miércoles, julio 24, 2013

La humildad del derrotado

Yo, como todo peruano, tuve 15 minutos de mi vida en que fui rico. Y esa riqueza fue tan efímera que si se hubiera desarrollado en mis tiempos actuales seguramente habría durado menos que cualquiera de mis novias. El primer culpable de esa riqueza fue mi abuelo, un hombre suburbano de esos de antes, que al ver que su padre no lo había inscrito correctamente en el Registro Civil, no encontró mejor manera de expresar su venganza ante tamaña ofensa que ir él mismo y cambiarse el apellido por el más ridículo que encontró. Que sí, que con eso jodió al bisabuelo que se revuelca ahora en la tumba porque su legado murió de forma nocturna, pero también a nosotros que no sabemos cuál es nuestro apellido original y estamos condenados a llevar por siempre uno que, en nuestro país provoca la risa indisimulada.

Pero claro, al abuelo, eso le dió suerte.

Su genio con las manos lo convirtió en un mecánico de fama expansiva, y esas mismas manos le agenciaron también una serie de amigas a las que mi madre llamaba "el cardúmen". Yo conocí a algunas, pero eso fue hace mucho y no lo recuerdo. Me quedan olores más que imágenes, olores a cuero y gasolina, a señoras bien, a lavanda y juguetes de jebe nuevo. Lo malo, es que papá había desarrollado, de forma paralela a la riqueza del abuelo, un orgullo inútil que me impedía aprovechar cada una de las ventajas de tener un abuelo dadivoso. Que me regalaban coches de carrera, devuélvelos que ya te compraré yo unos, que me compraban un libro en reemplazo del que había perdido, castigado por perderlo y por recibir regalos, que el abuelo estaba hasta la polla y me daba pasta directamente, pues castigo triple con tirabuzón invertido y el dinero que volaba desde las manos de papá hasta la cara del abuelo que ni siquiera se molestaba en recogerlo y se limitaba a ver cómo su perro lo olisqueaba con curiosidad gatuna.

Como decía mamá, el orgullo de papá no era gratis. Costaba horas de trabajo que luego se convertían en lavadoras, teles, ropa y zapatos a medida para nosotros y neveras siempre llenas. Yo creía entonces que eso era normal y por eso cuando en el cole veía un niño con pantalones más largos de lo normal o zapatos viejos, creía simple o llanamente que eran niños a los que nadie quería. Corría yo por los parques seguro de que esa mariposa tenía que posarse sobre mi mano, que ese risueñor cantaba para mi familia y que esas manzanas bañadas en caramelo siempre estaban allí esperando a que a mi me dieran la gana de pedirle a mamá que me las comprara. Mis hermanos y yo íbamos a las fiestas como si todos los cumples fueran nuestros y, aunque yo prefería sentarme a leer a ponerme a bailar, sabía que si lo hacía la rompería. Porque, claro, había estudiado los pasos de Parchis en mi tele Westinghouse.

Hasta que un día, nos fuimos a la mierda. Sin darnos cuenta, como España.

Papá perdió el curro porque la fábrica quebró. En un principio creyó que se salvaría por ser accionista, hasta que descubrió con poca sorpresa que sus acciones habían perdido más valor que las tetas de la abuela. El abuelo, cansado de tantos desplantes, en un principio no quiso ayudarnos, pero luego, el pobre, ya no pudo. Se habían esfumado sus Packard, sus millones (gastados en alcohol y mujeres) y su talento. Pasamos de ser guays a normalitos, de personajes principales de Shakespeare a secundarios de Torcuato Luca de Tena.

Lo bueno de todo eso es que mamá (la más lista de todas, y pitonisa secreta) nos enseñó desde el día uno que nunca había que ir fardando. Por eso, cuando nos explotó la pobreza en la cara, nuestros amigos de siempre seguían allí sin apenas notar el cambio.

Pero claro, yo lo sé, aunque ellos no. Sé que, como todo peruano, tuve mis quince minutos en que fui rico y a veces, sentado con los míos en la piscina de mi casa y con un cerveza en la mano, recuerdo esa época con nostalgia. Y, of course, con mucha humildad.


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