- Eso no es verdad - respondo- tú estás fumando, rubia. Y no te he mandado a la cocina.
- Ya, pero es porque tengo tetas. Apuesto a que nadie que no use un 95 de copa de mínimo puede siquiera tocar este mechero.
- Lo tengo para el incienso del baño.
- Arrête, 'tit con. Sabes a qué me refiero - me suelta, y me clava un beso lleno de humo.  Su Ipod salta de The Cure a Alanis y yo, ya con los ojos rojísimos, sigo dándole la chapa.


- Mis abuelos tampoco fumaban, cuando estaba yo quiero decir. Los imagino sentados un día en una de sus reuniones con el alcalde, bebiendo pisco del caro y decidiendo que por el bien del nietogénito era mejor dejar los puros para esas noches de farra. Muy bien compadre, sea pues. Apretón de manos de los de antes, de los que valían y  Lima, 1976, Regístrese Comuníquese y Archívese.
- Putain! Estás fumadísimo!
- Que va! Esta mierda sólo me tiñe los ojos de alegría falsa ma chèrie,  por dentro no siento nada. Soy peruano ¿recuerdas? Nacemos con anticuerpos para los alucinógenos. Siglos de antepasados masticando coca como si fuera trident hierbabuena.

Su Ipod de mierda se queda sin batería y aprovecho para poner algo de mi música y recuperar un poco de poder territorial en la que, si no recuerdo mal, aún es mi casa. En un principio no me decido entre Queen y Red Hot Chilli Peppers. Pero entonces recuerdo que no tengo nada de los californianos y dejo que Freddie cante. Genio.

- En mi casa en cambio, fumaban todos. Hasta el perro creo.
- Mi abuelo hizo fumar a su perro un dïa, cuando yo ya tenía diez años. Entonces dejaron de fingir y ya no jugaban al abuelo engreidor. Uno se reveló como un mujeriego empedernido y el otro, también. Eran como dice Kundera que debe ser un mujeriego, uno enamorándose de muchas y el otro siempre de la misma.
- Comment?
- Sí, todas sus amantes eran parecidad entre ellas. Yo a veces me confundía y llamaba a una por el nombre de la anterior. Mi abuelo se partía el culo.
- ¿Cómo me llamo?
- Nadia.
- Bien - dijo, y se levantó del sofá. Se quitó la camiseta que llevaba con la cara de Jonny Depp y me la tiró a la cara- ¿qué disco usas para follar? - me soltó, sonriendo.
- El que quieras. Dije, y me alegré en silencio cuando escogió uno de The Who.

Se me acercó leonina, me quitó el poco cigarro que me quedaba en la boca me soltó una bocanada de humo entre los labios y me susurró un "arrete de fumer" que me dibujó para siempre una baraja entera dentro de los párpados.